La fuerza de la irracionalidad, cuando el deseo de contacto humano vence al miedo

Personas celebrando, sin mascarillas, en un bar de París, el 2 de junio de 2020. [Foto: Getty Images]
Personas celebrando, sin mascarillas, en un bar de París, el 2 de junio de 2020. [Foto: Getty Images]

Un pequeño pueblo toscano: Montelupo.

Una gran tragedia humana: la peste.

Una historia en dos actos: primero el miedo y luego la irracionalidad.

El historiador Carlo M. Cipolla cuenta que la imperiosa necesidad de normalidad y contacto humano a menudo le ganaba la partida al miedo al contagio y a la muerte entre los habitantes de la ciudad confinada. No faltaron las fiestas, procesiones y encuentros sociales. A pesar de que ese contacto tan estrecho iba en contra toda lógica y representaba un peligro.

Ahora, como en aquella historia del siglo XVII, vemos aglomeraciones en las plazas, bares y playas. Personas que se agolpan sin respetar la distancia de seguridad, sin llevar mascarilla, sin remordimientos, olvidando por completo la precaución de las últimas semanas de confinamiento.

Sus comportamientos no parecen muy sensatos. Ni racionales. Pero en realidad muchas de nuestras decisiones, sobre todo las más importantes y delicadas, dependen en gran medida de nuestro cerebro emocional, por lo que no son muy sensatas ni racionales. Aunque nos cueste reconocerlo.

El apagón racional

Cuando en nuestro cerebro se desata una batalla entre las decisiones racionales y lógicas y aquellas más emocionales e instintivas, es probable que ganen estas últimas. [Foto: Getty Creative]
Cuando en nuestro cerebro se desata una batalla entre las decisiones racionales y lógicas y aquellas más emocionales e instintivas, es probable que ganen estas últimas. [Foto: Getty Creative]

Nuestras decisiones no son tan racionales, no siguen criterios muy precisos ni persiguen objetivos tan claros como nos gusta creer. En realidad, tienen un fuerte componente emocional, sobre todo cuando nos enfrentamos a situaciones complejas o inciertas en las que es prácticamente imposible tener en cuenta todas las variables porque tardaríamos demasiado en tomar una decisión.

El neurocientífico Antonio Damasio explica que nuestras decisiones dependen en gran medida de nuestras primeras reacciones emocionales y de los cambios fisiológicos sutiles que estas generan. Cuando debemos tomar una decisión, la zona límbica del cerebro, que se encarga fundamentalmente del procesamiento emocional, analiza rápidamente las opciones.

En base a nuestras experiencias pasadas y proyectándonos rápidamente al futuro, nuestro cerebro emocional genera una reacción de rechazo o aceptación para cada una de las opciones. Entonces envía una serie de señales que se traducen en cambios fisiológicos repentinos e inmediatos que anticipan hacia dónde inclinaremos la balanza.

Ese tipo de procesamiento es muy básico, pero nos permite decidir rápidamente y nos ayuda a simplificar decisiones complejas que implicarían un largo y tedioso proceso de evaluación de los pros y los contras. Se trata, por ende, de un primer filtro.

Luego entraría en acción la zona prefrontal, que se encargaría de realizar un análisis más pormenorizado y lógico de la situación teniendo en cuenta las consecuencias de las posibles decisiones. De hecho, neurocientíficos del University College de Londres concluyeron que “el comportamiento racional proviene de una capacidad para anular las respuestas emocionales automáticas, en lugar de una ausencia de emoción per se”.

Sin embargo, hay trampa: cuando el rechazo o la atracción hacia determinadas opciones es muy grande, dejamos de evaluar de manera racional el problema y confiamos en nuestro cerebro emocional. El problema es que, sin ese segundo filtro, sin ese elemento de corrección, podemos correr el riesgo de tomar la decisión errónea y precipitada. Al parecer, ese segundo filtro es el que está fallando a todas esas personas que no toman las medidas de precaución necesarias para protegerse y proteger a quienes les rodean.

Cuando el presentismo noquea la sensatez

Las decisiones precipitadas e instintivas carecen de un análisis a largo plazo de las consecuencias. Nos dejamos llevar por el pánico o la euforia que sentimos en el momento, sin mirar más allá. Así podemos terminar tomando decisiones dañinas para nosotros mismos y para los demás.

Un experimento llevado a cabo en la Universidad de Princeton comprobó hasta qué punto las emociones nos pueden cegar. Los investigadores pedían a dos personas que dividieran una suma de dinero, aunque una de ellas era la encargada de repartirlo. La clave radicaba en que, si la otra persona rechazaba la oferta, ninguna de las dos se llevaría el dinero a casa.

Cuando la persona repartía el dinero a la mitad, la otra aceptaba la oferta. Sin embargo, cuando a alguien le ofrecían solo un 30% solía rechazar la oferta, de manera que ninguno de los dos ganaba nada. La codicia del otro era percibida como una ofensa. La sensación de haber sido insultados con una oferta demasiado baja activaba la ínsula anterior, una zona que se ha asociado con la experiencia de emociones básicas como el odio, el miedo, la tristeza y el disgusto. Así, con el objetivo de castigar al otro, la persona se castigaba a sí misma renunciando al dinero que le iban a regalar.

Investigadores del Instituto Max Planck comprobaron que los niños de 9 y 10 años pueden responder de manera similar, por lo que llegaron a la conclusión de que nuestras “habilidades sociales y motivaciones no conducen necesariamente a procesos decisionales más prosociales, racionales y cooperativos”.

Estos experimentos nos demuestran que podemos tomar decisiones irracionales motivadas por emociones intensas que actúan como potentes agentes dinamizadores de nuestro comportamiento. Esas emociones pueden provocar un auténtico “secuestro emocional” que nos impide pensar con claridad. Toman el mando y nos condenan a una visión sesgada y presentista.

De hecho, cuando en nuestro cerebro se desata una batalla entre las decisiones racionales y lógicas y aquellas más emocionales e instintivas, es probable que ganen estas últimas. Tras semanas de confinamiento en las que nos hemos privado del ocio al aire libre y del contacto cercano, cuando finalmente comienzan a suavizarse las restricciones muchas personas experimentan “un deseo que brama sin frenos”, como lo describiera Albert Camus en su novela “La peste”.

La perspectiva de retomar la normalidad y el contacto humano genera una reacción emocional tan fuerte que nos impide pensar de forma lógica y evaluar racionalmente los riesgos. El deseo de retomar la normalidad nos devuelve la sensación de control sobre nuestras vidas mientras que la socialización calma la profunda angustia generada por la separatividad.

Como resultado, no es extraño que muchas personas desarrollen una postura egocéntrica y caigan en las redes del presentismo, lo cual las lleva a tomar decisiones precipitadas sin pensar en las consecuencias futuras. Lo hicimos hace siglos y lo seguimos haciendo en todos los países. Porque somos humanos y, en el fondo, es más lo que nos une que lo que nos diferencia.

Eso no significa, sin embargo, que estemos condenados a convertirnos en rehenes de nuestro cerebro emocional. Ser conscientes de su mecanismo de acción nos permitirá desactivarlo. Solo tenemos que tomarnos unos minutos para pensar antes de actuar. Preguntarnos si realmente vale la pena correr el riesgo de enfermar o contagiar a quienes queremos solo por pasar unas horas de diversión, porque nos molesta usar una mascarilla o porque ni siquiera nos molestamos en mantener la distancia de seguridad. Ahora es el turno de la razón y la sensatez.

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