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La maternidad y paternidad perfecta no existen: ¿por qué duele ser hijo?

Cuenta el doctor Gabor Maté que su madre fue una mujer extraordinaria. Que durante varios años fue madre soltera (su padre tuvo que migrar para buscar trabajo). Que fue judía durante la Segunda Guerra Mundial. Vio a su familia morir. Los sacó a él y a su hermano de Hungría, su país natal, cuando fue ocupado por los nazis para emigrar a Canadá. Trabajó arduamente para darle una buena vida a su familia. Contra todo pronóstico, lo logró. Vivió muchos años y que él se siente agradecido por haber crecido bajo su protección, amor y tutela.

Y sin embargo, toda su vida, Gabor se ha sentido abandonado.

No sólo era una sensación. Como doctor y especialista en trauma, él podía leer en su propia personalidad señales de abandono y trauma infantil: se reconocía como adicto (al trabajo), era propenso a la depresión y la ansiedad y fue diagnosticado con trastorno por déficit de atención siendo adulto.

¿Pero por qué se sentía así? ¿Cómo es que el hijo de una mujer que sacó a sus dos hijos de un país en guerra y les dio educación, techo, alimento y vida se podía sentir abandonado? ¿Acaso estaba siendo ingrato? ¿El relato que le habían contado de su infancia era falso? ¿Había algo mal en él?

Un día, Gabor leyó el diario que su madre escribió mientras se encontraban en Hungría. Y ahí descubrió una entrada en la que se contaba una escena peculiar: Gabor se había despertado una noche y estuvo llorando toda la madrugada por hambre, pero su madre no le dio pecho.

¿La razón? Los doctores le habían dicho que no debía alimentarlo a petición sino con horario estricto y ella no quería arriesgarse a que los doctores la tuvieran en un visto negativo y se negaran a atenderla, dado el contexto (población judía durante la Segunda Guerra Mundial).

Esa noche se mantuvo despierta con él, destrozada por su llanto, pero confiando en que estaba haciendo lo mejor. Pero a pesar de todo, no resistió.

Al final, apenas una hora antes de la hora de alimentarlo, no pudo más y le dio pecho. La entrada del diario cerraba con un tono de arrepentimiento: “no te preocupes, no lo voy a volver a hacer”.

Al leer esto, Gabor lo entendió. Sucedieron dos cosas en esa historia: el profundo amor que sentía por él la hizo seguir el consejo médico, mantenerlo con hambre había sido un acto de amor, uno que también se tradujo en dolor.

Desde una perspectiva adulta puede que no sea la gran cosa, pero intenten comprender la perspectiva de un bebé: ¿cómo creen que se sintió si pasó una noche entera llorando por hambre, con su madre a un lado, percibiendo que su cuidadora lo escuchaba pero no lo atendía, a pesar del evidente sufrimiento en que se encontraba, sintiendo no sólo vacío en el estómago sino muy probablemente también todo el estrés de la propia madre resistiendo el impulso de alimentarlo?

Yup, muchas heridas y traumas provienen de nuestra relación con padres y madres

La historia de Gabor revela una de las situaciones más complicadas de ser hijos, hijas o hijes: nuestras madres, padres, y en general, cualquier figura cuidadora, pueden habernos amado profundamente y, al mismo tiempo, muchas veces sin saberlo y con las mejores intenciones, habernos abandonado afectivamente.

Y esto, en ocasiones, puede llegar a manifestarse en la edad adulta en forma de conductas y emociones que expresan el abandono que se vivió en algún momento y ante al que tuvimos que aprender a sobrevivir, incluso si es consciente. Y eso no es ni raro, ni trágico, ni sorprendente, ni malo. Sólo es.

Uno de los aspectos más complejos de la psicoterapia es la confrontación con los padres, así como el inescapable descubrimiento de que una parte significativa de nuestras heridas y traumas (y la consecuente reacción en la construcción de nuestra personalidad) proviene de nuestra relación con ellos.

Inevitablemente, los hijos haremos juicios e interpretaciones, en ocasiones mesuradas y atinadas; en ocasiones plenamente injustas; en ocasiones sólo ingenuas, sobre la paternidad/maternidad.

Esto es normal y es parte de crecer: entender la propia crianza es, quizás, la dimensión más importante en la búsqueda por autoconocimiento.

Sin embargo, este proceso suele despertar sentimientos difíciles de entender y manejar: culpa, enojo, resentimiento, resignación, furia, complicidad, entre otros.

Crecer es, en parte, darse cuenta de todos estos efectos y tomar decisiones sobre qué se hará al respecto. Y aunque es una parte esencial de la vida, no solemos estar preparados para ella.

Sí podemos superarlo y sanar

Y creo que uno de los factores que la complican todavía más es la falsa creencia de que el crecer con amor materno/paterno debería traducirse en un hijo o hija sin dolores ni trauma. Y la realidad, en ocasiones, es más compleja que eso.

Esto es porque en la crianza participan muchos factores que nada tienen que ver con el amor y que de todas maneras nos van a influenciar: el trabajo, la cultura, el género, la precariedad, la familia extensa, la ausencia de familia extensa, la comunidad inmediata, la enfermedad, la muerte.

Como esponjas emocionales que son, les bebés absorben todo lo que ocurre a su alrededor, de modo que puedan desarrollar una personalidad que les permita enfrentar el mundo que habitan. Y en ocasiones, el amor no siempre será suficiente para protegerlos del dolor.

(Y todo esto es refiriéndome a las infancias en las que no hubo una forma de violencia explícita. En aquellas en que sí, la historia puede ser completamente otra).

¿Podemos culpar a nuestros padres por ello? No creo.

No es un tema moral, ni es un tema de culpas. La realidad es que la mayoría de las madres/padres hacen lo mejor que pueden con las herramientas que tienen a su alcance.

Lo que sí podemos hacer, en cualquier circunstancia, es intentar entender.

Entender que las paternidades y maternidades “perfectas” no existen, y que la gran mayoría van a terminar siendo madres/padres suficientemente buenos, como diría Winnicott, y que en ese “suficiente” también incluye los errores y descuidos naturales de la crianza.

Y es a nosotros, quienes quedamos, a quienes nos toca hacer la relectura de esas situaciones, elegir los ojos con los que las miraremos, y hacer el trabajo que nos toca para sanar y amar en la adultez, como parte inevitable de la condición humana.