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Un mariachi viejo: las contracciones de Cynthia


Dos paramédicos y una paramédica. Antes de que fuesen a dictar consejos les previne que Cinthya era doctora. Aun así la paramédica preguntó si ella había sentido contracciones y detalló cómo serían las contracciones. [Personas que no pueden cohibirse de anunciar su profesionalidad].

Le entregué a uno de los paramédicos la bolsa de Cinthya y le pedí que la guardara hasta que ella pudiera tenerla. Me advirtió que yo era “su familiar de ella”, de modo que podría acompañarla. “No, eso no me gusta”, le contesté y le repetí “por favor”. Me miró con expresión de confusión y le repliqué con otra que insistía “por favor”. Puso la vista en el piso y dijo quedo: “ah, chingaos”.

La paramédica le reiteró a Cinthya las bondades del hospital correspondiente —como si Cinthya no debiera saberlo— y a seguidas tranquila, doctora, todo saldrá chido —la capucha le circunvalaba suavemente la cara: armoniosa, recta la nariz, labios de los que llaman pulposos, ojos arrasadoramente negros, la mirada como de asombro; morena, pequeña, liviana: sentí que ahora, cuando retomara la calle, la violencia de la lluvia la apachurraría.

La bruma de la lluvia más el anochecer que ya se bajaba, apenas dejaban ver el titilar de la torreta de la ambulancia y de dos o tres carros patrullas que parecían escoltarla —en medio de la calle, detenidos.

Los relámpagos, como concatenados, se soltaban por series de tres o cuatro. Igual los truenos.

El microbusero —bajito, moreno, de movimientos rápidos, la voz atiplada, gorra de beisbolista con la visera hacia atrás— me propuso llevarme hasta una base de taxis cercana y con amparo. “Si no es así, te vas mojar como nunca en tu vida, carnalito”.

2

La lluvia traería ese frío intenso que cuando me atacaba con la guardia baja —ligero de ropas de torso— me trozaba con alfileres de carámbano, me hacía retemblar la voz, el cuerpo todo.

Como Cinthya, yo andaba con un suéter leve.

La fila para tomar el taxi sería como de doce personas cuando me sumé.

Varias lámparas empotradas en uno y otro sitio iluminaban en exceso el portal —de una estructura propia de un establecimiento, aunque estaría en desuso: las paredes de cristal cubiertas desde adentro con papel de estraza.

En el puesto delante de mí, una pareja de jóvenes —hombre y mujer— se amelcochaban uno en el otro constantemente. Sin vergüenza porque yo los escuchara se habían intercambiado “te amo” como en veinte ocasiones mientras avanzábamos dos o tres puestos en la fila. Sentí tristeza. Cómo decirles que la fórmula no falla: idealización, convivencia, hastío.

El aguacero había cesado. Persistía una llovizna suavecita y la noche cerraba.

Aunque me propuse hablar lo menos posible, no lo logré: el taxista resultó en suma conversador.

De cualquier modo procuré expresarme con uno de los acentos de la ciudad.

En algún momento dije “dale” y él exclamó con tono de celebración “¡ah, manito, pero si eres cubano!”. Le repliqué, seguramente con expresión de ira: “No me celebres, que los cubanos tal vez con la excepción de un diez por ciento somos una sarta de zorros, mamones, oportunistas, ególatras, caguetas que como tales lo más sensacional que hemos realizado ha sido plegarnos o abandonar nuestra tierra”.

Él no dijo ni una palabra más. Vi que me observaba por el espejo retrovisor, pero no había luz como para definir su expresión.

Me percutía en el coco: ¿Cinthya habría dejado de sangrar?

3

Había marcado ocho o diez veces el número de Érika. Cuando al fin contestó lo hizo mediante un “¿bueno?” un poco tímido. “Es que no reconocía el número, cachorrito”. La llamaba desde el teléfono de Cinthya, le dije y le pasé la esencia del episodio, la dirección del hospital, le pedí que fuese. Ella se hallaba en el metro Pino Suárez —José María Pino Suárez, otro mexicano encojonado, poeta y llamado el Caballero de la Lealtad asesinado por quienes están presentes en tantas historias: los traidores— lista para trasbordar y continuar la travesía hacia el fin del planeta, Milpa Alta. Si tenía dinero que por favor comprara un par de chamarras talla grande y de paraguas infames. “Claro que sí, roble. Tomaré un taxi. ¿Te has mojado mucho?”.

En Urgencias, una muchacha tras un mostrador de madera gris brillante —era madera gris brillante— me contestó que “la doctora” debía permanecer en preingreso hasta quizá la medianoche. Su cara era morena fulgente, lisa la piel como sin poros que me llevó al recuerdo de aquella María Fernanda que tanto sufrimiento me destinara cuando me hizo entrar en el túnel ruidoso que dictaminaría cómo andaba mi columna cervical. Le contesté mi nombre y apellidos y ella pareció confirmar dedicándole una mirada a la hoja que tenía delante “ah, el esposo” —dijo “el esposo”— y risueña, risueña con todo el cuerpo digamos, luego de mirarme con fijeza por un instante, “ah, pues ándele, adelante, puede entrevistarse con los doctores que la han atendido”. Habría tomado café o menta o ambos: su aliento me lo hizo llegar. Sentí miedo. Le dije que esperaría unos minutos para entrar. [¿Sabría ella si Cinthya tenía la bolsa en su poder?, pensé preguntarle, pero desistí]. [¿Estaría intacto el interior de la bolsa?].

4

Fui a sentarme en una banca solitaria en el portal. Todo estaba solitario. A mi derecha, luego de un jardincillo, la vía por donde entraban los vehículos que traían pacientes. Los temblores por el frío, más, menos intensos, más.

Érika llegó en un taxi Escarabajo bajo la fina llovizna; la noche total. La vi bajarse y erguirse como si el entorno le quedara chico. Se resguardaba con su paraguas azul —la farola cercana no iluminaba lo suficiente pero, como lo conocía, no tuve dudas de que era su paraguas azul.

La alcancé.

Fuimos hacia la banca.

Me entregó el par de chamarras, chafas y del mismo color, y los paraguas, que a simple vista y aun con la poca luz se notaban agonizantes; avisó que en la mochila —que había puesto en el suelo, de donde había agarrado mi bolsa para pasarla a su regazo— traía un sándwich y una botella de agua mineral.

Cerrando sus manos en las mías: —“¿Y por qué esa tacañería de viajar en pesero para un asunto tan delicado?”.

Quedé mirando su rostro en la penumbra. Sonrió. Tuve la sensación de que era mentira todo lo ocurrido hasta ese momento. Me sentí como a punto de sollozar. Me acercó su cara: “Oh, ¿qué te pasa, cachorrito?, ¿qué te pasa?…, abrázame, abrázame”. N

—∞—

Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.

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