Cuando Freud perdió a su hija por la gripe española: el duelo que vuelve del pasado para consolarnos

Esta tarde nos dieron la noticia de que la neumonía por el virus de la influenza nos arrebató a nuestra dulce Sophie en Hamburgo. Nos la arrebató a pesar de que tenía una salud radiante y una vida plena y activa como buena madre y amante esposa, todo en cuestión de cuatro o cinco días, como si nunca hubiera existido”.

Es una voz lejana que hace eco en nuestra realidad. Que nos pone frente a frente con nuestra vulnerabilidad y con la aterradora posibilidad de perder a los seres queridos. Son las palabras que Freud escribió al pastor Oskar Pfister en una carta del 27 de enero de 1920 para contarle que la mal llamada “gripe española” le había arrebatado a su hija.

Sigmund Freud y su familia en 1898. Sophie Freud es la pequeña a la izquierda, cuando tenía 5 años. [Foto: Wikipedia]
Sigmund Freud y su familia en 1898. Sophie Freud es la pequeña a la izquierda, cuando tenía 5 años. [Foto: Wikipedia]

El efecto aplastante de lo inesperado

Sophie fue la quinta hija de Freud y probablemente también su preferida. Aquella niña mejoró el carácter autocrático de su padre y al crecer despertó en él un sentimiento de admiración, según sus biógrafos.

A los 20 años, Sophie Freud se casó con Max Halberstadt, un fotógrafo de Hamburgo. No obstante, a pesar de la distancia siempre mantuvo una intensa correspondencia con su padre, que se mantenía al tanto de las penas y alegrías de su hija.

Sophie tuvo dos niños, pero un tercer embarazo aparentemente no deseado la debilitó y preparó el terreno para que el virus que azotaba Europa se cebara con ella. Murió el 25 de enero de 1920, a los 26 años.

Su muerte fue un duro golpe para el padre del psicoanálisis, quien llegó a reconocer que se había preparado psicológicamente para la muerte de sus hijos, enrolados en la Gran Guerra, pero no para que le “arrebataran” a su hija.

Perder a una persona querida siempre es doloroso, pero perderla repentinamente es aún más tremendo porque, como dijera Séneca siglos antes: “lo inesperado tiene efectos más aplastantes, sumándose el peso del desastre”.

Lo inesperado es precisamente lo que más nos está golpeando en esta crisis. Lo que nos ha dejado sin asideros. Sin puntos cardinales para orientarnos. Muchas personas han visto cómo sus familiares empeoraban en poco tiempo y les abandonaban en cuestión de horas.

Esas muertes inesperadas hacen que todo parezca una pesadilla. Se viven con una sensación de irrealidad que se despeja por momentos cuando el dolor se abre paso. Las pérdidas repentinas dificultan el necesario camino que debemos emprender para asumir que esa persona ya no está con nosotros. Nos lo hace más cuesta arriba, si cabe.

No poder dar el último adiós

Perder a una persona querida repentinamente y sin poder despedirse implica un doble dolor. [Foto: Getty Creative]
Perder a una persona querida repentinamente y sin poder despedirse implica un doble dolor. [Foto: Getty Creative]

“Aunque estuvimos preocupados durante un par de días, manteníamos la esperanza, pero juzgar desde la distancia es muy difícil. Y esta distancia debía seguir siendo distancia, no pudimos partir inmediatamente, como habíamos previsto después de las primeras noticias alarmantes, porque no había ningún tren, ni siquiera para una situación de emergencia. La evidente brutalidad de nuestros tiempos pesa sobre nosotros. Mañana la cremarán”.

Las palabras de Freud son un espejo muy distante, pero reflejan a la perfección el dolor actual de muchas personas que han visto desaparecer a sus seres queridos tras las puertas de una terapia intensiva o en una ambulancia camino al hospital y no han podido volver a abrazarles ni sostenerles la mano durante los últimos momentos.

La imposibilidad de despedirse genera una gran angustia que a largo plazo puede terminar generando sentimientos de culpa. Empezamos a buscar nuestra responsabilidad por lo ocurrido en un intento de dar sentido a una muerte repentina que nos cuesta encajar y entender mientras el mundo a nuestro alrededor nos resulta cada vez más confuso, caótico y ajeno.

Por eso, la historia de Freud es también la historia de quienes han tenido que aceptar algo que hasta hace poco era impensable: que alguien pudiese morir sin las personas queridas a su lado para acompañarles en ese difícil trance. Que su funeral fuera veloz, silencioso y desierto. Solo tres personas para llenar el vacío emocional y 10 minutos para despedirse de toda una vida.

Y es que el coronavirus, al igual que hizo la “gripe española”, no solo puede arrebatarnos a nuestros seres queridos sino también algo tan imprescindible como las despedidas y los abrazos de apoyo, que quizá recibiremos demasiado tarde o que no tendrán la fuerza suficiente para atravesar las pantallas desde donde intentamos enviarlos.

