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Comienza la extinción del editor imperial

Los cambios en la dirección de las revistas de moda más famosas del mundo se deben a la consolidación de los contenidos en las publicaciones de todo el mundo, lo que ha provocado la salida (voluntaria o forzada) de una parte de sus redactores más célebres. (Christina Zimpel/The New York Times)
Los cambios en la dirección de las revistas de moda más famosas del mundo se deben a la consolidación de los contenidos en las publicaciones de todo el mundo, lo que ha provocado la salida (voluntaria o forzada) de una parte de sus redactores más célebres. (Christina Zimpel/The New York Times)

El lunes, cuando el mundo de la moda se reúna en París para asistir a los primeros desfiles de alta costura en vivo desde el inicio de la pandemia y los editores más diversos ocupen todos ellos sus asientos socialmente distanciados, la primera fila —esa cadena de poder de personas a menudo reconocibles al instante que marcan las tendencias y los estilos del mundo— tendrá un aspecto muy diferente.

Eso no solo se debe a que muchos editores e influentes tienen que permanecer en sus países de origen debido a las restricciones de viaje, sino a que muchas de las caras más conocidas, mujeres y hombres que han dictado el estilo desde lo alto durante tantos años, ya no tienen los puestos que alguna vez ocuparon.

Emmanuelle Alt, editora de la edición francesa de Vogue durante una década, con su melena de estrella del rock que le tapa un ojo, sus pantalones de mezclilla ajustados, sus tacones de aguja y sus chamarras militares... Ya no está.

¿Angelica Cheung, editora de la edición china de Vogue durante 16 años, con su melena asimétrica? Tampoco.

¿Christiane Arp, editora de la edición alemana de Vogue durante diecisiete años, con su moño platino y su inclinación por Jil Sander? Se fue.

Los cambios en la dirección de las revistas de moda más famosas del mundo han sido provocados por la consolidación de los contenidos en las publicaciones de todo el mundo, lo que ha provocado la salida (voluntaria o forzada) de algunos de sus editores más célebres. Y aunque parecía un caso de la noche —o de la temporada— de los cuchillos largos dentro de Condé Nast, compañía propietaria de Vogue, en realidad era más bien el paroxismo final de una transformación que lleva mucho tiempo produciéndose y que ha llegado a todo el universo de las revistas.

El molde del editor imperial, establecido a principios del siglo XX cuando Edna Woolman Chase, de American Vogue, y Carmel Snow, de Harper’s Bazaar, reclamaron por primera vez sus feudos, se ha roto, probablemente de manera irremediable. Ha desaparecido junto con los autos tipo limusina y, quizás, el dodo. El último ejemplo aún en pie también es el más famoso de todos: Anna Wintour, ahora en su puesto como directora global de contenidos de Condé Nast, presidiendo irónicamente el deterioro del trabajo que ella misma define.

La nueva generación de editores (muchos elegidos por Wintour) es más joven y menos conocida, pero mucho más diversa, poseedora de un aura y un conjunto de prioridades muy diferentes.

Entre ellos se encuentran Edward Enninful, de la edición británica de Vogue, Radhika Jones, de Vanity Fair, y, en Hearst Magazines, Samira Nasr, de Harper’s Bazaar; los tres son los primeros editores no blancos de sus prestigiosas publicaciones. También está Margaret Zhang, una influente que se hizo cargo de la edición china de Vogue a principios de este año, convirtiéndose, a los 27 años, en la editora más joven de entre todas las ediciones de Vogue.

Además, hay un conjunto de editores jóvenes, hambrientos y nativos digitales, como Lindsay Peoples Wagner de The Cut y la recién designada Versha Sharma de Teen Vogue. Son voces que exigen inclusión y representación de maneras que la vieja guardia nunca lo hizo. Y representan un cambio de mando cultural que podría tener repercusiones mucho más allá de la moda.

El siglo de los editores

Desde el milenio, la moda es famosa por su política de puertas giratorias en lo que respecta a los diseñadores, a los que las empresas cambian prácticamente cada tres años, elevando la marca por encima del individuo. En cambio, los puestos de los editores parecían estar siempre consolidados.

De hecho, eran tan inalterables que en la mente del público las personas que ocupaban esos puestos empezaron a fundirse con sus cargos, hasta que su silueta era prácticamente un símbolo y su título de trabajo la abreviatura de cierto tipo de líder: exigente, con aspecto de diva, que decidía con impunidad si había que decir sí o no a los estilos y a las estrellas, y que en ocasiones emitía edictos que rayaban en lo absurdo.

