Murió Gene Hackman, el magnético actor que supo llevar al límite en el cine todas las facetas del hombre común
“Siempre hay una oportunidad para aprovechar si uno conoce sus condiciones”, dijo una vez Gene Hackman, cuando en medio de una charla informal con periodistas alguien le recordó que no le hizo falta ser un tipo pintón para ejercer en la pantalla un atractivo irresistible. Así lo hizo a lo largo de una extraordinaria carrera artística y una vida que se cerró en las últimas horas del miércoles 26 de febrero, cuando él y su esposa, Betsy Arakawa, fueron hallados sin vida en el hogar que compartían en Santa Fe, Nuevo México. Tenía 95 años.
El magnetismo de Hackman siempre pasó por otro lado. En un momento podía ser el hombre más cordial del mundo mientras dejaba que se entreviera en el rostro un casi imperceptible rasgo de dureza. Entonces no le costaba nada pasar en un segundo de la amabilidad a la intimidación.
Había ocasiones en las que se convertía en el más duro de todos, despiadado y tenaz en la búsqueda de algún objetivo buscado al margen de la ley o de la ética, con una expresión que a menudo se acercaba al desborde enajenado de quienes no sienten límite alguno para tomar decisiones.
También le gustaba escapar de estos excesos y volver a ser un hombre común, de esos que prefieren pasar inadvertidos entre la multitud porque no se sienten capaces de marcar alguna diferencia. Eso sí, sin acomplejarse, porque representa a esa clase de persona que siempre se siente segura con lo que hace.
“Fui formado como un actor, no para ser una estrella”, respondió una vez cuando le preguntaron cómo hacía para resultar tan convincente en cada una de estas multifacéticas muestras de una personalidad actoral magnética como pocas. A Hackman siempre le creímos al verlo hacer todo lo que hizo en el cine. Ni uno solo de sus grandes o pequeños personajes apareció distante, sin compromiso, distraído, desatento o desinteresado en lo que pasaba a su alrededor.
Detrás de la aparente normalidad que siempre transmitieron sus caracterizaciones (porque, al fin y al cabo, su gran personaje en el cine en el fondo fue el hombre común) hubo siempre en Hackman un toque personal, distinto al resto, a veces cómico y a veces extravagante. Lo más curioso de todo fue que descubrió su vocación actoral, la que lo consagraría definitivamente y le daría fama y reconocimiento mundial, cuando ya andaba por los 30. Antes de alcanzar tardíamente tal meta, este californiano de San Bernardino (allí nació como Eugene Allan Hackman el 30 de enero de 1930) tuvo toda clase de oficios.
Su entrañable amigo Dustin Hoffman, compañero de aventuras juveniles y de estudios de teatro compartidos en Pasadena, contó que para ganarse la vida en esos años subía heladeras al hombro en edificios sin ascensor para una empresa de mudanzas. También fue camionero, vendedor de zapatos, periodista y estudiante de dibujo comercial.
Todo esto ocurrió después de sus tres años en la Marina, donde se desempeñó como operador de radio, tarea que luego lo ayudaría mucho en un par de actuaciones memorables. Se había alistado a los 16 años, mintiendo su verdadera edad, empujado por el dolor de la ausencia de su padre, que dejó sin aviso el hogar familiar cuando el futuro actor tenía 13. Pero con el tiempo Hackman descubrió que no tenía nada que ver con la vocación militar.
Cuando pidió la baja empezó a estudiar arte dramático en Los Ángeles y allí conoció a Hoffman y a Robert Duvall, con quienes compartió una amistad férrea y las privaciones de una vida cotidiana de poquísimos recursos. Hoffman dormía en el piso de la cocina. La leyenda dice que Hackman y Hoffman llegaron a ser evaluados como los alumnos de toda su camada con menores posibilidades de éxito.
La trágica muerte de su madre durante un incendio, en 1962, forzó su traslado a Nueva York y allí, dos años después, Hackman debutó en el cine con un pequeño papel en la comedia Solamente los miércoles. Poco después la oportunidad llamó por primera vez a su puerta y empezó a ensayar el papel del marido de la señora Robinson en El graduado, pero lo despidieron antes de empezar. “Mi formación me decía que la interpretación debía ser el resultado de una búsqueda, pero a le gente de Paramount le pareció que esa búsqueda me estaba tomando demasiado tiempo. Así que me echaron”, confesaría a LA NACIÓN en 2003, cuando al final de su carrera se reencontró con Hoffman en el thriller Tribunal en fuga.
En ese momento reapareció en su vida Warren Beatty, que encabezó el elenco de Lilith, otra de las tempranas apariciones de Hackman en el cine, y le propuso interpretar a Buck Barrow, el hermano del personaje masculino principal de Bonnie & Clyde, película que iba a producir y protagonizar. La suerte cambiaría por completo para ese dúo de estudiantes de teatro llamados al fracaso. Hoffman se consagraría con El graduado. Y ese hombre alto (medía 1,88), de temperamento fuerte y voz enfática conseguiría gracias a Bonnie & Clyde, su primera nominación al Oscar. Tenía 37 años y recién llegaba al cine.
Después de sumar elogios y reconocimientos en varias apariciones que empezaron a mostrar por qué era un actor dotado para toda clase de historias, en 1970 llegó la segunda nominación, en este caso por Mi padre…un extraño, junto a Melvyn Douglas, relato en el que Hackman, según confesaría después, puso en juego la memoria del complejo vínculo que mantuvo con su propio padre.
