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La condición que debes aceptar para salir fortalecido de esta crisis

El fantasma de la vulnerabilidad se propaga a medida que el coronavirus avanza. [Foto: Getty Creative]
El fantasma de la vulnerabilidad se propaga a medida que el coronavirus avanza. [Foto: Getty Creative]

Vulnerable. Dícese de la persona que está más expuesta a sufrir daños. Una palabra que se ha vuelto omnipresente en tiempos de coronavirus y que ha abandonado definitivamente ese limbo lejano donde habitan los conceptos para convertirse en algo que podemos sentir y experimentar en carne propia.

Bien lo sabe Lauren Leander, una enfermera del Centro Médico de la Universidad de Arizona. A sus 27 años, se ofreció como voluntaria para trabajar en la unidad de apoyo de cuidados intensivos para atender a los pacientes con COVID-19. Creía que, al ser joven y saludable, no afrontaría grandes riesgos.

Su primera paciente, sin embargo, fue una mujer joven con dificultad respiratoria severa. Aquello le enfrentó cara a cara con su vulnerabilidad. “No había tenido miedo como enfermera hasta ese día”, reconoció.

A nadie le gusta mirar a los ojos a la vulnerabilidad. No nos sentimos cómodos reconociendo que somos vulnerables. Pero cerrar los ojos ante los riesgos y actuar como si fuéramos invulnerables podría ser aún peor.

La falacia de creer que somos invulnerables

“Aceptar nuestra vulnerabilidad, en vez de intentar ocultarla, es la mejor manera de adaptarse a la realidad” - David Viscott [Foto: Getty Creative]
“Aceptar nuestra vulnerabilidad, en vez de intentar ocultarla, es la mejor manera de adaptarse a la realidad” - David Viscott [Foto: Getty Creative]

23:40 de la noche del 14 de abril de 1912. El vigía Frederick Fleet avisaba de una sombra en el mar que parecía ser un iceberg. Hizo sonar la campana de alarma tres veces, pero de nada sirvió. El buque no pudo esquivar el obstáculo y murieron 1517 personas. Era el Titanic.

Su hundimiento provocó conmoción e ira a partes iguales en la sociedad. Su historia nos muestra lo que ocurre cuando creemos que somos invulnerables. A pesar de que el buque tenía capacidad para 74 botes salvavidas, la White Star Line solo lo equipó con 20 porque estaba “segura” de que era “insumergible”.

Aquella sensación de invulnerabilidad fue tal que ni siquiera se capacitó al personal a bordo para realizar una evacuación de emergencia. De las 1 178 plazas disponibles en los pocos botes que había, solo se ocuparon 711.

Aquel desastre se quedó grabado con fuego en el inconsciente colectivo porque nos demostró que los peligros “nunca están a mayor distancia que la de una capa superficial de separación”, como advirtiera Zygmunt Bauman.

En estos momentos, el iceberg al que nos enfrentamos es el coronavirus, pero en el futuro podría ser cualquier cosa. Y creer que somos invulnerables solo servirá para ampararnos detrás de una falsa seguridad que nos lleve a tomar malas decisiones. Aceptar nuestra vulnerabilidad, al contrario, es el primer paso para adaptarnos a la realidad, por dura que sea.

Mirar la vulnerabilidad con otros ojos

La vulnerabilidad no se rechaza, se abraza. [Foto: Getty Creative]
La vulnerabilidad no se rechaza, se abraza. [Foto: Getty Creative]

La vulnerabilidad se ha revestido de un halo negativo, entre otras cosas porque la asociamos con la debilidad. Inmersos en una cultura de la competitividad donde gana el más fuerte y se premia al independiente, las vulnerabilidades se esconden. Creemos que son algo a erradicar. Y cuanto antes mejor.

Por eso tememos ser vulnerables. Y por eso también le tememos a este coronavirus, que si algo nos ha demostrado de manera fehaciente y metódica es que, de alguna u otra manera, todos somos vulnerables. Que nadie está a salvo. Que no importa todo lo que hayamos logrado o construido, puede golpearnos de la peor manera. Y esa conciencia puede ser aterradora para muchos, hasta el punto de desencadenar auténticas crisis de ansiedad.

