El mágico encuentro entre Piazzolla y Gardel en Nueva York: un traductor de lujo, los ravioles de Nonina, el regalo de Nonino y la oferta de Carlitos
Mucho se puede especular o teorizar sobre el significado o las derivaciones del mágico y especial encuentro entre estos dos grandes íconos de la música: quiso el destino, la fortuna o algún dios arrabalero y aporteñado, que Astor Piazzolla mamara de la fuente más pura e incuestionable posible lo que era la esencia misma del tango. Consciente o inconscientemente absorbió de la propia boca y aliento de Carlos Gardel la verdad revelada e inapelable del evangelio tanguero. ¡Y pensar que décadas después algunos tuvieron el descaro y la ignorante insolencia de cuestionarle “credenciales” al nuevo apóstol de la música ciudadana!
El impacto de la figura de Carlos Gardel fue algo muy importante que quedó latente durante toda la vida de Astor Piazzolla. De hecho, durante los últimos años de su vida su gran proyecto era componer una ópera sobre Gardel, con guion en inglés, que el marplatense intentó en un primer momento que escribiera Andrew Lloyd-Webber y que luego empezaría a trabajar con el letrista Pierre Philipe, sin llegar a buen puerto. Astor le comentó a Plácido Domingo de su intención de que este tuviera a cargo el papel protagónico, a lo cual el tenor aceptó encantado: “Hombre, si no lo hago yo no lo hará nadie”, le respondió.
El gran guitarrista Al Di Meola, quien trabó una cálida amistad con Piazzolla, contó que en sus últimas conversaciones (estaban planificando un trabajo en conjunto) Astor le habló muy entusiasmado sobre la ópera: “Cuando nos despedimos después de un encuentro en Amsterdam, en 1990, me dijo: ‘Alberto, ahora me voy a París con mi esposa Laura y voy a terminar mi ópera sobre Carlos Gardel’. Ya en París me dijo: ‘Después de que termine la ópera, haremos nuestro disco juntos’, porque su próximo disco lo íbamos a crear juntos. Pero lamentablemente sufrió ese derrame cerebral que lo dejó postrado”.
El Morocho del Abasto en la perla del Atlántico
A Carlos Gardel le gustaba mucho Mar del Plata. Como a todo porteño de ley, lo que más le atraía de la sureña ciudad de aristocrático porte era lo que le faltaba a la suya: las playas, el mar, la rambla francesa y un paisaje salvajemente agreste en los bordes que se fundía con los coquetos chalets de las lomas y los cajetillas hoteles del centro. La había conocido siendo casi un pibe -en un viaje que realizó con su madre Berta en 1907- y unos diez años después regresó, ya como artista, en sus comienzos con el dúo que integraba junto a José Razzano. Éste debutaría como número de varieté en el céntrico Teatro Odeón, entre el 10 y el 24 de febrero de 1916.
De hecho, el 21 de agosto de 1930, grabó (junto a los guitarristas Aguilar, Barbieri y Riverol) un cálido homenaje a Mar del Plata: la ranchera de Francisco Lomuto “En la tranquera (a Mar del Plata yo me quiero ir)”, cuya letra comienza así: “A Mar del Plata yo me quiero ir, sólo una cosa falta conseguir, a mi me sobra mucho coraje, lo que no tengo es plata para el viaje. Tengo un chalet en la calle Colón, a pocos metros del viejo Torreón, es un cottage de un estilo antiguo, que me ha prestado, claro, un amigo”.
Volviendo para atrás, Gardel descubrió algo que lo unió mucho más a la joven ciudad costera –por entonces el lugar preferido para el descanso y veraneo de lo más granado de la aristocracia argentina-, algo que le hizo tomar el tren desde Constitución varias veces, casi de incógnito, en los años venideros: el turf. En la década del 20, Mar del Plata poseía uno de los hipódromos más importantes y bellos del país, alrededor del cual se había generado una gran actividad relacionada con el turf, como criaderos y studs. El hipódromo estaba ubicado donde luego fuera emplazado el Campo Municipal de los Deportes, en la zona de las avenidas Independencia y Juan B. Justo.
