Lamentable: embarazadas, agotadas y sin recursos las envían de vuelta en la frontera

Migrantes y solicitantes de asilo de Centroamérica y México se acercan a recoger la ropa que una familia distribuía cerca del puente internacional de Matamoros, México, cerca del puente internacional que lleva a Brownsville, Texas, el 19 de septiembre de 2019. (Lynsey Addario/The New York Times)
Migrantes y solicitantes de asilo de Centroamérica y México se acercan a recoger la ropa que una familia distribuía cerca del puente internacional de Matamoros, México, cerca del puente internacional que lleva a Brownsville, Texas, el 19 de septiembre de 2019. (Lynsey Addario/The New York Times)

MATAMOROS, México — Griselda tenía 38 semanas de embarazo cuando, a altas horas de una noche del año pasado, cruzó a Estados Unidos por el río Bravo. Comenzó a tener contracciones en las instalaciones de la Patrulla Fronteriza en McAllen, Texas, y fue llevada al hospital donde el personal médico la inyectó para mitigar el dolor y evitar que comenzara un trabajo de parto prematuro.

Dos días después, estaba de regreso en México en un autobús atestado que la trasladaba a un campamento con cientos de otros migrantes que esperaban permiso para ingresar a Estados Unidos. Cuando finalmente dio a luz diez días después, se quedó ahí con su pequeña hija hasta que consiguieron un lugar en un albergue local.

Los recientes controles de gran envergadura en materia de inmigración, puestos en marcha durante el gobierno de Donald Trump, les ha dificultado a todo tipo de inmigrantes cruzar la frontera sur, pero han sido especialmente duros para las embarazadas, quienes casi siempre llegan a la frontera después de fatigosas jornadas y en condiciones de agotamiento.

Griselda, a la izquierda, de San Miguel, El Salvador, y sus hijas, Sofía, de 3 años, y Ashley, recién nacida, comparten un cuarto con otra madre y un recién nacido en un albergue en Matamoros, México, el 18 de septiembre de 2019. (Lynsey Addario/The New York Times)
Griselda, a la izquierda, de San Miguel, El Salvador, y sus hijas, Sofía, de 3 años, y Ashley, recién nacida, comparten un cuarto con otra madre y un recién nacido en un albergue en Matamoros, México, el 18 de septiembre de 2019. (Lynsey Addario/The New York Times)

Anteriormente, a muchas de esas mujeres se les permitía solicitar asilo y dar a luz de forma segura en Estados Unidos mientras se analizaban sus casos. Pero ahora, a la mayoría, al igual que a Griselda, de inmediato se les regresa a México a correr riesgos en albergues abarrotados y campamentos inmundos. A algunas las dejan arrestadas durante meses en centros de detención de Estados Unidos.

El año pasado, en una solicitud a los tribunales federales, la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por su sigla en inglés) señaló que había entrevistado a dieciocho mujeres migrantes que habían sido arrestadas por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por su sigla en inglés) y devueltas a México. Todas tenían una grave preocupación por cómo dar a luz de manera segura y mantener sanos a sus bebés.

Según la solicitud de la ACLU para los tribunales, una mujer afirmó que un agente de la CBP le había dicho que “Trump no quería que hubiera más embarazadas aquí”.

Cuando comenzaron a aparecer los informes de lo que estaba ocurriendo con las mujeres en la frontera, fui para allá con el fin de documentarlo. En mi labor como fotoperiodista, había pasado una década investigando sobre salud materna en todo el mundo. Era evidente que justo en la puerta de Estados Unidos se estaba desarrollando una posible crisis de salud, del tipo de las que he visto en países mucho menos desarrollados.

También vino Caitlin Dickerson, una escritora de The New York Times en temas de inmigración nacional. Conocimos a Griselda en un albergue de Matamoros, en el estado mexicano de Tamaulipas, durante uno de los muchos viajes que hicimos a esta región en el transcurso del siguiente año.

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El resultado de nuestro trabajo fue un reportaje sobre las penurias de las mujeres que viven de manera ilegal en Estados Unidos y que prescinden de cuidados prenatales y dan a luz en casa por temor a ser deportadas. Pero nuestro reportaje reveló una gama mucho más amplia de problemas a los que se enfrentan las embarazadas en la frontera. La mayoría de las mujeres pidieron que no se mencionara su apellido para evitar poner en riesgo sus oportunidades de obtener la residencia legal en Estados Unidos. Sin embargo, sus rostros lo decían todo.

Xiomara Quintanilla, de 26 años, tenía siete meses de embarazo cuando llegó a la frontera cerca de McAllen, Texas, con sus dos hijos pequeños: Brianna, de 3 años, y Dylan, de 1 año. La familia había huido de El Salvador, cruzado el río Bravo y solicitado asilo. Había gastado 9000 dólares en el viaje de quince días para pagar a los traficantes de personas a lo largo de todo el trayecto.

En ese momento, las autoridades de inmigración casi siempre separaban a las familias en la frontera, pero Quintanilla decidió asumir el riesgo de viajar cuando su embarazo ya estaba muy avanzado y de la posibilidad de que la separaran de sus hijos. “Vine por miedo a la inseguridad y a las pandillas que hay en El Salvador”, comentó. “Allá no hay empleo. Tengo que pensar en el futuro de mis hijos”.

En el campamento de Matamoros, donde se alojó Griselda al principio, Gabriela María Hernández Méndez, de 25 años, estaba esperando, junto con sus dos hijos, su permiso para ingresar a Estados Unidos como solicitante de asilo. Tenía seis meses de embarazo de su tercer hijo.

Gabriela había viajado desde Choluteca, Honduras, y estaba pasando el embarazo en unas condiciones de purgatorio. Una comadrona le había practicado un examen prenatal en el edificio de aduanas de Matamoros, pero no tenía idea lo que sucedería con su familia cada vez más grande.

“Me preocupan mis hijos”, afirmó. “¿Qué tal si se enferman? ¿Dónde dormiremos? ¿Dónde comeremos?”.

Entre los cientos de mujeres solicitantes de asilo que esperaban en el campamento de Matamoros para presentar sus solicitudes en Estados Unidos, más de una docena estaban esperando un hijo, como Gabriela. Muchas habían estado viviendo ahí durante meses, con pocas posibilidades de regresar a casa, ya fuera porque se habían quedado sin dinero o porque era mucho más peligroso el lugar de donde venían.

Las condiciones en el campamento eran lamentables, en ocasiones se congelaban por la noche y se sofocaban de calor durante el día. En el verano hubo un brote de coronavirus.

Algunas de las embarazadas, como Griselda, habían logrado encontrar lugar en un albergue, con camas calientes y protección de la intemperie.

Sin embargo, algunas de las mujeres se han cansado de esperar y han intentado cruzar el río. Unas cuantas tienen la suerte de ser recogidas por los agentes de la Patrulla Fronteriza y luego ser liberadas en un refugio para migrantes en Estados Unidos.

Pero para muchas otras, la resolución es breve y cruda: un viaje de regreso a México en autobús.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company