Netflix: Daphne du Maurier, el nombre detrás de la nueva versión de Rebeca y otras joyas del cine de misterio

Hace ya muchos años se reeditaba una parte importante de la obra literaria de Daphne du Maurier en dos tomos prolijamente cocidos y encuadernados, con tapas que replicaban la firma de la autora en color oro, con páginas tan delgadas como las de las publicaciones religiosas. Colección Clásicos Contemporáneos, rezaba en la portada y la primera novela que invitaba a la lectura era su mayor éxito, Rebeca.

Allí estaba esa historia situada en el castillo Manderley, en las colinas escarpadas de la costa británica, habitadas por recuerdos y fantasmas. Rebeca era el nombre de la mujer ausente, la que persigue desde su presencia espectral, desde sus prendas bordadas con esa R alambicada, con su perfume mórbido y asfixiante, la vida de la nueva señora de Winter. Esa historia de amores perseguidos y tragedias silenciadas le valió a Du Maurier su fama como escritora de best sellers, pero también como creadora de personajes misteriosos y ambientes lóbregos, un sabor gótico que paso de la literatura al cine y dejó un recuerdo, como el de Rebeca, inolvidable.

"¡No es una remake de la película de Hitchcock!", insistió el director británico Ben Wheatley en varias de sus entrevistas a propósito del próximo estreno de Rebeca en Netflix, el 21 de octubre. "No es, en ningún sentido, una nueva versión de la película de Hitchcock. Rehacer una película no es interesante como volver a la novela original. Vi todas las adaptaciones pero mi intención fue siempre regresar al mundo de Daphne du Maurier", declaró hace un mes a la revista Empire.

Trailer de Rebeca - Fuente: NetflixTrailer de Rebeca - Fuente: Netflix

De todas las versiones, series, telefilms e inspiraciones, la de Hitchcock pareció ser siempre la definitiva. Rebeca, una mujer inolvidable (1940) fue su pasaporte de ingreso a Estados Unidos, su adaptación literaria más fiel gracias a las presiones de su productor David O. Selznick, su melodrama gótico filmado en pleno corazón de Hollywood. Pero Weathley ha querido desandar el camino y regresar a la letra de du Maurier, rastrear bajo el contraluz opaco de la mirada hitchcockiana una historia de amor y muerte, de pasión y castigo.

Todos los caminos conducen a Daphne

Todas las novelas de Daphne du Maurier esconden amores subterráneos, pasiones desmedidas sepultadas bajo el miedo y la desconfianza. Y cada una de las versiones cinematográficas de sus relatos ha sabido descubrir esos hilos ocultos en su escritura, sumergidos bajo los cortinados de sus imponentes mansiones, escondidos en la fuerza natural del paisaje insular de Cornualles, en los contornos de una forma de vida que ella misma transgredió. Nacida en Londres, a comienzo del siglo XX, fue heredera de toda una tradición artística: la de su abuelo George du Maurier, autor de la célebre novela Trilby y creador de Svengali, la de su madre actriz, Muriel Beaumont -estrella de la escena teatral londinense pese a su retiro temprano-, y también la de las sus admiradas hermanas Brönte -a las que leía con soterrada devoción-, la de las celebridades que pululaban en las reuniones familiares de su infancia, como Tallulah Bankhead o J.M. Barrie, quien se inspiró en los primos de Daphne para su Peter Pan.

Pese a esos merecidos pergaminos, las incursiones de Du Maurier en la literatura popular siempre le valieron el menosprecio de la crítica de la época. Fue el cine el que le dio permanencia a su legado, el que logró plasmar su compleja imaginación, aficionada a temáticas irreverentes como el incesto, la necrofilia, el homoerotismo, la codicia y el crimen alojado en el seno de la familia. Sus narradores en primera persona fueron todos esquivos y atormentados, prisioneros de una sexualidad expansiva como la de la misma Du Maurier, pese a su matrimonio victoriano. Su letra fue la más arriesgada transgresión a los mandatos de la época, a los afectos castos y los deberes sociales. Y el cine, aún en sus infieles adaptaciones, puso su nombre siempre delante del título, como un sello imborrable de su estilo, como una comunión irrenunciable con su ardiente imaginario.

Las primeras novelas, las primeras adaptaciones

Su primera novela, Espíritu de amor, publicada en 1931, ya marcó las coordenadas: cuenta las aventuras de una joven provinciana que decide perseguir sus deseos de libertad a través de un hijo prometido, en quien imagina cristalizado el espíritu rebelde que no pudo disfrutar en vida. Ya desde el comienzo gravita en el imaginario de Du Maurier la idea del doble, de raíces góticas pero también sexuales, que le permite ensayar la escapatoria de un mundo agobiante a través de un errante alter ego masculino. Luego llegaron otras historias como Nunca volveré a ser joven (1932) o Adelante, Julio (1933) -iracunda como pocas, condenada a la incomprensión- y fue La posada Jamaica, publicada en 1936, la primera que desembarcó en el cine. Lo hizo de la mano del prestigioso actor Charles Laughton, y su entonces socio de aventuras fílmicas, el productor alemán huido del nazismo Erich Pommer. Ambos eligieron para dirigirla a un Hitchcock ya en la víspera de su despedida de Inglaterra y, como en la novela, ambientaron la acción en la solitaria costa de Cornualles de comienzos del siglo XIX.

