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Aprende a descifrar lo que tu hijo pide, de eso depende su sano desarrollo

Si queremos reconocer la raíz de la mayoría de las interferencias, despropósitos y malos tratos que causamos a la infancia hay que comenzar por entender lo que he explicado repetitivamente en todos los espacios de difusión a mi alcance. Estamos atravesados por creencias falsas sobre lo que es un niño, lo que necesita, cómo debe ser cuidado o cómo debe comportarse para desarrollarse bien.

(Getty Creative)
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Doctrinas establecidas desde la religión, también la ciencia y la academia, las consejas populares… construidas y sostenidas sobre una percepción adultocentrista que juzga a las criaturas como seres egoístas e insaciables y no sociables o inherentemente malas incapaces de comprender nada o de autorregularse, a quienes por tanto debemos doblegar para que encajen en sociedad.

Estas creencias las hemos coproducido, consumido, digerido y reforzado en nuestro proceso de socialización, las hemos hecho carne, cuerpo, pensamiento, emoción, expectativas, las hemos decretado como verdades incuestionables infinitas veces cada día.

Las seguimos transportando a lo largo de miles de años, generación tras generación, de forma manifiesta o latente. Las llevamos tan integradas que nos cuesta sustraernos de ellas, y preguntarnos cuán distanciadas están o no de la realidad.

Bajo tales influencias, condicionamientos, ambientes, culturas, sociedades; de norte a sur y este a oeste del planeta, los adultos percibimos, interpretamos erróneamente y luego tratamos mal a los niños y niñas presentes a nuestro cargo.

Esta manera de entender la infancia pasa factura.

Especialistas en infancia coinciden desde distintas disciplinas que la herida infantil es la distancia que existe entre lo que la madre o el adulto significativo cree o interpreta que el niño es, debe ser, siente o necesita y aquello que el niño realmente es, siente o necesita. ¿Cómo es esto?

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Imaginemos a un niño pequeño que se siente solo, tiene miedo y llora para reclamar la presencia materna que lo tranquiliza.

Pueden ocurrir dos cosas, una que la madre condicionada bajo tales creencias interprete que el niño es caprichoso, llorón, malcriado y debe aprender a esperar. Entonces decide dilatar la respuesta segurizante o ignorar al bebé.

Situémonos ahora en el punto de vista subjetivo del niño que se queda solo inundado de miedo esperando el cuerpo de su madre que nunca llega. Tal experiencia vivida de forma crónica, marca a fuego la herida de desamparo en la infancia que luego se traduce en un amplio espectro de síntomas reflejados a gran escala en nuestra civilización enferma, fratricida y violenta.

El otro posible escenario es que la madre, en lugar de dejarse llevar por las interpretaciones basadas en las creencias culturales mayoritarias de lo que debe ser un niño, permanece arraigada en su sentir, conectada sensiblemente con su bebé. Siente las emociones de su bebé como si fueran propias y al escucharlo llorar sufre como si fuera él. Entonces su impulso vital la vuelca a calmar a su hijo tomándolo en brazos y su hijo aprende a confiar en la vida.

Esta es la diferencia entre interpretar y sentir a tus hijos. Un matiz que define radicalmente la calidad del vínculo en la crianza.

Para poder satisfacer a nuestros hijos tenemos que percibirlos sensiblemente, tenemos que sentirlos y para eso hay que estar previamente en conexión instintiva o en fusión emocional con las criaturas.

Cuando interpretamos desde fuera de la fusión emocional con opiniones sesgadas por creencias falsas, damos al niño lo que creemos que necesita pero que frecuentemente puede distanciarse bastante de lo que la criatura realmente espera. Entonces no satisfacemos sus necesidades.

Ningún niño nace malo, tirano, avaro, déspota, violento o depresivo. Las criaturas humanas nacen con un amplio potencial de ser amorosas, empáticas, vitales y cooperativas. Pero nacen también bastante inmaduras y dependientes de la fusión emocional con su madre para sentirse percibidas milimétricamente en cada una de sus bastas y constantes necesidades que deben ser atendidas oportuna y permanentemente para mantenerse satisfechas y en equilibrio.

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Ese equilibrio o bienestar que prodiga la respuesta sentida, nutricia y oportuna de la madre o cuidadores es la que hace que los niños se sientan amados y seguros para desarrollarse sanamente.

¿Qué podemos hacer para sentir en lugar de interpretar a nuestros hijos? Seguir nuestro instinto.

