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Algunas cosas que podemos aprender de Minecraft, desde la infancia hasta el duelo

Rebekah se sienta en el consultorio de Alexander Kriss, psicoterapeuta, y le dice: mi hijo es adicto a Minecraft.

“Adicción” es una palabra fuerte, pero para Rebekah era la única que explicaba por qué Mickey, su hijo de siete años, llevaba un tiempo recibiendo reportes en la escuela por conductas inapropiadas: hablaba sin que le correspondiera, se distraía en clase, no entregaba tareas y se levantaba de su asiento sin motivo alguno por periodos prolongados.

La única explicación posible era Minecraft, el juego al que Mickey se conectaba todos los días para jugar sólo o con sus amigos, desde su casa o desde la escuela, por las mañanas o por las noches, ocupando toda su mente y atención.

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Desde los ojos de la madre preocupada, Minecraft era vicio, droga, veneno, la tumba que su hijo estaba cavando para sepultarse a sí mismo y evadir la realidad.

Rebekah, por supuesto, no tenía idea de qué trataba Minecraft. Cual madre o padre mexicano llamándole nientiendo a un Playstation 5, para ella, los videojuegos no eran más que un pasatiempo moderno y peligroso, una distracción con potencial de desviar juventudes hacia la adicción y el ocio.

Como en tantas personas, su entendimiento de los videojuegos había sido modelado por años de prensa alarmista y pánico moral. Por lo tanto, aquello que sucedía entre la pantalla y su hijo pertenecía al terreno de lo incomprensible. Y como cualquier persona, Rebekah le temía a lo desconocido.

¿Qué se puede hacer en Minecraft?

Rebekah no sabía, por ejemplo, que Minecraft sucede en un mundo vasto y colorido, lleno de múltiples ecosistemas generados de forma aleatoria y de baja resolución.

Lo que hace único a Minecraft (y lo que lo convirtió en un éxito sin precedentes) es una característica aparentemente simple: la totalidad del mundo, con sus bosques, mares, desiertos y montañas, está construido por bloques de píxeles que pueden descomponerse en sus partes esenciales, de modo que puedes talar un árbol para obtener bloques de madera o explotar una mina para obtener bloques de piedra, ónix, diamantes y más.

¿Qué se hace con esos componentes? Se construye algo nuevo.

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La propuesta de Minecraft es usar los recursos del juego para llegar a posibilidades de creación sin límites: de cabañas a palacios, de construcciones reales como el Taj Mahal, a sitios míticos como la Torre de Babel, a recreaciones de las ciudades fantásticas del Señor de los Anillos, no es exagerado decir que las posibilidades son virtualmente infinitas y sólo limitadas por el tiempo, la habilidad y la imaginación.

Con todo esto, lo que más le interesaba a Mickey, en realidad, era otra cosa: el uso que le daba al juego con sus amigos.

Otra manera de conectar

Minecraft permite no sólo construir, sino compartir las construcciones con otras personas, de modo que es posible visitar las creaciones de amigos y desconocidos e, incluso, aportar un granito de arena: una lámpara por acá, una ventana por allá, una torre por acullá.

Aprovechando estas características, Mickey y sus amigos tenían un ritual: después de terminar una construcción, viajarían como grupo al sitio de la obra, la explorarían, agregarían algunos detalles, tomarían fotos para la posteridad y luego la destruirían hasta dejar el terreno limpio, plano y vacío, de modo que pudieran volver a iniciar y crear nuevas cosas.

Mickey nunca había hablado de esto porque Rebekah nunca le había preguntado. Y cuando el niño le explicó esto a su madre en terapia, ella lo entendió: el juego no era vicio ni escape, sino una forma de conectar con sus amigos, explorar su creatividad y retar su intelecto.

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Era, pues, una forma sana de pasar el tiempo y de ningún modo una adicción, tan sólo un interés especial y marcado como suelen ser los intereses de los niños de siete años.

(El proceso de terapia descubriría al poco tiempo que los problemas académicos de Mickey se debían a una dislexia que nada tenía que ver con los videojuegos y que, por fortuna, pudo ser reconocida y tratada a tiempo).

Lecciones más allá de los videojuegos

Alexander Kriss cuenta en su libro The Gaming Mind. A New Psychology of Videogames and the Power of Play que, varios meses después de esa reunión (Mickey fue derivado con otra terapeuta para trabajar su trastorno del aprendizaje), Rebekah le marcó por teléfono para contarle algo que la marcó profundamente: al poco tiempo de esa sesión, Mickey se acercó a Rebekah mientras ella cocinaba, llorando, desconsolado por algo que había sucedido mientras jugaba.

Al parecer, el niño acababa de destruir un palacio que construyó con sus amigos y al revisar las fotos que había tomado, se dio cuenta de que olvidó retratar un cuarto secreto que, en sus palabras, era “el cuarto más genial que he construido”.

Normalmente, Rebekah lo hubiera ignorado, dicho que eso no tenía mayor importancia, o incluso tomado ese evento como evidencia para probar que el juego le hacía daño.

En cambio, Rebekah lo escuchó. Mickey no lloraba por un juego tonto, sino por un recuerdo perdido y el descubrimiento de su propia capacidad para cometer errores y negligencias incluso mientras hacía algo que amaba.

Llena de ternura, Rebekah lo consoló y usó el evento para hablar sobre lo que significa perder algo que nos importa, el duelo, la importancia de la memoria y la aceptación de la pérdida.

Y con ese acto tan simple, esa escucha horizontal tan necesaria, tanto Mickey como Rebekah ganaron algo: el reconocimiento mutuo de que en esta vida, uno de los más grandes regalos que le podemos dar a nuestras personas amadas es acompañarlas, sin juicios, en sus pasiones y en su dolor.