“Las revistas fueron en su día vehículos de inspiración en los que se volcaba mucha experiencia, y los editores eran celebridades”, dice Joanna Coles, que editó Marie Claire, Cosmopolitan y por un tiempo fue directora de contenidos de Hearst antes de dejar la empresa en 2018. “Se convirtieron en la extensión humana de su publicación, árbitros del estilo en un momento en que era completamente antidemocrático, y jerárquico, por lo que tenían que vestirse de una manera que reflejara la marca”.

En lugar de coronas, llevaban peinados. “Básicamente teníamos nuestros propios feudos, así que podíamos ser emperatrices”, dijo Alexandra Shulman, la editora de la edición británica de Vogue de 1992 a 2017.

Fue tan grotesco que llegó a ser una de las tantas caricaturas de nuestro tiempo. Era como si, para ser la editora en jefe de una importante publicación de estilo, tuvieras que adoptar el personaje para tener éxito. De hecho, cuanto más locas y dramáticas fueran las payasadas, más conectado a los mitos del “creativo” podía parecer el editor.

Sin embargo, una combinación de crisis empresariales y cambios culturales ha cambiado todo eso. A lo sumo, las revistas siempre han sido reflejo y destilación del mundo que las rodea. Eso sigue siendo cierto, aunque lo que reflejen sea la fractura de su propio sistema.

Un modelo roto

En una época cada vez más dominada por Instagram, TikTok y los influentes, los editores ya no podían pretender ser los guardianes autorizados de los mundos de la alta costura y Hollywood, y, de cualquier manera, nadie quería esperar un mes para tener su dosis de cultura o moda.

En 2017, el movimiento #YoTambién había revelado la complicidad del mundo de la moda en el abuso de sus ciudadanos menos poderosos —sus modelos— y la nobleza obliga de los editores comenzó a parecerse más a la explotación y a la ceguera voluntaria.

Los consumidores, sobre todo los más jóvenes, eran más proclives a confiar en las opiniones de sus amigos que en las de alguna figura altiva en un despacho muy muy lejano.

Entonces llegó la pandemia. Mientras las tiendas cerraban y las compras se paralizaban, la publicidad de la moda se redujo hasta un 50 por ciento, pues las marcas de lujo, que en 2020 padecieron el peor año de su historia, recortaron sus presupuestos.

Y entonces la industria se vio obligada a enfrentarse a su propia historia de racismo, pues las manifestaciones a favor de la justicia social impulsadas por el asesinato de George Floyd se convirtieron en un movimiento mundial que provocó un ajuste de cuentas dentro de muchas de las editoriales más reconocidas, como Condé Nast y Hearst.

“La verdad es que la mayoría de los líderes muy creativos tienen un lado dictatorial que reúne a la gente, la inspira y la asusta un poco”, opinó Tina Brown, que pasó las décadas de 1980 y 1990 editando Tatler, Vanity Fair y The New Yorker.

No obstante, aunque antes esa cualidad se consideraba una ventaja, empezó a parecer un problema. Los asistentes eran más propensos a rebelarse si se les lanzaba un peine a la cabeza. Cuando Glenda Bailey, editora de Harper’s Bazaar durante casi diecinueve años, dejó su puesto en 2020, fue en parte porque su historial de comportamiento tempestuoso, que incluía menospreciar al personal, se había vuelto inaceptable para la gerencia.

Ya no se trata solo de “representar las ideas de un editor”, dijo Phillip Picardi, que fundó Them, la primera plataforma LGBTQ de Condé Nast, en 2017, antes de dejar la empresa un año después. Se trata de “representar a tu audiencia. Ya no se trata tanto de un culto a la personalidad”.

Ni siquiera se trata de una revista física. La principal responsabilidad de un editor ya no es la alquimia de un número mensual impreso, que cada vez más se vuelve tan vestigial como darse aires de emperador; ahora implica un malabarismo multiplataforma de sitios web mutantes, cuentas de redes sociales, podcasts y otros medios digitales.

Quizá no es de extrañar que ya no se espere que se cubran algunos de los puestos más importantes de Condé Nast, incluyendo el de editor en jefe de las ediciones francesa y alemana de Vogue. En abril, la empresa publicó una carta de los principales editores en la que se esbozaba “una visión colectiva” a favor de una amplia revisión de sus famosas operaciones globales, jerárquicas y proteccionistas.

“Solíamos trabajar en silos, atendiendo a nuestros títulos individuales y a menudo compitiendo entre nosotros, pero eso termina siendo autodestructivo”, señalaba la carta.

© 2021 The New York Times Company