No debemos olvidar que el ritual funerario cumple funciones psicológicas muy importantes. Nos ayuda a tomar conciencia de nuestra pérdida para comenzar a elaborar el luto. También nos permite recibir el cariño y apoyo de otras personas para confirmarnos que, aunque hemos perdido a alguien, todavía tenemos a otros a nuestro lado. Y por último, suple esa necesidad tan profunda de saber que el cuerpo de la persona que queremos ha sido tratado y despedido con dignidad. Cuando nos arrebatan tanto a la persona como al ritual de despedida experimentamos una pérdida doble. Un dolor doble. Y una rabia doble.

¿Cómo lidió Freud con el dolor por la pérdida de su hija?

Sigmund Freud y su hija Anna Freud en el Sexto Congreso Internacional Psicoanalítico celebrado del 8 al 11 de septiembre de 1920 en La Haya. [Foto: Wikipedia]
Sigmund Freud y su hija Anna Freud en el Sexto Congreso Internacional Psicoanalítico celebrado del 8 al 11 de septiembre de 1920 en La Haya. [Foto: Wikipedia]

Al inicio, Freud se encontraba devastado. Le confesó al esposo de su hija fallecida a través de cartas que se trataba de “un acto del destino brutal y sin sentido”, una “broma de fuerzas superiores a los indefensos y pobres humanos”.

Sus palabras dejan entrever ese periodo inicial del duelo en el que nos resistimos a aceptar la pérdida y sentimos una ira inmensa porque nos han arrebatado algo extremadamente valioso que hubiésemos querido tener siempre a nuestro lado. También Freud osciló entre la necesidad de aceptar una realidad dolorosa y el deseo de rechazarla precisamente por ser demasiado dolorosa.

Sin embargo, se refugió en su trabajo. Su trabajo fue su tabla de salvación. Reconoció: “Trabajo tanto como puedo y me siento agradecido de esa distracción […] para aliviar el sufrimiento, que sin duda llegará más tarde”.

Freud, que siempre fue un hombre muy apegado a sus rutinas, encontró en ellas un consuelo y una manera para escapar del dolor que lo atenazaba, aunque fuera solo durante algunas horas al día. Encontrar rutinas reconfortantes que nos permitan mantener la mente ocupada nos ayudará a afrontar la pérdida y dar tiempo a nuestro inconsciente para que procese lo ocurrido.

No es casual que en este periodo Freud publicara el libro que daría un vuelco a su teoría: “Más allá del principio del placer”. Es probable que “aprovechara” el caos que lo rodeaba para reflexionar sobre la esencia humana y reflejarlo en su trabajo. Las muertes por la Gran Guerra, el azote de la “gripe española” en Viena e incluso la muerte de su propia hija deben haber dejado una impronta muy fuerte que le condujo a reestructurar el modelo de la psiquis que había propuesto y al que se había aferrado con ahínco para incluir al Tánatos o la pulsión de la muerte. De ese libro, algunos críticos han dicho que fue su obra más confusa, pero también la más íntima.

De cierta forma, “escribir sobre la muerte parece haberse convertido en una manera para recuperar el control después de su experiencia disruptiva con la muerte, asegurarse una continuidad en medio de la discontinuidad y soportar las ausencias”, sugirió Elisabeth Bronfen. Freud encontró una manera de canalizar esas pérdidas, el caos y el sufrimiento del mundo que le rodeaba. Y aquello lo ayudó a seguir adelante.

Del dolor a la aceptación

El destino puede arrebatarnos a personas queridas sin previo aviso, pero no puede arrebatarnos todo lo que vivimos con ellas. [Foto: Getty Creative]
El destino puede arrebatarnos a personas queridas sin previo aviso, pero no puede arrebatarnos todo lo que vivimos con ellas. [Foto: Getty Creative]

Poco a poco, con el tiempo, también llegó la aceptación. Nueve años más tarde, Freud envió una carta a Ludwig Binswanger en la que decía: “Mi hija muerta hoy cumpliría 36 años […] Sabemos que el dolor agudo que se siente después de una pérdida tan grande seguirá su curso, pero también sabemos que permaneceremos inconsolables y nunca encontraremos un sustituto. No importa lo que venga después y ocupe su lugar, aunque lo llene por completo, sigue siendo otra cosa. Y es así como debe ser. Es la única manera de perpetuar un amor que no queremos abandonar”.

Freud siempre llevó la imagen de su hija en un medallón y la miraba a cada rato. Nada pudo suplantar su lugar. Él lo sabía y nosotros también. Sabemos que la llegada de otra persona jamás ocupará el sitio de la que nos ha dejado. Y es justo que sea así.

Pero también debemos saber que el sufrimiento se va suavizando y se transforma en nostalgia. Con el paso del tiempo, cuando recordamos a la persona que ya no está, su recuerdo no evoca dolor sino una sensación agridulce que incluso puede reconfortarnos.

Con su historia, Freud nos hace saber desde el pasado que, por muy grande que sea el dolor que sentimos hoy, al final llegará la aceptación y el consuelo, el consuelo de saber que, aunque pueden habernos arrebatado a un ser querido, nada podrá arrebatarnos los momentos que vivimos juntos. Y a eso debemos aferrarnos.

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