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'Compraste las pinzas para pezones equivocadas'

'Compraste las pinzas para pezones equivocadas' (Brian Rea/The New York Times)
'Compraste las pinzas para pezones equivocadas' (Brian Rea/The New York Times)

NUESTRA RELACIÓN ERA IMPOSIBLE, Y ESO FUE LO QUE, DESDE LUEGO, LA HIZO POSIBLE.

Después de la tercera vez que Charles y yo nos vimos, le envié un correo electrónico que decía: “No eres chino. Eres 16 años mayor que yo. Tienes una hija fuera del matrimonio. Esas son tres razones por las que no podemos estar juntos”.

Amigos en común nos presentaron en una cena en Manila, donde yo vivía y él estaba de visita por trabajo. Llegó tarde, se sentó frente a mí en la mesa y se quedó quince minutos. Antes de marcharse (para llamar a su hija en Tokio), también creyó conseguir una cita conmigo la noche siguiente para ver el musical “Avenue Q”.

Yo no creía que fuera una cita. Pensé que él simplemente tenía una entrada de más que se iba a desperdiciar.

La noche siguiente, en el musical, nos reímos sin inhibición de las divertidísimas letras, a veces subidas de tono, a veces groseras. Miré el perfil de su rostro. No me importaría salir con alguien capaz de encontrar el humor en comentarios sinceros sobre el porno en internet, el racismo y la pobreza.

En el intermedio, mientras hablábamos de su trabajo en Japón como dirigente de un banco de alimentos, dijo: “No soy responsable de los problemas del mundo. No me propongo ayudar a la gente”.

Yo argumenté que todos contribuimos a los problemas del mundo y, por lo tanto, tenemos el deber de responder. ¿No es este sentido del deber, al menos en parte, lo que impulsa su trabajo?

Más tarde, diría que mi resistencia fue lo que más le atrajo de mí aquella noche. Eso y mi risa desenfrenada.

Después de que regresó a Japón, empezamos a escribirnos por correo electrónico. Él no ocultaba lo que sentía por mí, pero lo que yo sentía por él se veía empañado por los tres motivos de ruptura antes mencionados.

Como china de tercera generación en Filipinas, me educaron para creer que las únicas parejas aceptables para sus hijas eran “lan lang” (“uno de los nuestros”), es decir, otros chinos en el extranjero como nosotros, muchos de los cuales se refieren a los filipinos como “huan-a”.

En su acepción más inocua, “huan-a” significa “forastero”. En la peor, significa “alguien de raza inferior”. Casarse con un “huan-a” significa ser repudiado por tus propios padres y condenado al ostracismo por la comunidad “lan lang”.

Charles no es exactamente un “huan-a”. Es un “pe huweki”, un estadounidense blanco, que se considera un escalón por encima del “huan-a”, pero esa pequeña diferencia no tenía casi ningún peso debido a los otros dos motivos de ruptura. Una diferencia de edad aceptable es de tres o cinco años. Ocho años es exagerado, y dieciséis me parecía demasiado, incluso a mí. Tener una hija fuera del matrimonio añade más complicaciones. Mi madre católica considera que tener hijos fuera del matrimonio es prueba concreta de haber pecado.

Esos factores hicieron que nuestra tercera cita, en Manila, fuera incómoda y tensa, y que ambos arrastráramos la conversación hasta un final rápido y educado. Más tarde, por correo electrónico, me disculpé por el malestar, admitiendo mi ansiedad por sus crecientes sentimientos hacia mí y la desaprobación garantizada de mis padres. Le dije que quería que siguiéramos siendo amigos.

Mi sinceridad le pareció reconfortante.

La siguiente vez que visitó Manila, lo invité a que me acompañara a visitar a un anciano sacerdote jesuita. Esperaba que pusiera alguna excusa, pero acudió a la misa y a la cena. Al día siguiente, lo invité a asistir a un musical en la universidad donde yo trabajaba. La actuación fue terrible y, mientras la soportábamos en silencio, le envié un mensaje de disculpa. Me contestó que estaba encantado de sentarse a mi lado.

Una vez establecida la imposibilidad de una relación romántica entre nosotros, no sentí necesidad de fingir o impresionar. Ser yo misma y comunicarme con franqueza se convirtió en mi norma.

Con esta franqueza, nuestra amistad se hizo inevitablemente más profunda.

Por aquel entonces, un amigo sueco creía que había dejado embarazada a su novia filipina. No querían al bebé. Compartí este dilema con Charles, esperando que tuviera algunas palabras sabias para mi amigo.

¿Su respuesta?

“Dile que yo adoptaría al bebé sin pensarlo”.

“Lo dices en broma, ¿verdad?”, le pregunté.