La posada Jamaica, estrenada en 1939, altera varias de las coordenadas del relato de Du Maurier, adapta su moral a las convenciones del cine, engrandece al personaje del vicario convertido en juez de paz para el lucimiento de Laughton, pero respeta el romanticismo decadente que la autora imaginó para sus personajes. Y, además, modela a la heroína irlandesa en el rostro de una juvenil Maureen O'Hara, capaz de arrebatar un farol a un grupo de saqueadores de barcos como una diosa furiosa bajo un cielo embravecido. En ella se consagra el espíritu de las figuras de Du Maurier, incandescentes aún en esos mundos confinados. Un año después llegó la célebre Rebeca otra vez de la mano de Hitchcock, con sus varios Oscars y su consagración internacional. De pronto, Du Maurier -que ya era una autora de cierto éxito- se convirtió en una nueva forma del misterio, modelada en esas intrigas encerradas en las mentes de sus personajes, en sus secretos inconfesables, sus deseos postergados, sus amores como fantásticas maquinaciones.

La siguiente adaptación que hizo justicia con ese estilo cultivado en un refugio de Cornualles fue Mi prima Raquel (1952), dirigida por el asiduo a las comedias Henry Koster. Aquí la historia está narrada en la voz de un joven huérfano que pierde a su padrino y tutor a manos de la misteriosa Raquel, quien se casa con él en una villa italiana y luego regresa como viuda a Inglaterra para enamorar a su heredero. Las opacas seducciones de la Rachel de la novela, convertida en hechicera a los ojos de su repentino enamorado, experta en hierbas y en pasiones escondidas, adquieren en la película de Koster el subterráneo encanto de Olivia de Havilland, con su voz gruesa y sus modales ceremoniosos, experta en esas conquistas repentinas. La película no tiene nada que envidiarle a lo que había hecho Hitchcock con Rebeca, y si bien no transmite el pérfido humor de Du Maurier, que es más cínico en esta novela, consigue una desazón arrebatadora que transmite muy bien el rostro de un joven Richard Burton condenado a un amor perdido.

El cine inglés volvió a Daphne du Maurier en una jugosa adaptación de su relato corto, El chivo expiatorio. La versión cinematográfica fue dirigida por Robert Hamer en 1959 y se estrenó por aquí como Su sombra siniestra. Cuenta la historia de dos hombre exactamente iguales que se encuentran por casualidad en un viaje a París. Uno es un profesor de francés en Londres, aburrido de una vida gris y sin sentido, y el otro es un ambicioso noble, frívolo y desprejuiciado habitante de la campiña francesa. El intercambio de identidades es obra de la sutil maquinación de uno de ellos, correosa en sus motivaciones, como suele suceder con todos los personajes cercanos al corazón de Du Maurier. La autora insistió en que el intérprete fuera Alec Guinness, y es su inquietante bonhomía, sus altivos intercambios con la matriarca que interpreta una Bette Davis confinada a la cama y al deshabillé, la que permite transitar ese tono vacilante que la novela consagra con astucia.

La emergencia del horror

Fragmento de la película Los pájaros, de Alfred Hitchcock - Fuente: YoutubeFragmento de la película Los pájaros, de Alfred Hitchcock - Fuente: Youtube

En 1963 Hitchcock regresó por tercera vez a la imaginería de Du Maurier y convirtió al breve cuento "Los pájaros" en la matriz de su siguiente película de horror después de Psicosis. Sin la música de Bernard Herrmann y con el tétrico alarido de las aves y los sintetizadores de Oskar Sala como telón de fondo, el director británico modeló un clima de horror subterráneo que toma por asalto a la costa de Bodega Bay y sus desprevenidos habitantes. Pese a que Hitchcock apenas toma la premisa del relato de Du Maurier para concebir su propia historia, pese a que convierte Inglaterra en la soleada California y al veterano de guerra Nat Hocken en el hijo pródigo que interpreta Rod Taylor, hay dos elementos en los que le rinde el justo homenaje a la escritora: la inexplicable sublevación de la naturaleza cotidiana que representan las aves; y la disputa entre dos modelos de mujer encarnadas en Melanie (Tippi Hedren) y la señora Benner (Jessica Tandy), pilares de esa dualidad de la que Du Maurier fue la más excelsa cultora.

Una década después llegó una de las más intensas recreaciones del oscuro mundo de la autora de Rebeca. Fue el británico Nicolas Roeg quien convirtió al relato "No mires ahora" en esa historia sublime que es Venecia Rojo Shocking (1973). Como nunca, el terror sugerido en la letra de Du Maurier, contenido en sus estratégicas elipsis, en los meandros de sus narrativas, adquiere expresión en un clima onírico y espeluznante. La capa roja, las aguas habitadas por el crimen y la podredumbre, la pérdida de una hija, una Venecia de ensueño y muerte, como sucedánea de la imaginada por Thomas Mann, se recrean en la colorida estética de Roeg, deudora de la Hammer, explosiva en la sensualidad que exudan Julie Christie y Donald Sutherland en esa tersa fatalidad que nunca los abandona.

De entre los muertos

Daphne du Maurier regresa en una nueva adaptación casi un siglo después de su debut literario, y lo hace a través de un ejercicio de recreación de su espíritu detrás de la sombra de una de sus adaptaciones más famosas y definitivas, en esa silueta de su soñada Manderley, en las vestiduras de un fantasma con nombre de mujer, de un amor gestado entre las góticas paredes de una tumba suntuosa. Su nombre vuelve a aparecer como sinónimo de esos climas espesos y asfixiantes, de una imaginación formada en su educación parisina, en su despertar temprano a la curiosidad literaria, en su búsqueda de libertad a través de alter egos y narradores errantes. Quizás esta nueva versión sirva para despertar un nuevo impulso a descubrir ese encanto oculto de su literatura a nuevas generaciones, de comprender que detrás de escritoras como Anne Rice o incluso Ruth Rendell está la estela imborrable de Daphne du Maurier. Y que su nombre sea como el de Rebeca, el de aquella mujer inolvidable.