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Opinión: Adiós al culto de SoulCycle

Me encantaban mis clases de aptitud física. Pero tenían un lado oscuro. (Simone Noronha/The New York Times).
Me encantaban mis clases de aptitud física. Pero tenían un lado oscuro. (Simone Noronha/The New York Times).

DESDE LAS PERSONAS QUE SE SALTAN LA FILA DE LA VACUNA HASTA EL RACISMO DESCARADO, ALGUNAS REVELACIONES ESTÁN EXPONIENDO LA OSCURIDAD QUE ESCONDE EL FRENESÍ CULTURAL DE LA APTITUD FÍSICA.

Durante años, me resistí a SoulCycle, la popular cadena de ciclismo en interiores. Mi última experiencia con el ciclismo en interiores había sido en la década de 1990, cuando lo llamábamos “spinning”, y mis recuerdos más vívidos eran los moretones causados por el asiento de la bicicleta y un instructor que parecía haber olvidado quitarse el disfraz de Halloween de Lance Armstrong. Sin embargo, en 2011, estaba demasiado embarazada para correr o bailar. Un día, una amiga que trabajaba en Soul, como lo llamaban los acólitos, me invitó.

La clase parecía menos una mañana en el gimnasio y más una noche en la ciudad: la música potente, el movimiento sincronizado y la penumbra ofrecían una sensación de seguridad y la emoción de pertenecer a un grupo de gente guapa. La experiencia fue orquestada por la instructora, un título que no hace justicia a la radiante mujer que pronunciaba frases inspiradoras desde su propia bicicleta encima de un escenario iluminado por velas. No la conocía, pero, después de 45 minutos, quería abrazarla. Quizá quería ser ella. “Lo hiciste genial, Natalia”, me dijo. Agendé otra clase.

El ritual se volvió embriagador. Pero el mismo ambiente que vuelve tan tentadoras estas experiencias puede tener un lado oscuro.

Los populares instructores de SoulCycle han enfrentado acusaciones recientes de acoso sexual, racismo, gordofobia y misantropía en general. Los han acusado de obligar a los ciclistas a que les practiquen sexo oral, de llamar “tía Jemima” a una ciclista negra que llevaba un pañuelo en la cabeza y de lanzar fruta a los empleados en medio de un ataque de ira. La semana pasada, una de los instructores más famosos de SoulCycle cometió el pecado capital de la era COVID-19: saltarse la fila de la vacuna y publicarlo en Instagram, ya que afirmó que era elegible como una “educadora” que atendía la “salud y el bienestar” de su comunidad. (Se disculpó).

El hecho de que las marcas fundadas en la “inspiración”, la “autenticidad” y el “bienestar” puedan fomentar un comportamiento tan poco saludable demuestra lo fácil que es explotar nuestro instinto de conferir positividad a la búsqueda de la salud y a las personas que nos ayudan a conseguirla. Estas acusaciones ponen bajo la lupa a la industria, desde Bikram Yoga (un carismático líder fue acusado de acoso sexual y violación) hastaCrossFit (el director ejecutivo fue acusado de acoso sexual y de hacer comentarios racistas). Al igual que muchas instituciones comunitarias —los Niños Exploradores, las iglesias, los campus universitarios—, los espacios donde nos reunimos para sudar pueden sancionar el abuso con tanta facilidad como la inspiración.

Lo he visto de primera mano, como estudiante y profesora de clases grupales de aptitud física. A principios de la década de los 2000, encontré una clase de entrenamiento físico que suplantaba las destructivas charlas sobre dietas con afirmaciones de fuerza y valentía, y reforzaba lo que me gustaba del ejercicio, aunque no pudiera articularlo con palabras.

Aunque hoy en día suena trillado, en 2005 se sentía como una liberación. Después de un año de recorrer la ciudad de Nueva York para tomar múltiples clases al día de su fundador, obtuve la certificación de líder. Mis alumnos me preguntaban por qué era tan positiva y yo les decía que, como me había quedado fuera del deporte, dar clases de aptitud física —o como decimos ahora: “bienestar”— me hacía sentir invencible. No obstante, esa cultura tan absorbente me hacía reflexionar de vez en cuando, como cuando una joven delgada y de ojos muy abiertos me dijo que había dejado su psicoterapia: mi clase era todo lo que necesitaba.