Comenzaría así, de la mejor manera, la primera gran década en el cine de Gene Hackman. Primero, porque al año siguiente, en su tercer intento, ganó por fin el Oscar (al Mejor actor protagónico) gracias a uno de los papeles de su vida, Popeye Doyle, el irascible y terco policía de Contacto en Francia. A este gran personaje le seguirían aplaudidas apariciones en Espantapájaros (junto a Al Pacino), La aventura del Poseidón y sobre todo La conversación, una de las obras maestras de Francis Ford Coppola.
Harry Caul, el experto y silencioso vigilador de escuchas ajenas que personifica allí, siempre fue para Hackman su personaje favorito. Después llegó un breve y disfrutable recreo: hizo reír a todos como el ermitaño ciego de El joven Frankenstein y, antes del final de la década mostró su primera y regocijante transformación en Lex Luthor, el archienemigo del Superman escrito por Mario Puzo, dirigido por Richard Donner y encarnado por Christopher Reeve. Volvería más tarde a ese papel.
Con la década del 80 y del 90 se abrirían todavía más puertas para el reconocimiento de Hackman como un actor múltiple, siempre confiable y capaz de someterse a cualquier desafío interpretativo. Le sobraba talento para hacerlo y también una personalidad fuerte, brava, que lo llevó en varias ocasiones a plantarse frente a algunos directores y cuestionar sus métodos.
De ese tiempo se recordarán unas cuantas apariciones suyas en películas que dejaron huella, sin importar si se le pedía un compromiso más duro, exigente o liviano para sus personajes: Bajo fuego, Sin salida, La otra mujer (única vez que fue dirigido por Woody Allen), El proceso final, Fachada, Gerónimo, Rápida y mortal, Marea roja, La jaula de los pájaros, Enemigo público (con un papel muy parecido al de La conversación), Bajo sospecha.
Entre todas ellas sobresalen las películas que le dieron las dos últimas nominaciones al Oscar, de nuevo como actor de reparto. Primero, como el duro agente del FBI que investiga cuestiones raciales en Mississippi en llamas, y más tarde como el sheriff del Lejano Oeste que esconde toda su crueldad detrás de la placa y se enfrenta a Clint Eastwood en Los imperdonables.
“Siempre trato de mostrar el costado humano de estos personajes –dijo una vez sobre la atención especial que le dedicaba a los villanos-. Eso los vuelve más diabólicos. Si uno los ve como malos todo el tiempo los pone en la categoría de monstruos. Pero si se muestra que pueden ser tipos normales, padres o abuelos tiernos, su condición se revela más vil, más despreciable”. Eastwood volvería a elegirlo con esa intención en Poder absoluto, en donde personifica a un presidente estadounidense de conducta despreciable.
Seguía por entonces acumulando aplausos y admiración cada vez que volvía a la pantalla. No era difícil entender por qué: Hackman se tomaba su tiempo para estudiar los guiones y las propuestas de trabajo y solo aceptaba las que pasaban un filtro personal cada vez más exigente. El rigor que se autoimponía era tanto que el cuerpo empezó a pasarle facturas: tuvo que someterse a una intervención cardíaca después de Mississippi en llamas de la que se recuperó muy bien, pero le exigió dos años completos de pausa e inactividad.
Fue durante esa convalecencia cuando por primera vez pensó en retirarse. Haber regresado con los reflejos intactos, dispuesto a entregar durante 15 años más algunos de sus mejores papeles en el cine, congeló por un tiempo esa idea. Hasta que se decidió en 2004 con una última aparición en una modesta comedia con toques políticos, Candidato por siempre. Tres años antes había brillado de verdad por última vez en ese género, de la mano de Wes Anderson, con Los excéntricos Tenembaum, aunque director y actor nunca se llevaron bien durante el rodaje.
Cuando su médico le dijo que su corazón no estaba en condiciones de quedar sometido a situaciones de estrés decidió sin lamentos ni vuelta atrás retirarse del cine. Allí empezó a aparecer en Hackman una faceta oculta de escritor, inesperada para todos menos para él. Hijo de un imprentero de Illinois, nieto y sobrino de periodistas, había revelado por primera vez su perspicacia para moverse en ese nuevo mundo cuando ya era un actor reconocido a fines de los 80 y se decidió a comprar los derechos de una novela que ya era por entonces todo un best seller. Pensaba llevarlo al cine.
“Fui tan respetuoso con el libro que me interesaron 100 páginas y tenía unas 300 de guión. Entonces pude ver que no tenía la experiencia para hacer ese tipo de cosas en ese momento, así que dejé que el proyecto continuara en otras manos. Al menos tenía buen ojo para el material”, dijo mucho después sobre ese libro, nada menos que El silencio de los inocentes.
En la escritura canalizaba las mismas inquietudes que tenía como actor. “¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Qué quiero? Estas tres cosas simples pueden llevarte muy lejos como actor. Y como escritor se puede empezar de la misma manera”, confesaría poco después.
También se volcó ocasionalmente a la pintura. Seguramente por eso eligió mudarse a Santa Fe (Nuevo México), una ciudad muy tranquila en la que abundan ateliers, estudios y galerías, y que se fue convirtiendo en residencia permanente de toda clase de artistas plásticos. Allí, Hackman se reinventó con la ayuda de la palabra, del pincel (nunca vendió un cuadro, siempre los donó con fines benéficos) y de una confianza en sí mismo que sentía extraviada. Escribía a mano, con un bolígrafo, y su segunda esposa, la pianista clásica Betsy Arakawa, 32 años menor que él, se encargaba de mecanografiar cada línea. También recuperó la soledad, con la que siempre se llevó bien.
Nadie imaginaba por entonces el final que ambos compartirían, envuelto en circunstancias que tardarán un tiempo en esclarecerse. Cuando se disipen esas dudas volveremos una y otra vez a recordar a Hackman como se merece, a través de los grandes personajes que forjaron una trayectoria incomparable.