Más allá de la marcha nupcial: por qué hay que conocer a Felix Mendelssohn

Entre 1803 y 1811, en distintas geografías europeas, nacieron Hector Berlioz, Felix Mendelssohn, Robert Schumann, Frédéric Chopin y Franz Liszt, los compositores que le darían forma y contenidos al naciente romanticismo. Sin ningún manifiesto fundacional, estos cinco músicos coincidieron en objetivos y en concepciones generales y también difirieron en propuestas discursivas y en campos de actividad. Más allá de pertenecer a un tiempo que los tuvo como protagonistas excluyentes, cada uno de ellos tuvo su propia especificidad. La propuesta, hoy, es ir al encuentro del más tradicional, el más conservador de todos ellos, Felix Mendelssohn, no por eso menos genial y significativo que los demás.

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Felix nació en Hamburgo, en 1809. Su precocidad musical fue llamativa, tanto como pianista como, esencialmente, en la composición. Para muchos, fue el compositor joven más notable de la historia ya que, a diferencia de Mozart, cuya genialidad temprana no está en discusión, en sus primeras grandes obras, escritas desde los doce, Mendelssohn fue capaz de incluir novedades discursivas, emocionales y formales. Si Mozart creció, de la mano de su padre, dentro del clasicismo y dentro de él se desarrolló, Mendelssohn, a los quince, compuso su Sinfonía Nº1 en do menor, intensamente romántica y sumamente personal. Un año después, en 1825, con sólo dieciséis, compuso su Octeto de cuerdas, op. 20, sin lugar a dudas, una auténtica obra maestra. Siguiendo los formatos clásicos de los cuatro movimientos, en esta obra, pensada para un inusual orgánico de un cuatro violines, dos violas y dos chelos, Mendelssohn despliega un lenguaje propio, plantea una sonoridad diferente, poderosamente romántica, y hasta deja explícitas instrucciones sobre cómo interpretarla. Hace un año, la gran violinista neerlandesa, Janine Jansen, junto a dignísimos músicos de cámara, lo ofreció en la apertura del Festival de Utrecht.

A los diecisiete, sin antecedentes musicales discernibles de ningún tipo, Mendelssohn compuso una obertura de concierto inspirada en Sueño de una noche de verano, de Shakespeare. De esta manera, Mendelssohn ponía en práctica uno de los preceptos que serían esenciales del romanticismo musical: hacer partir la composición desde una obra literaria. En 1826 no existía, todavía, la composición orquestal desde una idea extramusical, en este caso, una comedia dramática de Shakespeare, por lo que, Mendelssohn decidió llamarla obertura de concierto, posiblemente, la primera de su tipo, aun cuando esta "obertura" no anticipaba ninguna obra escénica sino que era independiente en sí mísma. Con todo, lo más admirable son sus contenidos. Más allá de la tradicional forma sonata de esta Obertura, Mendelssohn deslumbra por una escritura orquestal absolutamente diferente y nueva, una música etérea, encantadora, con descripciones sonoras para los pases mágicos de los seres del bosque, para las hadas danzantes y para los pasos crujiendo sobre las hojas. Para justipreciar la originalidad y la novedad, cabe recordar que, en ese mismo año, Beethoven escribía sus últimos cuartetos, Rossini estrenaba El sitio de Corinto y Paganini continuaba maravillando a Europa con sus proezas violinísticas. Mendelssohn, transitando otro camino, con esta obertura, insistimos, escrita a los diecisiete, estaba anunciando un mundo por venir.

