Eyaculación retardada: una técnica para “durar más”… a costa de nuestro placer

Tuve sexo por primera vez a los 16 años. En aquel entonces, muchas de las personas a mí alrededor también comenzaban sus primeras exploraciones del cuerpo propio y los ajenos, en ese festín de nuevas sensaciones y experiencias que, para algunas personas, es la adolescencia.

Cuando tu grupo de amistades comienza a coger, el sexo aparece no sólo como un nuevo tema de conversación sino como una nueva forma de evaluar el mundo: ¿Quién es virgen y quién no? ¿Quién tiene un fetiche raro? ¿Quién llora después de venirse? ¿Quién tiene sexo en los carros, en las fiestas, en las escuelas, en los parques, en los viajes, en los moteles, en las camas de sus padres?

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Claro, la mayoría de estas formas de evaluación tienen una profunda raíz machista porque, parafraseando a Contrapoints, la realidad a veces es machista. No era lo correcto, pero era lo que había y bajo esas varas nos estábamos midiendo todo el tiempo.

De todas las expresiones con las que escuché que calificaban a los amantes masculinos en ese entonces, hubo una que aparecía mucho: se vino bien rápido.

Las amigas de mi novia que también comenzaban a tener sexo se burlaban frecuentemente de los hombres con los que se encontraban y que tenían problemas para mantener una erección o controlar su eyaculación.

Ahora pienso: bueno, si te andas burlando de él y metiéndole esa presión tiene mucho sentido que no se le haya parado o que se haya venido rápido.

Ahora sé: no hay motivo de burla en esas dos experiencias, porque la erección y la eyaculación son procesos fisiológicos complejos que nada tienen que ver con la supuesta “masculinidad” de una persona.

Ahora garantizo: todxs estábamos aprendiendo, todxs teníamos ansiedad, todxs estábamos intentando demostrar algo, aferrándonos a las precarias nociones de lo que es la sexualidad con las que habíamos crecido.

Pero en ese momento pensé: por ningún motivo quiero ser como ellos. A los 16 años yo ya de por sí era un adolescente un tanto raro, tímido, flacucho, medio nerd. Además de todo esto, no estaba dispuesto a también ser parte de la botana del grupo de amigas de mi novia. No le iba a hacer eso a ella y no me iba a hacer eso a mí.

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Así que hice lo posible por nunca venirme rápido. No sólo eso: hice lo posible por nunca venirme. “Eyaculación retardada”, se le conoce. Fue como si apagara un switch dentro de mí, como si mágicamente hubiera bloqueado mis conductos deferentes para evitar a toda costa que el semen saliera de mi cuerpo. Súmenle un miedo brutal a un embarazo no deseado y, bum, mágicamente está la receta para la anorgasmia.

Quizás hayan habido algunas excepciones a esto que no recuerde, pero si no me falla la memoria, empecé a tener sexo a los 16 años y mi primer orgasmo lo tuve hasta los 21 —cogiendo, claro, masturbándome ha sido otra cosa—. Pero frente a otra persona, durante cinco años no me permití terminar. Un lustro sin orgasmos no es mucho comparado con las historias de vida de otras personas, sobre todo mujeres, pero sin duda son los suficientes para dejar una marca, un estilo, una forma de coger y de entender el sexo y mi identidad.

No venirme era una forma de reafirmar mi masculinidad. Mira, aguanto más que tu exnovio mamado. Puedo coger más horas que tu crush el mirrey. Te voy a dar más orgasmos que el vato con el que tengo miedo que me engañes. ¡Y además no me voy a venir rápido, es más, ni siquiera lo haré para que tú no tengas que preocuparte por eso, no quiero incomodarte y que me dejes!

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Desde muy temprano tuve conciencia de que el orgasmo de mis parejas era algo que importaba y que no muchas tenían y eso es algo que agradezco. Sin embargo, en algún punto esa conciencia sirvió como justificación para otro proceso: la minimización de mi deseo.

Mi orgasmo pasó ya no a un segundo plano, sino a una dimensión inexistente: mi placer, en general, no importaba. No sólo no importaba, sino que la posibilidad de pedirlo era una amenaza al vínculo: mejor incómodo que solo. Mi satisfacción venía de tener sexo, ser elegido y demostrarme capaz de meterla por horas sin queja y provocar tantos orgasmos pudiera de esta manera (algo que ya sabemos que no iba a suceder).

Un día, no recuerdo exactamente cuando, pero un día y en alguna conversación, escuché un nuevo tipo de burla: ¿qué pedo con los hombres que tienen sexo por horas y no terminan? Una ya quiere irse a dormir, ya le duele el cuerpo, ya se aburrió y tiene que acabar fingiendo que ya se vino tres veces para que el vato deje de coger. Qué hueva.

Qué hueva. ¿Q-qué hueva yo? Al parecer. ¿Pero qué no llevaba AÑOS esforzándome justo por lo contrario? ¿Qué no precisamente en ese detalle es que residía mi poder sexual? ¿Los orgasmos que mis parejas me narraron que tenían fueron falsos? ¿Cuántas veces fueron fingidos? ¿Acaso fui un mal amante? ¿Por qué no me dijeron nada? O quizás sí lo disfrutaron… ¿pero quizás no? ¿Qué hacía ahora, cómo corregía el rumbo? ¿Qué clase de hombre estaba siendo?

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Pienso que si muchos hombres no sabemos ser buenos amantes no es por alevosía, sino por falta de perspectiva: la imposición de probar la masculinidad a través de distintos actos, entre ellos los sexuales, es tan fuerte que uno no puede sino agarrarse de las nociones clásicas de lo que debería ser “un hombre de verdad”. Cuando, además, eres un hombre que no la está armando en muchas de las otras cosas atribuidas a la masculinidad —habilidad en los deportes, fuerza física, toma de riesgos, ligues, etc—, encontrar un espacio donde sí puedas hacerlo se vuelve una cosa que se siente de vida o muerte: si fallas en esto, fallas en todo.

La cosa es: aun así vas a fallar, porque el estándar es imposible y eso no necesariamente es culpa de uno. Y sí, suscribir a ese relato —como yo lo hice por tantos años—, puede ser funcional para aliviar un poco la angustia —sólo un poco y sólo por un tiempo— y, quizás, convencer a algunas personas de que lo estás haciendo bien. Pero no hay mucho más que eso.

En mi caso, veo en retrospectiva la marca que quedó de mis primeros cinco años de “vida sexual activa” y pienso en lo mucho que me hubiera gustado saber otra cosa, entender que no estaba fallando en nada y que el sexo no era un territorio para probar eso que no estaba logrando probar en otro lugar. Estoy seguro de una cosa: de haberlo sabido, lo hubiera disfrutado mucho más.

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Quiero creer que con el tiempo he aprendido algunas cosas, entre ellas, a darle lugar y valor a mi deseo al mismo tiempo que se lo doy al de la otra persona. La marca quedó ahí y son lecciones que me tengo que recordar cada tanto:

Menos hacer, más sentir.

Menos suponer, más preguntar.

Menos demostrar, más disfrutar.