Me contestó: “Mis padres hicieron cola en el aeropuerto Sea-Tac para dar un hogar a un niño vietnamita. Quizá temporalmente, tal vez de manera permanente. Ya tenían seis hijos y una hija de acogida, pero dijeron que sí a la necesidad”. Y luego repitió: “Yo adoptaría al bebé sin dudarlo”.

Me maravillé ante esa persona que poseía un corazón tan espontáneo. A pesar de las tres cosas que tenía en contra, me enamoré de él.

Mi corazón se desgarraba por la atracción de la piedad filial. Podía caminar y hablar animadamente junto a Charles, pero nunca tocarle la mano ni mostrarle afecto físico, temerosa de que alguien que conociera a mis padres pudiera verlo. Me imaginaba lo frustrante que esto debía ser para él.

Durante un almuerzo, me enseñó unas “tarjetas” que había hecho (en realidad eran el reverso de unos recibos). Escribió “abrazo”, “tomarse de la mano” y “beso” en ellas y luego me las daba en público, las introducía en mi libro o las dejaba caer en mi bolso cuando yo no miraba. Me enseñó que el amor, ante las situaciones más exasperantes, puede ser creativo.

Cinco meses después de conocernos, pidió permiso a mis padres en cuatro idiomas (inglés, japonés, chino y tagalo) para cortejarme. No les impresionó. Me lo esperaba, pero aun así me sentí mal por Charles.

“Soy el yerno que no sabían que querían”, me dijo.

Lo que siguió fue un periodo estresante en el que mi padre intentó convencer a Charles de que no siguiera adelante con nuestra relación.

Pero no se dejó disuadir. Ocho meses después, Charles me propuso matrimonio en el escenario de la comedia musical “The 25th Annual Putnam County Spelling Bee”, en el mismo teatro donde un año antes habíamos visto “Avenue Q”.

Mi madre amenazó con no invitar a ninguna de sus amigas a la boda, y mi padre hizo un último esfuerzo para disuadir a Charles.

La boda se celebró y, fiel a su palabra, mi madre no invitó a nadie. Mi padre invitó a amigos que charlaron a gritos en la recepción, ajenos al programa de la boda en curso, en el que los maestros de ceremonia debían gritar por encima del barullo.

Nos reímos mucho contándolo.

La vida matrimonial no ha sido fácil. Muchas veces he esperado que nuestro matrimonio se venga abajo, anticipando que mis padres me digan “te lo dijimos”. Pero gran parte de las tensiones de nuestro matrimonio son las mismas cosas por las que se pelean otras parejas y no tienen nada que ver con mi cultura china o la suya estadounidense, nuestra diferencia de edad o su hija (es maravillosa, y nuestros hijos adoran a su hermana mayor).

La mayoría de nuestros conflictos son versiones de la pelea entre Felton (James Franco) y su mujer Whippit (Mila Kunis) en la película “Noche loca ” cuando él dice: “¿Esto es porque no sé hacer nada bien? Compro el refresco equivocado, la cerveza equivocada, las pinzas para pezones equivocadas”. (“Compraste las pinzas para pezones equivocadas” se ha convertido en un atajo desenfadado para describir y reparar nuestras peleas).

Una amiga mía de Cleveland, de 80 años, me contó que cuando alguien describía su matrimonio con un japonés como un matrimonio diverso, ella decía: “Mi marido hace cosas que me molestan, y son las mismas cosas que también hacía mi padre y molestaban a mi madre. Para mí, cuando una mujer se casa con un hombre, es un matrimonio diverso”.

Cinco años después de casarnos, volviendo a contar a nuestros hijos la historia de cómo nos conocimos Charles y yo, mencioné la parte en la que él se marchaba quince minutos después de llegar para hacer una llamada telefónica a su media hermana mayor.

“La verdad”, dijo interrumpiéndome, “es que me fui para conocer a otra persona. En cuanto estuve con ella supe que había cometido un error. Quería volver a la cena y conocerte mejor”.

Me deleité con ese nuevo giro de la historia que creía conocer tan bien.

Cada vez que tomábamos un trozo de tarta o pastel con nuestra taza de café de las tardes, Charles apartaba la punta y, después de terminar el resto del trozo, pedía un deseo antes de consumir el pequeño trozo triangular.

Trece años después de casarnos, le pregunté por qué hacía eso.

No, no es una tradición estadounidense. No recuerda cuándo empezó a hacerlo. Sí, ha pedido deseos sobre mí. No, la punta no es realmente la mejor parte —la corteza sí—, pero la punta es el principio.

Quizá, algunos días, una pequeña parte de mí sigue esperando que mi matrimonio fracase como predijeron mis padres. Las cosas no pueden ir tan bien. Pero la mayoría de los días, y sobre todo las tardes en que tomamos tarta o pastel con el café, veo el matrimonio como un deseo atrevido, una serie de comienzos, lo mejor de los cuales —como la punta de una tarta que guardas para después— está aún por llegar.

© 2022 The New York Times Company