Vi de primera mano la transformación del papel que desempeñaba el ejercicio en la vida estadounidense. Como me dijo un empresario del sector de la aptitud física, después del 11 de Septiembre, una nueva oleada de empresas de “fitness” empezó a vender el “entrenamiento como bienestar”, con lo que llevaron la salud holística de la cultura jipi a la cultura dominante. El ejercicio había pasado de ser una rutina puramente física que podía ocupar unas cuantas horas a la semana a una actividad que lo abarcaba todo. Instructores mucho más populares que yo eran sus vanguardistas.

Se convirtió en un lugar común describir a estas figuras como “líderes de culto”: se convirtieron en terapeutas, iconos de la moda, DJs, expertos en nutrición, maestros espirituales y símbolos sexuales. La motivación exagerada (“A IMPOSIBLE LE SOBRA LA ‘I’ Y LA ‘M’”), los precios elevados (¡42 dólares la clase!) y los fans obsesivos hicieron que las boutiques de aptitud física fueran motivo de burlas. Sin embargo, las clases seguían agotándose.

Durante la pandemia, esas experiencias colectivas de ejercicio pueden parecer un vestigio, nuestro propio bar clandestino o salón de baile. Después de todo, casi el 60 por ciento de los estadounidenses que hacen ejercicio en casa dicen que nunca volverán al gimnasio. Y eso no tiene en cuenta el “fitness” de boutique, donde la intimidad sudorosa y visible de las clases abarrotadas —un recuerdo que me hace sentir nostálgica y a la vez buscar mi cubrebocas— es, en parte, el objetivo.

Pero incluso ahora que muchos estudios están cerrados, la avidez por instructores cuya incandescencia puede hacer llorar a los usuarios y, a la vez, convertirlos en superhéroes sigue estando muy presente.

Gracias a las intensas conexiones que cultivan estos instructores, desde que comenzó la pandemia los estudiantes los han seguido en línea y en los estacionamientos, a veces incluso se han unido a manifestaciones contra el confinamiento. Peloton, la plataforma digital de aptitud física en casa, ha florecido en el último año en parte gracias a sus instructores extravagantes, que atienden a cientos de miles de personas, incluido el presidente de Estados Unidos. Y varios otrosinstructores de “fitness” a distancia han alcanzado el estrellato durante la pandemia. Este fenómeno no va a desaparecer, por lo que tenemos la responsabilidad de entenderlo.

Para una clientela acomodada que trabaja en oficinas reguladas por departamentos de recursos humanos y se mueve en círculos sociales regidos por una educada contención, las clases de ejercicio pueden ser tanto una emocionante transgresión de esta disciplinada sensibilidad como una extensión de la misma. Si no, ¿por qué no pagar para que te rocíen con agua en el clímax de un intenso circuito en bicicleta que no te lleva a ninguna parte, para sudar bajo las luces rojas de un campo de entrenamiento inspirado en un burdel o para que un exconvicto te guíe con rudeza durante un “entrenamiento de prisión”?

He experimentado todos estos entornos. Por lo general, me han parecido más interesantes, desde el punto de vista antropológico, que ofensivos. Pero la dinámica propicia el cruce de límites.

Después de una sesión, le envié un mensaje a un amigo diciendo que, sin quererlo, me habían dado “un baile erótico en la clase de ‘spinning’”. Incluso en el gimnasio, donde las restricciones habituales a la hora de halagar y tocar los cuerpos de los demás pueden ser más relajadas, me sorprendió que el instructor hiciera un baile sugerente sobre mi manubrio. Sin embargo, el salón lleno de ciclistas rio a gritos con aparente deleite.

Me recompuse y simplemente no volví. Pero cuando el telón de fondo de este tipo de comportamientos ya no es el ámbito insular de un estudio repleto de admiradores, sino una industria que se enfrenta a graves acusaciones de abuso, esta interacción se siente diferente.

La mayoría de los instructores manejan su poder de forma responsable y un instructor que entienda que su propósito es algo más que ayudar a sus alumnos a ponerse un par de pantalones ajustados puede cambiar vidas de manera positiva. Pero esa función expansiva no ha ido acompañada de una certificación más rigurosa, códigos de conducta ni mucha reflexión. (Ni remuneración: muchos de los más de 300.000 instructores de aptitud física son miembros del precariado, que apenas empiezan a organizarse).

Con algunas excepciones, los instructores que aspiran a esa celebridad y las empresas que se benefician de ella no han hecho más que alimentar los cultos a la personalidad en lugar de cuestionarlos. A menos que cambiemos esta situación, nuestra creciente industria del “fitness” y la cultura que refleja seguirán siendo tan capaces de perpetuar daños como de promover la salud.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company