A pesar de que amamos profundamente a nuestros hijos, de que intentamos darle todo lo que creemos que necesitan, es muy probable que respondamos a sus pedidos alejados de la percepción y del sentir de sus reales necesidades.

¿Por qué?, si en nuestra propia infancia no experimentamos el confort constante que producía en nosotros la respuesta instintiva inmediata de nuestra madre, es difícil que ahora tengamos referentes emocionales para percibir, sentir y responder instintivamente a los pedidos incuestionables de nuestros hijos.

Recordemos que hablamos de creencias y prácticas de crianza extendidas a lo largo y ancho del mundo que se han transportado y han quedado adscritas en nuestra organización psíquica transgeneracionalmente.

Por tanto, nuestra capacidad innata de empatía ha sido interferida por los mandatos sociales. Sin embargo la voz del instinto es todopoderosa, es más potente que la cultura, y aunque está sepultada tras capas de condicionamientos, sigue allí, lista para manifestarse una vez hagamos lo necesario para reconectar.

Para reconectar con el instinto hay un momento perfecto, y ese momento es cuando nace nuestro hijo o nuestra hija.

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Las madres recientes llevamos el instinto a flor de piel. En general lo que una madre reciente quiere hacer cuando su hijo llora es tomarlo en brazos. Después del nacimiento se activan unas ganas potentes de oler, besar, amamantar, permanecer cerca de nuestro bebé, estamos programadas biológicamente para sentirlos detalladamente y responder sin cuestionar ni dilatar a todos sus pedidos.

Lamentablemente es muy común que el ambiente y las personas que rodean a la madre en lugar de ayudar obstaculicen.

Pediatras, abuelas, amigos, a menudo incluso el padre, con buenas intenciones creyendo que hacen lo mejor, alejan a la madre reciente de su programación innata para mantenerse en fusión emocional con su bebé respondiendo sin obstáculos y en continuum a su instinto materno.

Frecuentemente las madres en las asesorías de crianza me cuentan que las personas que las acompañaron durante los primeros días o meses después del nacimiento de su hijo o hija, en lugar de apoyar, censuraban sus respuestas instintivas.

Estas madres llegan después de varios años de aquellas experiencias, pidiendo ayuda para lograr entender mejor a sus hijos porque sienten que el vínculo se ha dañado y los conflictos no dan tregua.

¿Te preguntarás entonces cómo hacer para diferenciar si estás sintiendo o si estás interpretando a tu hijo o hija? La respuesta a esa pregunta no la obtendrás ni del pediatra, ni de la psicóloga, ni del gurú de crianza, ni de la suegra, ni de la vecina.

Es tu hijo quien con su bienestar, confort y equilibrio te dirá que está recibiendo lo que necesita y por tanto se siente satisfecho. Sin embargo el hecho de que se calme y sienta satisfecho cuando lo llevas en brazos, por ejemplo, pero que te digan que lo vas a malcriar, es lo retador.

Para reconectar con tu hijo quizás necesites comenzar por hacer el esfuerzo de sintonizar con su alma infantil, reconocer y validar sus sentires, emociones, expresiones, sin degradarlas a condición de capricho o mala crianza.

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Esto a menudo requiere también un trabajo de formación en espacios privilegiados donde podamos reaprender a reconocer la verdadera naturaleza infantil y sus necesidades.

Conferencias, talleres, libros, contenidos como estos que ahora lees y que invitan a la reflexión y aportan información o formación transformadoras, suman siempre a favor de la posibilidad de confiar en tu intuición y sobre todo confiar en los niños de este mundo, restableciendo así un canal robusto de conexión emocional que nos permita sentirlos y darles la razón en lugar de juzgarlos e interpretarlos erróneamente.

Le escuché decir en una entrevista al autor y conferencista André Stern, que no habrá paz en la tierra si no estamos en paz con la infancia.

El cambio de actitud hacia la infancia nos lleva a pasarnos hacia el otro lado del espejo donde reina la confianza, subrayaba Stern. Confiar en todos los niños del mundo, en el niño presente a nuestro cargo y en el niño que llevamos dentro al que le hemos dicho siempre que no es lo suficientemente bueno. Obviamente desde nuestras interpretaciones sesgadas y las de nuestros progenitores y abuelos y bisabuelos y tatarabuelos... Es hora ya de interrumpir la herencia insana.

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