Desde el centro de la ciudad hasta las puertas mismas del coliseo, los fines de semana el tranvía corría atiborrado de paquetes caballeros de frac y elegantes damas con capelinas a través de una Avenida Independencia que por entonces lucía engalanada con coquetos canteros en el medio. La zona del barrio San José se convirtió en la más burrera de la ciudad, siendo conocida por esa época a la Diagonal Lisandro de la Torre como la “diagonal de los studs”. Un Gardel más popular y afianzado en su carrera regresó a la ciudad en 1922; allí trabó relación con varias figuras ligadas al ambiente turfístico local y se hizo verdadero habitué del barrio de San José, no sólo de los studs sino de los bares y boliches de la zona.
Gardel viajaba desde Buenos Aires en tren, en compañía de algún amigo, transportando los caballos que competirían en el hipódromo local. Caballos de su representación y, más tarde, de su propiedad, como La Paisanita y el legendario Lunático. La emblemática simpatía de Carlos Gardel también cautivó la amistad de Manuel Cabeza y los amigos que frecuentaban el bar El Retiro, ubicado en la histórica esquina de Matheu e Independencia, por entonces zona de quintas. Fue justamente el joven quintero Octavio Manetti uno de los afortunados en presenciar una improvisada actuación de Carlos Gardel en el bar El Retiro; el cantante, siempre dispuesto y generoso, cantó gratis para los parroquianos y vecinos del lugar. Fue tanta la emoción de Manetti que no quiso perderse la presentación oficial del todavía dúo (Gardel-Razzano) en el Teatro Odeón del centro.
Ubicado en la calle Entre Ríos casi Rivadavia (donde actualmente funciona el Teatro Enrique Carreras), el Teatro Odeón (uno de los primeros de la ciudad) también funcionó como cine y fue testigo de innumerables recitales, obras de teatro y películas hasta su lamentable desaparición a raíz de un incendio en el año 1950. Manetti insistió a su cuñado -cariñosamente apodado “El loco” y marido de su hermana Asunta- para que lo acompañara al teatro, conocedor de la afición de éste por el tango. Su cuñado no aceptó en un primer momento, ya que su primogénito aún era muy pequeño (estaba por cumplir un año) y no quería dejar a su esposa sola en la casa, pero ante la insistencia de Octavito y el hecho de vivir a sólo tres cuadras del Odeón terminó cediendo. Y nunca se arrepintió. Si bien ambos jóvenes quedaron impresionados y emocionados por la performance de Gardel -cuya voz, interpretación y carisma ya eran algo realmente extraordinario- fue el cuñado de Octavio Manetti quien más acusó el impacto. A partir de allí, y durante toda su vida, sería un fanático total del cantante. Su nombre era Vicente Piazzolla, era bicicletero y tenía 28 años. Probablemente jamás se hubiera imaginado que 13 años después, en otro país, el destino lo llevaría a volver a cruzarse con su ídolo en otras circunstancias. El destino y ese pequeño hijo con problemas de nacimiento en la piernita derecha, al cual le deseaba (y fomentaba) un futuro tan extraordinario como el de Carlos Gardel, un niño llamado Astor Pantaleón Piazzolla.
Encuentro en Manhattan
A comienzos del año 1931, la familia Piazzolla (Vicente, Asunta y Astor) vuelve a dejar su Mar del Plata natal para volver a instalarse en Nueva York después de haber pasado un año de su regreso a la Argentina. Los Piazzolla se instalaron en un departamento del 313 de la Calle 9 East, en su antiguo barrio del Village neoyorquino. Vicente consiguió nuevamente trabajo como peluquero y Astor siguió siendo expulsado de los colegios por su mala conducta.