Desde entonces, y hasta su muerte a los 38, con un estilo inconfundible, Mendelssohn escribió sinfonías, conciertos, oratorios, piezas sinfónico-corales, música de cámara, música para órgano, canciones y dúos de cámara y un abundante corpus de música para piano. Para disfrutarlo y conocerlo, acá irán algunas de sus obras más notables. De sus cinco sinfonías, las más interpretadas son las dos que portan gentilicios agregados: la tercera, la Escocesa y la cuarta, la Italiana. En realidad, el orden fue determinado por las ediciones que no se ajustaron a la verdadera cronología. La Sinfonía escocesa, es, en realidad, la última. Iniciada hacia 1829, tras un viaje por Escocia, fue dejada en suspenso por más de diez años y concluida recién en 1842. El mismo Mendelssohn dirigió su estreno en Berlín y hoy es considerada la más lograda de sus sinfonías. Sin ningún tema propiamente escocés, la obra comienza con una introducción bellísima, oscura, un tanto sombría y profundamente romántica. En este video, Andris Nelson trae ese primer movimiento al frente de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, organismo a cuyo frente estuvo el mismo Mendelssohn haciendo una historia memorable desde 1835.

Cualquier recorrido que se haga por la música de Mendelssohn debe incluir, obligatoriamente, su Concierto para violín y orquesta, estrenado en 1845. Sólo por su tema inicial, sin introducción de ningún tipo, ya merecería estar en el Olimpo de las obras más bellas de la historia. Sin embargo, luego de ese impacto emocional primero, lo que continúa es una obra maestra admirable de tres movimientos continuados. Interpretada por todos los violinistas habidos y por haber, este concierto, más que merecidamente, es uno de los favoritos de los públicos de todo el planeta.

En el campo de la música para piano, Mendelssohn dejó una huella imborrable con sus ocho álbumes de canciones sin palabras, un género que él mismo creó. Son cincuenta piezas, en total, que presentan melodías cantables, verdaderas canciones para piano aunque, obviamente, sin texto. El año pasada, la gran pianista china Yuja Wang, fuera de programa, en el Konzerthaus de Viena, interpretó la Canción sin palabras, op.67, Nº2.

Se podrían recordar el imponente y colosal Elías, posiblemente, el oratorio más destacado del romanticismo, sus tríos, sus sonatas, sus salmos para coro y orquesta y numerosas obras más. Pero hay una cuya presencia es obligatoria, imprescindible. En 1842, para una representación teatral de Sueño de una noche de verano, Mendelssohn fue convocado para escribir música incidental. Para la empresa, tomó aquella obertura escrita dieciséis años antes y le agregó catorce nuevos números para acompañar la escena teatral. Una de esas piezas, escrita como prólogo al último acto, en el cual tendrá lugar la gran boda, es la celebérrima Marcha nupcial la cual, en las más disímiles versiones, en millones y millones de ocasiones habría de acompañar a los novios en su caminata hacia el altar. Sin lugar a dudas, esta marcha es su obra más interpretada, la más conocida, definitivamente, parte sustancial del acervo cultural de la humanidad.

Por fuera de la música y de los sonidos, de Mendelssohn es menester decir algunas cosas más. Fue Mendelssohn el encargado de resucitar a Bach del silencio en el cual estaba sumido desde su fallecimiento, en 1750. En contra de quienes le advertían sobre lo inútil de la tarea de revivir a alguien del pasado, Felix, cuando sólo tenía 20 años, tomó el manuscrito de La pasión según San Mateo y, con algunos arreglos propios, la dirigió en Berlín, el 11 de marzo de 1829. El rescate de Bach fue obra exclusiva de la osadía de Mendelssohn. Y algo más: nacido judío y bautizado en el luteranismo por decisión de sus padres, cuando tenía siete años -religión que abrazaría con total convicción- fue duramente combatido en los tiempos en los cuales la judeofobia se enseñoreó en Alemania. Sin nombrarlo, pero claramente refiriéndose a él, Wagner, en 1851, le dedicó su execrable ensayo El judaísmo en la música. Y lo peor, Mendelssohn fue excomulgado, vilipendiado y silenciado por el nazismo en 1933. No sólo su música desapareció: su estatua, en Leipzig, fue destruida. Cada cosa en su lugar, superados aquellos años nefastos, la música de Mendelssohn, sin enemigos de ningún tipo, suena y sólo provee placeres intensos.