Las estrellas y las marcas: una relación que pasó de la vergüenza al estatus

Ryan Reynolds, Catherine Zeta Jones y George Clooney, tres figuras que no temen vender productos
Ryan Reynolds, Catherine Zeta Jones y George Clooney, tres figuras que no temen vender productos

Cuando supe que Catherine Zeta-Jones aparecería en un sitio llamado TalkShopLive para lanzar una nueva línea de productos bajo su marca Casa Zeta-Jones, no compré la idea. Me encantaba ver a Zeta-Jones derrochando carisma en películas como Chicago, Alta fidelidad y La pareja del año, pero en los últimos tiempos su nombre y su rostro aparecían mayormente en burdos ciberanzuelos de esos que aparecen al final de los artículos —por lo general, debajo de escabrosos titulares tipo “¿Qué le pasó a Catherine Zeta-Jones?”— y no estaba segura de querer saber la respuesta.

De todos modos, esta vez fui sin pensarlo demasiado a Instagram, donde la actriz había posteado un video para anticipar y promocionar su participación en TalkShopLive. Zeta-Jones se materializó en una cocina que parecía no tener fin, llena de voluptuosa cristalería e iluminada como una experiencia cercana a la muerte. “Bueno, hola a todos”, ronroneó la actriz.

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Zeta-Jones presentó lo banales detalles de su publirreportaje como si estuviera abriéndole lánguidamente la puerta al espectador a un exclusivo evento de la alta sociedad. “El lunes 22 de marzo a las 6 en punto de la tarde, estaré lanzando mi propia línea de café Casa Zeta-Jones. Así que conéctense para tomarse un café con Catherine. Charla, café y más charla. Un par de tazas, por lo menos”. Y esa última frase, sobre las tazas, la dijo con un encanto tan despreocupado que cuando terminó —”No veo la hora de encontrarnos, ¡chin chin!”—, hasta me sentí feliz por ella.

El recorrido de mis emociones por Casa Zeta-Jones —de la negación a la depresión, y finalmente a la aceptación— parece relacionado con un cambio más amplio en la percepción que tiene la opinión pública de los famosos que venden cosas. Siempre hubo un estatus de jerarquía entre las marcas de las celebridades, pero hasta hace poco, las celebridades que se ponían la camiseta de un suplemento vitamínico o una tarjeta de débito prepaga eran vistas con desconfianza, sus consejos eran tomados como un intento desvergonzado de embolsar dinero —George Clooney con Nespresso—, o como un penoso último recurso —como la Joan Rivers Classics Collection para la cadena de televentas QVC. Las estrellas ganaban plata, pero a riesgo de manchar su credibilidad de artistas serios.

Pero ahora todo eso se revirtió: cuando más ganancia genera un famoso, más se lo respeta, por más que venda chucherías o insignificancias. Eso no compromete para nada la mística que lo rodea. Por eso es que durante la última década y media, la interpretación cultural predominante sobre las Kardashian viró de ningunearlas como “señuelo” idiota a considerarlas como genias poseedoras de un secreto.

En la década de 1990, cuando Joan Rivers empezó a promocionar los productos que llevaban su marca en la cadena de televentas QVC, la transición de celebridad del espectáculo a vendedora era como un duelo. Como dijo Rivers en 2004, “solo una celebridad que está muerta” se dignaría a sentarse en los decorados color pastel de la QVC para hablar de un collarcito enchapado. “Mi carrera estaba terminaba”, dijo Rivers y sumó: “Y había que pagar la cuentas”.

QVC sigue existiendo y creo que a Rivers le causaría gracia saber que la cadena honra su “legado” vendiendo su línea de productos, aún más allá de la tumba. (A todo esto, también ofrecen una urna iluminada de Casa Zeta-Jones.) Pero llegó internet y llevó esa intimidad celebridad-consumidor a niveles insospechados. Porque a todos los efectos prácticos, Instagram se ha convertido en el TV Compras de los millennials. Basta con hacer clic en una foto de Instagram para que encima se despliegue un ramillete de marcas, versión redes sociales de los zócalos informativos que aparecían en la pantalla de QVC. La diferencia es que ahora, para comprar algo no hace falta “llamar YA” a ningún lado, porque uno ya está en el teléfono. El escenario de esa nueva red de compras a distancia es el hogar de la celebridad misma y no hay ningún estigma al respecto.