A pesar de las dificultades, en 1934 pudo finalizar sus estudios primarios en la escuela María Auxiliadora de la calle 11 East y la Segunda Avenida. El hecho de haber llevado ocasionalmente el bandoneón que le había regalado Nonino unos años antes a clases ayudó a su permanencia. Las constantes recorridas por las peligrosas calles de la ciudad lo pusieron en contacto directo con la música de jazz que se respiraba en la metrópoli, y a pesar de que Nonino le insistía con sus discos de pasta de Gardel, Maffia, Laurenz o Gobbi, Astor seguía prefiriendo los sonidos negros que escuchaba en sus correrías desde afuera de lugares como el Cotton Club, donde descubrió nombres como Duke Ellington o Cab Calloway. De todas maneras retomó por un tiempo sus clases de música con Andrés D’Aquila (otro argentino residente en Manhattan) y realizó sus primeras presentaciones en directo como niño prodigio aficionado. El 30 de noviembre de 1931 grabó un acetato del tema “Marioneta española” en Radio Recording Studio de la calle Broadway durante un programa radiofónico dedicado a la comunidad latina. Entusiasmado compuso su primer trabajo, un tango dedicado a su nono Luis Manetti, que tituló “Paso a paso hacia la 42″, pero que Nonino rebautizó como “La catinga” para que suene más tanguero.
Hasta que una tarde de verano, a sus once años, escuchó una música distinta que lo cautivó de inmediato. Estaba en el patio de su casa, pronto a salir de correrías con sus amigos del barrio, cuando desde una ventana abierta de un departamento del primer piso de un edificio vecino escuchó las mágicas notas de un piano. Permaneció casi tres horas (¡con lo inquieto que era!) embelesado, escuchando y disfrutando esa hipnótica música. Se trataba de Johann Sebastian Bach, interpretado por un joven concertista húngaro llamado Bela Wilda. El matrimonio Wilda se había mudado recientemente al barrio de los Piazzolla y Bela – que había sido discípulo de Serge Rachmaninoff – le dedicaba nueve horas del día a sus estudios: tres de técnica por la mañana, tres de Bach por la tarde y tres por la noche ensayando repertorio para sus conciertos. Pronto se convirtió en el nuevo maestro de Astor a quien le enseñó a tocar y amar la música clásica. Todo un nuevo mundo de notas y sonidos se desplegó ante el joven aprendiz, que comenzó a relegar deportes y salidas para dedicarse de lleno a la música. La llamita se hizo llama y abrasó por completo al joven Astor para siempre.
Astor se enamoró completamente de la música de Bach, y a pesar de no saber nada de bandoneón, Wilda se las arregló para pasarle con el piano las notas para poder interpretarlo. El húngaro (que fue su maestro durante un año) también fue responsable de enseñarle a leer música como se debe y a demostrarle con su ejemplo la importancia del permanente estudio y sacrificio para mejorar y avanzar en el tema. La música pasó a ser algo central en su vida de aquí en adelante; presentado como joven prodigio realizó varias presentaciones en radios, escuelas y locales de la ciudad. Como solista o acompañando eventuales conjuntos de aficionados interpretó un poco de todo: música clásica, rancheras, folklore y hasta algún tango para darle el gusto a Nonino. Pero la verdadera “mugre” del tango, a tocar tango de veras con el bandoneón, la aprendería unos años después junto a los hermanos Homero y Libero Paoloni a su regreso definitivo a Mar del Plata. Pero esa es otra historia.
A instancias de otro músico argentino afincado en Nueva York, Terig Tucci, vinculado a los films de Carlos Gardel en Estados Unidos, con quien Astor también había tomado algunas clases en el pasado, Nonino se enteró de la llegada a la ciudad de su admirado cantante. En el pico de su fama mundial, el más grande cantor de tangos de todos los tiempos arribó a Nueva York contratado por la NBC y la Paramount Pictures para realizar presentaciones radiales y filmar unas películas (Terig Tucci fue arreglador y director orquestal de varias de ellas). La emoción y alegría de Nonino fue inmensa, Gardel era su máximo ídolo y siempre mantuvo fresco el recuerdo de las andanzas del Zorzal criollo por la querida Mar del Plata. Talló en madera la figura de un gaucho con una guitarra, le hizo una dedicatoria y mandó a Astor con sus mejores pilchas a entregársela en mano al departamento que Gardel habitaba en el edificio Beaux Arts de la calle 44, junto a su letrista Alfredo Le Pera y su asesor musical Alberto Castellano.
