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Dos besos de los que nunca hablamos

Dos besos de los que nunca hablamos. (Foto: New York Times)
Dos besos de los que nunca hablamos. (Foto: New York Times)

A VECES DE VERDAD DEBES APOYAR A TU EX. ESTA FUE UNA DE ESAS VECES.

Kevin y yo nos separamos hace dos años; solo un papel dice que seguimos casados. Con el tiempo y mucha terapia, logramos encontrar el camino hacia una amistad genuina, y sé que mucha gente no puede decir lo mismo. Pero como estadounidenses que vivimos en Viena, no hemos sentido la necesidad de poner fin de manera oficial a nuestro matrimonio.

Mantenemos límites apropiados, excepto un lunes del pasado enero, cuando lo invité a celebrar su nuevo trabajo. Después de unos cuantos Aperol spritzes de más, volvimos a casa tropezando. Frente a la estación de U-Bahn, junto a la catedral de San Esteban, al final de la escalera mecánica, Kevin me dio un beso de despedida. Primero en la mejilla, luego en los labios. Sin lengua, nada salvaje. Dijo que era “por costumbre” y que “técnicamente seguimos casados”.

Le di las buenas noches y le dije que le recogería de su colonoscopia el viernes, porque “ese es un trabajo para la que técnicamente todavía es tu esposa”.

Así que Kevin me besó el lunes y descubrió que tenía cáncer de colon el viernes, y nunca hablamos del beso.

El cáncer estaba en estadio 3B, un código alfanumérico que puedes buscar en Google si tienes ganas de leer una larga lista de números desgarradores.

Aquí va otro número desgarrador: Kevin solo tenía 31 años.

Tengo demasiada experiencia con el cáncer, no el mío, sino el de tantos amigos y familiares que he perdido la cuenta. Mi madre murió de cáncer de páncreas cuando yo tenía 19 años. Esa experiencia me ha hecho ser estupenda en caso de una emergencia: soy buena respondiendo a llamadas telefónicas en mitad de la noche, acostumbrada a que griten mi nombre para pedir ayuda.

Estoy hecha para enfrentar esa situación. Nací para apoyarlo. Tras recibir la noticia, fui al departamento de Kevin, donde llamamos a su madre. Era la única familia de Kevin aquí. Se conectó a internet para renovar su pasaporte, y yo encontré un departamento de alquiler para ella.

No lo dije en voz alta, pero sabía que ya no podía ser la esposa. Podía ser la amiga, pero no la esposa.

Esa noche me quedé en casa de Kevin. Dormimos en ropa interior. Hacía mucho tiempo que mi cuerpo no era algo sensual para él. Antes de separarnos, se acurrucaba al principio de la noche antes de rodar a su lado de la cama. Pero aquella noche permanecimos en el mismo sitio, con el sudor acumulándose entre nuestros cuerpos.

Durante las primeras semanas, pasaba a menudo por allí para planear cosas y contar chistes de mal gusto que nos hacían reír hasta llorar. Me quedé con él después de la operación, cuando ya se había dado a conocer la noticia. Mi padre voló a Viena como apoyo moral. La madre de Kevin vino y se hizo cargo.

Se quedó con él después de las primeras rondas de quimioterapia. Me senté en mi departamento, que había sido nuestro, mirando el teléfono hasta que me dormí a las 5 de la mañana. Supe a la mañana siguiente que Kevin tuvo complicaciones. Se despertó a las 3 de la madrugada, gritando por el dolor de estómago. Nadie me había llamado. Llamaron a una ambulancia. Le dieron analgésicos. Los médicos no sabían qué pasaba ni por qué.

Su madre se quedó hasta que expiró su visa. Luego me tocó a mí vigilarlo después de la quimio. Me preparé para ser la persona que tal vez tendría que llamar a una ambulancia.

Recordé la mañana en que me desperté con los gritos de mi padre, cuando sostuve a mi madre convulsionándose en mis brazos, cuando me escupió espuma en el codo. La mañana en que se puso azul, y le supliqué que respirara, y le supliqué que se quedara conmigo.

Para ser justos, cada cáncer es diferente, y cada amor es diferente. Para ser justos, ella se quedó conmigo durante un tiempo.

Kevin me dijo que el dolor solía durar cinco minutos. Nuestro plan: hacer todo lo posible para evitarlo. Si ocurría, él podía gritar en una almohada mientras yo ponía un cronómetro. Si pasaba un segundo de los cinco minutos, llamaría a una ambulancia. Nunca pude poner el cronómetro en marcha.

