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Cómo la pandemia nos ha enseñado a valorar el tiempo de descanso

“Abba, tengo una idea”, dijo mi hijo de tres años. “Ponte la pijama y tu antifaz grandote, apaga la luz y acuéstate en la cama”.

“Qué buena idea”, respondo, con sinceridad. Me pongo el antifaz para la apnea del sueño, me pongo una pijama vieja de algodón suave y me meto con mi hijo bajo el acolchado edredón blanco. En cuestión de segundos, el suave silbido de mi respiración lo arrulla. Conoce bien la imagen y el sonido de mi cuerpo dormido; padezco lupus, una enfermedad autoinmune que provoca fatiga crónica. En un buen día, puedo arreglármelas con unas 10 horas de sueño. Cuando mi enfermedad empeora, a veces durante semanas, necesito dormir gran parte del día y de la noche.

Antes de que naciera mi hijo, me daba miedo que mi fatiga me impidiera ser un buen padre, y es cierto que a menudo hago malabares con las necesidades de la crianza y el agotamiento. Lo que no preví es que priorizar el descanso, el sueño y la ensoñación también es algo tangible que puedo ofrecerle a mi hijo.

Me ve tomar una siesta todos los días y quiere hacer lo mismo. Construimos nidos elaborados y miramos juntos por la ventana, apoyados suntuosamente en enormes montones de almohadas. La mayoría de los niños de 3 años que conozco se resisten a acostarse por la noche, pero nosotros nos acurrucamos bajo las mantas en las frías tardes de invierno, suspirando con un placer sincronizado.

En 2022, Estados Unidos es un lugar agotador para vivir. Casi todas las personas que conozco están cansadas. Estamos cansados de responder a los correos electrónicos del trabajo después de la cena; estamos cansados de cuidar a familiares mayores en un sistema de atención a la tercera edad que se desmorona; de preocuparnos por un tiroteo masivo en las escuelas de nuestros hijos; estamos cansados del dolor no procesado y de las enfermedades y depresiones no atendidas; estamos cansados de que los incendios forestales se conviertan en algo habitual en el oeste, de las inundaciones y los huracanes que asolan el sur y el este; estamos bastante cansados de esta pandemia interminable. Sobre todo, estamos agotados de intentar seguir adelante como si todo estuviera bien.

Cada vez más personas se niegan a seguir viviendo con este cansancio creciente: en la actualidad hay 10 millones de puestos de trabajo vacantes en Estados Unidos, frente a los 6,4 millones que había antes de la pandemia.

Esta tendencia está liderada por los jóvenes; millones de personas están planeando renunciar a sus trabajos el próximo año. Algunas personas de mediana edad se quejan de la pereza de los jóvenes de la actualidad, pero como un padre de la Generación X, enfermo crónico, y como rabino que ha pasado gran parte de su carrera profesional atendiendo a los moribundos a medida que su vida se ralentiza de manera natural, animo a los jóvenes en esta Gran Renuncia.

He visto los límites de la rutina. Quiero que mi hijo aprenda a ser perezoso.

La palabra inglesa “lazy” deriva del alemán “laisch”, que significa débil o endeble, y del nórdico antiguo “lesu”, que significa falso o malo. Devon Price, sociólogo que estudia la pereza, señala que estos dos orígenes captan el doble lenguaje incorporado en el concepto.

Cuando llamamos perezosas a las personas (incluidos nosotros mismos), a menudo señalamos que están demasiado cansadas y débiles para ser productivas, y al mismo tiempo las acusamos de fingir su debilidad para librarse del trabajo con fines malévolos. Como señala Price: “La idea de que los perezosos son unos malvados farsantes que merecen sufrir ha estado incrustada en la palabra desde el principio”.

Rehuir de la pereza forma parte del sueño americano. Los puritanos que colonizaron Nueva Inglaterra creían que la pereza conducía a la condenación. Utilizaron esta teología para justificar la esclavitud de las personas negras, cuyas almas decían haber “salvado” al haberlos convertido en trabajadores productivos.