Con su habitual bonhomía y simpatía, Carlitos atendió en pijama al joven marplatense trasplantado a Nueva York. Le cayó tan bien el pibe Astor (¡que encima tocaba el bandoneón!) que lo transformó en su guía e intérprete por la ciudad en los meses venideros, y hasta aceptó una cena en la casa de los Piazzolla, donde degustó con gran placer las exquisitas pastas amasadas por Asunta. Tanto fue el cariño que Gardel le tomó a al jovencito Piazzolla que insistió para que tuviera una pequeña aparición en el film como canillita (la icónica imagen de Piazzolla como canillita señalando hacía adelante es la que se utilizó para crear las estatuillas de los premios “Astor” que se entregan en el Festival internacional de Cine de Mar del Plata.)
En diciembre de 1978, con motivo de un nuevo aniversario del nacimiento de Carlos Gardel, el propio Astor Piazzolla le escribió una carta “imaginaria” a su amigo Charlie:
Querido Charlie:
Quizás llamándote Charlie te acordarás del pibe de 13 años que vivía en Nueva York, que era argentino y tocaba el bandoneón. Además trabajó de canillita contigo en El día que me quieras. Te puse Charlie cuando me preguntaste en tu casa cómo se decía Carlitos en inglés. ¿Te acordás cuando te llevé un muñeco de madera que había tallado mi viejo? Esa mañana me dedicaste dos fotos, una para Vicente Piazzolla y otra para “el simpático pibe y futuro gran bandoneonista”. De 1934 a hoy, 1978, pasaron 44 años, y realmente no te fallé. ¿Te acordás cuando me llevabas a tus filmaciones en los estudios Paramount de Long Island? Febrero de 1934, la peor nevada del año, dos metros de alto y 10 bajo cero, y yo tu traductor de piropos a las pibas que te querían conocer. Nunca olvidaré las dos bicicletas que agarramos con Tito Lusiardo y rompimos tratando de entrar en calor. Por las tardes solía acompañarte a que te compraras ropa en las grandes tiendas de Nueva York. Recorrimos Sacks, Macys, Florsheini y al fin compraste tus dichosas camisas con rayas verticales y horizontales. Docenas de ellas, zapatos de charol, borsalinos, etcétera, como si te sobrara la guita. Te mostré toda mi ciudad (estaba orgulloso de saber tanto; también... hacía once años que vivía allí), sobre todo mi barrio, Greenwich Village, adonde te llevaba a conocer las mejores cantinas italianas, y vos, con problemas de busarda, te cuidabas; sin contar las veces que viniste a casa donde probaste los ravioles de la nonina Asunta además de un final de buñuelos de membrillo. ¡Cómo te gustaba comer bien!
Jamás olvidaré la noche que ofreciste un asado al terminar la filmación de El día que me quieras. Fue un honor de los argentinos y uruguayos que vivían en Nueva York. Recuerdo que Alberto Castellano debía tocar el piano y yo el bandoneón, por supuesto para acompañarte a vos cantando. Tuve la loca suerte de que el piano era tan malo que tuve que tocar yo solo y vos cantaste los temas del filme. ¡Qué noche, Charlie! Allí fue mi bautismo con el tango. Primer tango de mi vida y ¡acompañando a Gardel! Jamás lo olvidaré. Al poco tiempo te fuiste con Le Pera y tus guitarristas a Hollywood. ¿Te acordás que me mandaste dos telegramas para que me uniera a ustedes con mi bandoneón? Era la primavera del 35 y yo cumplía 14 años. Los viejos no me dieron permiso y el sindicato tampoco. Charlie, ¡me salvé! En vez de tocar el bandoneón estaría tocando el arpa. (…)
Te cuento una linda, Charlie. Ciertos profesores de canto del Teatro Colón hacen escuchar tus discos como modelo de canto, y estoy seguro de que siempre estarás mirándonos de allá arriba y pensarás que te hubiera gustado cantar los grandes tangos del 40: además yo hubiera escrito para vos y te hubiera hecho los arreglos y tocaría el bandoneón. Matamos, Charlie. Lo único que no quisiera usar en la orquesta es el arpa. Allá tendrás una colección de todos los colores. Vos que conocés a los ángeles, ¿por qué no les pedís que cambien el sistema y metan algún bandoneón en la orquesta? Mirá que están el gordo Pichuco, Maffia, Laurenz. Me estoy entusiasmando demasiado y prefiero esperar un poco para ser yo quien organice esa orquesta. Me voy a trabajar, o sea, como se dice hoy, “tengo un recital”. Voy a pensar en el pibe Piazzolla cuando vos le dijiste: “Ahora poné la música de Arrabal amargo y dale con todo”. Era la primavera del 35 y había nacido el dúo Gardel-Piazzolla. Soy un tipo de suerte. Algún día nos encontraremos en el último piso. Esperame, pero... no te mueras nunca.