Poco antes de las 9 de la noche, Kevin se tomó un somnífero y se puso lapijama. Lavé algunos platos, una habilidad que se me daba mejor como amiga que como esposa. Me puse el camisón, me quité la ropa interior y me di cuenta de que el par limpio estaba en mi bolso. Me estaba lavando los dientes cuando Kevin me llamó desde la otra habitación. Dejé caer el cepillo de dientes y corrí. Entonces, según el plan, Kevin gritó. Jadeó y se hizo un ovillo. Le ofrecí la almohada, pero no pudo sostenerla. Entonces dejó de respirar.

Llamé al 144, el equivalente austriaco del 911, y di información militarmente eficiente sobre su estado y nuestra ubicación.

Un minuto después, el cuerpo de Kevin se relajó, el arco de su espalda cedió y emitió un horrible traqueteo. Luego, volvió a respirar, ahogando el aire en sus pulmones. Parecía estar extrañamente... ¿bien? Tomé la bolsa de urgencias, le puse los pantalones y esperé a los paramédicos.

Esto fue hace un año, durante otra ola de COVID. Yo estaba triplemente vacunada y me había recuperado de la COVID en un plazo de 30 días con un certificado que lo demostraba, y tenía una prueba PCR negativa de hacía 24 horas, y estaba legalmente casada con el hombre de la camilla, pero aun así no me dejaron subir a la ambulancia. Así que la vi alejarse.

Pedí un taxi y llamé a una amiga mientras esperaba. No lloré. Cuando el taxi me llevó, salí del auto y me di cuenta de que estaba en la calle, con frío, en camisón y sin ropa interior.

La terrible realidad del mundo es que en cualquier historia de amor hay dos opciones: un rompimiento o alguien muere. La muerte es el escenario celebrado, exultado en los votos tradicionales. Kevin y yo escribimos unos nuevos para nosotros, así que nunca acepté lo de “hasta que la muerte nos separe”. Y, sin embargo, aquí estaba de todos modos.

Hubo un momento al principio de nuestra relación en el que Kevin me visitó en Nueva York. Se despertó una mañana con la luz de la ventana de mi habitación brillante en sus ojos, que se arrugaron, y extendió sus manos temblorosas para agarrarme la cara. Parecía un ancianito, y en ese momento pude ver cómo se desarrollaba toda nuestra historia. El célebre escenario y todo eso. Entonces tal vez estuve de acuerdo.

Kevin sobrevivió esa noche. Para su cuarta ronda de quimio, lo ingresaron en el hospital. Entonces, la quimio estaba afectando su funcionamiento cognitivo. Le envié una lista con todas las cosas que debía llevar. Kevin olvidó leerla. Esa tarde, me mandó un mensaje: “¿Podrías traerme un cargador de celular?”.

Me enfadé, pero lo traje, porque necesitaría saber si Kevin seguía vivo, y para ello necesitaba que tuviera un celular que funcionara. Le pregunté si necesitaba algo más y me dijo que no. Le llevé una bolsa de comida de todos modos, porque la comida del hospital es horrible y él no tendría ganas de comer después de la quimio, pero se despertaría hambriento más tarde, y porque estoy entrenada para eso.

No podía entrar en el hospital sin dar negativo en la prueba de PCR, así que nos quedamos fuera de la entrada, entre los fumadores y los guardias de seguridad. Hacía frío, lo que desencadenó su neuropatía, un encantador efecto secundario. Me quedé allí con mi no-marido y le di el cargador del celular. Lo tomó y me dijo: “Eres la mejor”.

Le dije que comprobara que yo seguía siendo su contacto de emergencia. Le di un beso en la mejilla y luego brevemente en los labios, y nunca hablamos del beso.

Fui a un bar a cuatro manzanas de allí, pedí un whisky sour y me quedé mirando el teléfono, rogándole que no sonara. Acababa de reorganizar todo mi día para llevarle a mi exmarido un cargador de teléfono que ya le había recordado que no olvidara, un intercambio que duró cinco minutos, y ahora estaba aquí, enfadada y sola.

Pero si pierdes a alguien a quien quieres, como yo puede que pronto pierda a Kevin, te reprocharás por haberte perdido los cinco minutos que podrías haber pasado de pie frente a la entrada de un hospital, con un frío que hiela, entre los fumadores y los guardias de seguridad.

Así que, encuentra a las personas con las que quieres estar y quédate con ellas. Inventa una excusa ridícula para pasar una tarde en su compañía: ir a comprar cinta adhesiva, verlos hacer compras, lo que sea. Llama a la persona que más quieres, ahora mismo, y dile: “Tengo que comprar cartuchos de tinta para mi impresora. ¿Te gustaría acompañarme?”.

© 2023 The New York Times Company

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