El aval de los famosos es un vínculo a tres bandas entre la celebridad, el producto y uno, y fue internet el que terminó de acercar definitivamente a esos tres involucrados. Todos nos relacionamos a través de las mismas plataformas y colgamos nuestras fotos en las mismas líneas de tiempo. Los influencers de las redes sociales han achicado la diferencia entre la fama que se adjudican las celebridades y su capacidad de monetizar esa fama a través de las ventas: la mala fama de los influencers viene justamente de eso, de su facilidad para colocar productos. Y cuando las start-ups más descollantes empezaron a hacer famosos a sus CEO, las estrellas más tradicionales, desde Ryan Reynolds hasta Rihanna, se reconvirtieron en emprendedores. Actualmente, la capacidad de “mover” no pasa por firmar contrato como celebridad-publicitaria para que una empresa use a su gusto, sino en convertirse en su propio jefe corporativo y concentrar todos los puestos, de cofundador, copropietario y director creativo.

Más allá de la participación real de las celebridades en la creación de dichos productos, esos objetos parecen más íntimamente conectados con el personaje. No solo han pasado por las cuidadas manos de los famosos: estos son salidos directamente de sus cráneos.

Todo eso inauguró una edad de oro de las marcas propias de las celebridades. Actualmente, podemos usar una faja moldeadora de Kim Kardashian debajo de un camisón de Nicole Richie sobre un acolchado de Rita Ora con almohada de Ellen DeGeneres. Y podemos cuidar a nuestro bebé con papilla orgánica de Jennifer Garner, toallitas de algodón orgánico de Jessica Alba, y pañales orgánicos con divertidos estampados diseñados por Kristen Bell y Dan Shepard. También podés armarte unos tragos con champagne Drake, tequila Chainsmokers y rosé Post Malone, todo batido en una coctelera cortesía de Jax Taylor y Lance Bass, y a continuación, según dónde vivas, podés armarte un cigarrillo con cannabis Snoop Dog en papel seda Wiz Khalifa y tirar la ceniza en una receptáculo ad hoc diseñado amorosamente por Seth Rogen. Y eso sin empezar a contar a ese tipo de personalidades de las redes, como Addison Rae, que parecen ser capaces de saltar sin el menor esfuerzo de realizar una rutina de danza de 15 segundos por TikTok a maquillarse con precisión milimétrica.

La nueva línea de cafés de Zeta-Jones me hizo acordar a la saga de avisos de su excoprotagonista, George Clooney, a principios de la década de 2000. Clooney apareció en comerciales de Nespresso, la máquina a base de cápsulas de café de Nestlé que, como muchas campañas que las celebridades percibían como potencialmente vergonzantes, se transmitió exclusivamente fuera de los Estados Unidos. Gracias a las virtudes de la web, los espectadores estadounidenses vieron los anuncios y Clooney quedó expuesto como un cazador furtivo: pasó a ser la estrella de cine que se creía demasiado bueno para esa máquina de café con delirios de grandeza de una corporación como Nestlé. En eventos de prensa, Clooney fue acusado de vendido e hipócrita, y tuvo que defenderse asegurando que su caché por los avisos de Nespresso financiaba un satélite utilizado para vigilar a un criminal de guerra sudanés.

Clooney creyó que podía limpiar su imagen gastando el dinero de su publicidad con fines nobles, pero el verdadero atentado a su reputación provenía de la forma en que había generado ese dinero. Cuando Clooney se unió a su amigo Rande Gerber para desarrollar la marca de tequila Casamigos, y luego la vendió por más de mil millones de dólares, de repente se animó a conversar del tema, en las entrevistas pronunció jocosamente la palabra “Jalisco” y se jactó de la cantidad de tragos que había tomado con su amigo hasta lograr el vertido perfecto. Nadie salió a criticarlo. (En 2015, Clooney también “salió del armario” de Nespresso y firmó para representar la marca también en Norteamérica.)