Sin embargo, todos somos vulnerables, no importa cuánto intentemos evitarlo. Nacemos vulnerables y seguimos siéndolo durante toda nuestra infancia. El problema es que luego abandonamos esa sensación de vulnerabilidad a medida que abrazamos la edad adulta y comenzamos a tener un mayor control sobre nuestra vida. Pero en realidad es una ilusión, un sueño del que despertamos cada vez que una tragedia nos golpea.

Porque de la vulnerabilidad, como dijera la escritora Madeleine L'Engle, no podemos escapar. “Cuando somos niños, solemos pensar que cuando crezcamos no seremos vulnerables. Pero crecer es aceptar la vulnerabilidad, es comprender que estar vivos es ser vulnerables”.

En realidad, “la vulnerabilidad no es buena ni mala. No es lo que llamamos una emoción oscura, ni es siempre una experiencia ligera y positiva. La vulnerabilidad es el núcleo de todas las emociones y sentimientos. Sentir es ser vulnerable. Creer que la vulnerabilidad es debilidad es creer que sentir es debilidad”, escribió Brené Brown, quien ha dedicado los últimos 15 años a investigar la vulnerabilidad.

Ese cambio en la manera de comprender la vulnerabilidad nos permitirá desarrollar una forma más natural de experimentar la vida que nos ayude a encajar mejor sus golpes bajos y sus inesperados giros de guion. De hecho, solo las personas que se perciben como vulnerables y son conscientes de los riesgos que enfrentan son capaces de poner en práctica cambios positivos en su vida que les permitan minimizar el peligro y cuidarse mejor.

La fuerza que nace de la vulnerabilidad

La vulnerabilidad que tanto tememos también es lo que nos une. [Foto: Getty Creative]
La vulnerabilidad que tanto tememos también es lo que nos une. [Foto: Getty Creative]

En 1966 un grupo de psicólogos de la Universidad de Minnesota hizo un experimento muy interesante. Reclutaron a varios estudiantes para que escucharan una grabación de un supuesto competidor del College Bowl que respondía a preguntas complicadas. Al final, los mejores competidores hicieron un resumen de sus logros académicos, pero algunos de ellos cometieron un pequeño error.

Tras escuchar las grabaciones, los estudiantes debían decir qué competidores les parecían más agradables y con quiénes pensaban que podrían conectar mejor. Casi todos coincidieron: aquellos que habían cometido el error.

A ese fenómeno se le conoce como “efecto Pratfall” e indica nuestra tendencia a empatizar con las personas que muestran su lado más humano y dejan entrever cierta vulnerabilidad.

Cinco décadas más tarde, psicólogos de la Universidad de Mannheim siguieron esa estela y descubrieron que solemos ver de manera mucho más negativa nuestra vulnerabilidad que quienes nos rodean.

Aunque mostrar nuestra vulnerabilidad puede parecernos una debilidad, desde nuestro punto de vista, otros pueden ver esos actos como una muestra de coraje […] Por tanto, podría ser beneficioso intentar superar nuestros miedos y elegir la belleza que existe en el desconcierto que entrañan las situaciones vulnerables”, escribieron.

Y es que la vulnerabilidad actúa como un poderoso “pegamento social”. Puede fomentar la confianza, facilitar el perdón y conseguirnos la ayuda que necesitamos en los momentos más difíciles.

De la vulnerabilidad también nace el amor, la empatía y la responsabilidad. Ser vulnerables y reconocerlo nos acerca como personas. Nos permite sentir compasión. La compasión que nace de compartir los mismos miedos. Esa que nos une desde los balcones, sin importar nuestras diferencias. Y la que nos impulsa a ayudar.

La vulnerabilidad también nos permite conectarnos con las cosas más profundas y aterradoras que están sucediendo. Para reconocer que a veces no tenemos el control. Que no somos omnipotentes. Que a veces solo podemos esperar. Confiar.

Esa conciencia también nos permite sentir compasión hacia nosotros mismos. No exigirnos demasiado. Darnos permiso para descansar y recuperar fuerzas. Comprender que necesitamos cuidarnos.

La vulnerabilidad, por tanto, no es necesariamente sinónimo de debilidad. Cuando lo entendemos, reconocer que somos vulnerables no es tan aterrador o terrible como parece. De hecho, se convierte en el primer paso para desarrollar una fortaleza diferente, esa que emana de la fragilidad de la vida. Y esa es una de las grandes lecciones que podemos aprender de esta crisis.

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