Lo que la pandemia nos revela sobre la crianza de nuestros hijos (y el futuro de la humanidad)

Cierta mujer había hecho durante años la receta de rollo de carne asada exactamente como aprendió con su madre: adobaba, marinaba, amarraba y, antes de hornear, le cortaba ambos extremos a la carne. Un día se dio cuenta de que no encontraba sentido a lo de cortar los extremos a la carne. Entonces comenzó a hacerse preguntas sobre las razones tras esta instrucción y llamó a su mamá para indagar.

“Mamá, sabes que sigo haciendo el rollo de carne como lo aprendí en casa contigo cuando era niña y que además me queda delicioso, ¿cierto?... bueno, resulta que me he puesto a pensar y no entiendo por qué hay que cortarle las puntas antes de hornear”. Su madre le respondió que las cortaba porque la fuente para hornear que tenían en casa era muy pequeña y solo así la carne cabía dentro de ella.

(Getty Creative)
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A menudo uso esta anécdota para recordar a los progenitores que acuden a mis espacios de formación de crianza la importancia de preguntarnos cuántas de nuestras creencias, idearios y costumbres actuales siguen teniendo alguna utilidad o sentido.

Cuestionar nuestras creencias y costumbres, atrevernos a hacer las cosas de un modo distinto al que lo hemos hecho siempre, es lo que nos permite evolucionar, dejando atrás patrones vencidos y muchas veces perniciosos. Si no hubiera personas que se atrevieran a cuestionar los valores o creencias en cada época de la historia de la humanidad dando paso a los cambios, aún estaríamos haciendo las mismas cosas, pensando, creyendo y viviendo como en el siglo XII.

¿Te has preguntado cuánto de aquello que sigues creyendo como verdad, se basa en la realidad o cuántas cosas que sigues haciendo hoy son necesarias o buenas para tu vida y la de tus hijos?, ¿las sigues haciendo porque lo aprendiste así de tus padres, abuelos, bisabuelos que a su vez lo aprendieron de sus antepasados y luego continuaron haciendo y pensando lo mismo sin detenerse a cuestionar nada? ¿lo haces quizás por lealtad a tu padre, a tu madre o simplemente por inercia?

Por ejemplo, pegar para educar, pensar que la letra con sangre entra, que los niños se malcrían si atiendes sus pedidos o les das mucho amor… ¿te has preguntado cuánto de todo eso que aprendiste o aprendieron nuestros antepasados responde a posibilidades, conocimientos o acceso a la información limitados o determinados por una época o un contexto que ya ha cambiado?, ¿te has preguntado cuánta distancia hay entre tus creencias y la realidad o la verdad?

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La vida es cambio constante, y la resistencia a los cambios se convierte en crisis. El siglo XXI nos ha puesto ante una crisis inédita en la que se evidencia por primera vez en la historia de la humanidad de manera global la sacudida de estructuras vencidas.

Todos somos conscientes y vivimos en propia carne en distintas gradaciones los rigores de lo que está causando a las personas en todo el mundo el manejo de la pandemia. La realidad de las consecuencias de nuestras costumbres en general, nuestra manera precaria en que hemos estado conectando con los hijos, conviviendo con ellos, el modelo de educación escolar vencido al que sometemos a nuestros hijos, se han sacudido como un terremoto mundial de ocho grados poniéndonos de frente a una realidad que viene pidiendo cambios a gritos desde hace tiempo.

La manera en que hemos organizado el sistema productivo y de consumo insustentable se derribó por un estornudo en Wuhan. La relación con nuestra alimentación y cómo nos ha hecho más vulnerables a las enfermedades. El modo en que delegamos o entregamos al sistema sanitario occidental el cuidado de nuestra salud y la de nuestros hijos sin hacernos preguntas, sin saber si realmente nos conducen a sanar o a mantenernos enfermos con fármacos que calman los síntomas pero que no curan y sí que nos intoxican dejándonos a la larga más debilitados, se nos pone de frente como una cachetada de realidad…

Las consecuencias de la forma en que nos relacionamos con el medio ambiente, nuestra desconexión con el todo, con el prójimo, cada ser vivo en el planeta, con la consciencia de que cualquier cosa que pase a miles de kilómetros de distancia tarde o temprano nos afectará, así como también afectamos al planeta entero positiva o negativamente con cada acto propio, nos cayó encima como un baldazo de agua helada.

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El mundo entero ya dejó de ser lo que era, y los problemas actuales no se pueden resolver con la misma mentalidad que se crearon. Si nos aferramos a las viejas estructuras sin permitirnos crecer, ensanchar nuestras fronteras emocionales, mentales para dar paso al cambio, se producirán nuevas crisis que vendrán pronto a recordarnos de formas más crudas o catastróficas el desplome de las viejas estructuras y la urgencia intravenosa de cambio.

Y me refiero al tipo de cambio que es motor de la evolución, ese gracias al cual los reptiles evolucionaron a mamíferos y luego a primates bípedos pensantes… no a los cambios culturales anti natura que nos empujan en dirección contraria a nuestra propia naturaleza humana y la del entorno. Ahora mismo la vida nos grita alto y claro a todos los terrícolas que hay que dar paso a formas más humanizadas de convivencia entre nosotros y con el planeta.

No son tiempos fáciles. Necesitamos apelar a la benevolencia, la humanidad necesita más amor, empatía, compasión, conexión real, sentida, humana, gregaria. Necesitamos poner en primer lugar el cuidado de nuestra salud emocional. Precisamos recuperar el control del cuidado de la salud física, mejorando nuestra alimentación y la de nuestros hijos. Cuidar del aire que respiramos, del agua que bebemos y estamos malgastando y envenenando, del medio ambiente que nos protege y que estamos explotando indiscriminadamente. Necesitamos odiar menos y amar más… respetarnos y respetar al diverso, a quienes piensan distinto.

En tiempos de crisis es cuando más difícil resulta, pero cuando más necesitamos atrevernos a pensar fuera del rebaño, establecer una percepción coherente con la realidad, derribar discursos engañados, decidir con autonomía, libertad. Comencemos por hacer cambios en nuestro ámbito de influencia inmediato, en la crianza de nuestros hijos, transportando a las nuevas generaciones los valores de empatía, cooperación, buenos tratos que queremos para el mundo a través del trato que le damos a ellos… y entonces algún día, quizás no lejano, la humanidad merecerá llevar ese nombre. Fracasaremos como sociedad si somos incapaces de entregar un mundo más humanizado, amable y sostenible a las nuevas generaciones.

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