Debajo de estos acuerdos de alto voltaje, perdura una cierta chapucería. TalkShopLive, la plataforma de comercio electrónico elegida por Zeta-Jones, es el tipo de sitio web que presenta la foto de una persona de dientes sospechosamente blancos etiquetada como “Ken Lindner” y simplemente dará por sentado que a) sabemos quién es y b) es posible que nos sintamos movidos a comprarle algo. Sin embargo, desde su inicio en 2018, allí conviven pacíficamente celebridades legítimas con productos para colocar —como los autores de memorias Matthew McConaughey y Dolly Parton—, con autoproclamados influencers como Nurse Georgie y Gentlemen of Crypto. Atreverse a sugerir que hay un cálculo hipócrita detrás de este tipo de tácticas es considerado un análisis demasiado elemental, incluso ofensivo. “Hacer realidad mis sueños no es venderse”, dijo Chrissy Teigen en Twitter el año pasado, cuando su honor fue puesto en duda por Cravings, su gama de libros y utensilios de cocina, sincronizada con una cuenta de Instagram de la marca, donde la gente posteaba sobre degustaciones de quesos y había un meme de Hulk Hogan luchando con un pan de masa madre. Todo internet salió en defensa de Teigen.

Ese modo de actuación consumista de las celebridades se volvió más aceptable a medida que fue quedando claro que el trabajo de Hollywood no siempre es tan envidiable, especialmente para las mujeres. Lo que actualmente suena falso, sobre todo, es enmarcar el negocio del cine como una vocación artística. Parte del atractivo de una figura como Teigen es su mirada desacomplejada sobre su trabajo. Ella no está sacando provecho del exceso de valor que le agrega su noble arte a un producto: ella solo está tratando de vender cosas.

De todos modos, hay exageraciones. Este mes, Teigen lanzó una línea de productos de limpieza para el hogar con Kris Jenner, la matriarca de las Kardashian, y la reacción a los videos de su vergonzoso lanzamiento fue tan abrupta que Teigen dinamitó su cuenta de Twitter calificando de “malos” a sus usuarios. Quizás el estilo satírico del video fue un error: al burlarse de las marcas de celebridades en su conjunto terminó siendo inusualmente poco sincera.

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Inesperadamente, cuando Zeta-Jones apareció en el escenario virtual de TalkShopLive, me encantó su aparente naturalidad para moverse en este nuevo formato. Habría sido imposible transmitir más entusiasmo. Zeta-Jones pronunció un monólogo de una hora de tipo parasocial desde la vastedad de su cocina, contando anécdotas vagamente relacionadas con el café. Los fanáticos ingresaron en masa al chat del costado de la pantalla: “Hola, encantadora Catherine”, “Hola, hermosa”, “Hola desde Viena”. TalkShopLive enfatiza la fluidez de su tecnología de ventas, y cuando se hace clic en el gran botón rojo de “COMPRAR”, la transmisión en vivo de Zeta-Jones me acompañó hasta el pasillo de compras virtual, así que ni necesité interrumpir el contacto visual con ella mientras ingresaba los datos de mi tarjeta de crédito.

Poco tiempo después, una bolsa de Ultimate Zeta Blend llegó a mi puerta. El atractivo envoltorio satinado describía los granos de café como “con cuerpo” con un “acabado suave, cítrico”. Preparé el café en mi cafetera. Me llevé a los labios la taza con la marca Casa Zeta Jones. El sabor, al menos, era “cítrico”. Cuando la cafeína arribó a mi torrente sanguíneo, supe que Zeta-Jones había transferido exitosamente su aura directo a mi cerebro.

No podría asegurar que debido a que la propia Zeta-Jones olió estos granos en algún punto de la línea de producción, ese café contenía algo apreciable de la mismísima Zeta-Jonesy, pero sí supe que había cumplido con mi parte del trato: mi dinero había llegado a su bolsillo. En algún punto del camino, la promesa contenida en el aval de los famosos se había invertido. No compré el producto porque lo apoyaba una celebridad: compré el producto para apoyar a una celebridad. Tenía tantas ganas de que me gustara el café de Catherine, y cuando no me gustó, se me fue el alma el piso y sentí una decepción enorme, pero no de ella, sino de mí misma. Sentí, de alguna manera, que la había defraudado.

Traducción de Jaime Arrambide.