Astor Piazzolla
Un último misterio
Sin ninguna duda que fue mucho más que una foto autografiada de puño y letra del Zorzal Criollo (“Al futuro gran bandoneonista. El simpático pibe Astor Piazzolla”) que enmarcada conservaría toda su vida colgada en las paredes de su hogar, o la fugaz intervención como canillita en el film “El día que me quieras”, lo que permaneció en la vida de Astor como fruto del encuentro. En la fiesta del estreno de la célebre “El día que me quieras”, ante un piano muy desafinado, Gardel le dijo al jovencito Piazzolla que lo acompañara con su bandoneón en el tango “Arrabal Amargo”, ante las lágrimas de emoción de Vicente “Nonino” Piazzolla. Cuando terminaron, Gardel le dijo al jovencito Astor, seria pero tiernamente, algo que éste nunca olvidaría: “Tocás muy bien, pero el tango aún no lo entendés. ¡Tocás como un gallego! No importa, cuando lo entiendas no lo vas a dejar nunca”. La sabia e histórica predicción de Gardel tardó unos dos años en realizarse, pero finalmente se cumplió, de vuelta en su Mar del Plata natal (donde se enamoraría definitivamente del tango escuchando por la radio al sexteto de Elvino Vardaro) y en 1939 se mudaría a Buenos Aires para comenzar un proceso creativo que transformaría al tango para siempre.
La saga del encuentro neoyorquino entre las dos figuras mayores de la historia del tango tuvo una suerte de epilogo misterioso que giró sobre la famosa talla que Nonino había creado para Gardel. Asi lo relató el propio Astor al periodista Alberto Speratti durante las entrevistas que éste le hiciera en 1968 para el que fuera el primer libro escrito sobre Piazzolla (“Con Piazzolla”, Editorial Galerna, Bs.As. 1969): “En el ‘56 ó ‘57 [...] vino a verme Andrés D’Aquila a Buenos Aires y me dijo: ‘Astor, voy a contarte algo que te va a poner los pelos de punta. La vez pasada, caminando por el Greenwich Village, encontré en un negocio que estaba en un sótano, un muñeco todo quemado, todo chamuscado, con un cartel debajo que decía Muñeco que perteneció a un cantor argentino. Bajo, entro y pregunto cuánto vale. La empleada me dice veinte dólares. Busco, sólo tengo diez y le digo mañana lo vengo a buscar. Voy al día siguiente con la guita, y el muñeco ya no estaba. Lo habían vendido’. Es escalofriante pensar en las vueltas que pegó este muñeco. Se lo di a Gardel, cayó con él en Medellín, quemándose parcialmente y de allí alguien lo robó. Vaya uno a saber cómo viajó desde Colombia hasta Nueva York, hasta un negocio que estaba a sólo una cuadra de la casa donde mi papá lo talló. Pareciera como si el muñeco hubiera querido volver por un momento a la Calle 9, al lugar donde había sido creado”.
La talla nunca apareció, a pesar de que Astor siempre tuvo la esperanza de que alguien la recuperara alguna vez.