Esta visión ha perdurado en la cultura estadounidense. Cientos de años después, trabajar hasta el punto de dañarnos a nosotros mismos para construir la riqueza del jefe sigue siendo alabado como una “buena ética laboral” en Estados Unidos, y la palabra “perezoso” sigue estando relacionada con el racismo y la injusticia. Son las personas pobres, sin hogar, las jóvenes, negras, morenas; los enfermos mentales, los gordos y los enfermos crónicos quienes son acusados de pereza con más frecuencia. Rara vez oímos hablar de multimillonarios perezosos, por mucho que su fortuna sea heredada.

Durante décadas, temí que me etiquetaran de “perezoso” debido a mi fatiga crónica. Me esforcé más allá de mis límites físicos, hasta enfermar de gravedad, para demostrar mi valor. El activismo de las personas discapacitadas me enseñó que estigmatizar el descanso no solo es malo para mi cuerpo, sino para el mundo. La pandemia demuestra, de manera instintiva, cómo quedarse en casa y hacer menos cosas puede ser una forma de activismo. La pandemia también ha ilustrado cómo el descanso no está ampliamente disponible para la mayoría de los trabajadores esenciales en este país, con consecuencias trágicas para todos. La falta de licencias por enfermedad, de permisos médicos familiares y de la posibilidad de trabajar desde casa en empleos esenciales y mal pagados le ha echado queroseno al fuego viral de la pandemia.

Aunque miremos con esperanza hacia un futuro pospandémico, seguiremos viviendo en un planeta frágil y en proceso de calentamiento, con alteraciones climáticas cada vez más graves. Es urgente que encontremos la manera de trabajar menos, viajar menos y quemar menos combustible, a la vez que nos conectamos y cuidamos más unos de otros. En otras palabras, es fundamental que dejemos de estigmatizar la pereza si queremos que nuestra especie tenga un futuro. El mundo está en llamas; el descanso ayudará a apagarlas.

En este momento, mientras la variante ómicron se propaga sin control, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por su sigla en inglés) han establecido sus lineamientos pensando en que la gente seguirá yendo a sus trabajos, lo que en ocasiones hace más peligroso que las personas inmunodeprimidas como yo reciban atención médica o salgan de casa. Como persona de alto riesgo, estoy muy consciente de cómo a los jefes les importan más los beneficios y la productividad que mi supervivencia. Como señala Sunaura Taylor, una activista discapacitada, nuestro sistema económico opresor conduce inevitablemente a tratar a las personas discapacitadas como algo desechable, mientras que atrapa a las personas sin discapacidad en trabajos peligrosos y de explotación. “El derecho a no trabajar”, dijo Taylor, “es un ideal digno tanto de quienes son discapacitados como de quienes no lo son”.

La pereza es algo más que la ausencia de trabajo o la forma de evitar el trabajo; también es disfrutar de holgazanear bajo el sol o en los brazos de otra persona. A través de mi trabajo en un centro de cuidados paliativos aprendí que los momentos que pasas disfrutando de la compañía de un viejo amigo, saboreando el olor del café o disfrutando de una cálida brisa pueden hacer que incluso el final de la vida sea más placentero. A medida que el futuro se vuelve más incierto, quiero enseñarle a mi hijo a disfrutar del planeta ahora mismo. Quiero enseñarle a no hacer nada echado en la hierba y a observar las nubes sin ninguna sensación de urgencia impuesta de manera artificial. Muchas de las maneras en que he aprendido a vivir bien en un cuerpo crónicamente enfermo (tomando el momento presente con lentitud y suavidad, dejando de buscar certezas sobre el futuro, durmiendo la siesta, soñando, alimentando las relaciones y amando con locura) son relevantes para todas las personas que viven en este planeta crónicamente enfermo.

Sin duda, es mi privilegio el que me permite enseñarle a mi hijo a ser perezoso. Mucha gente en este país y en otros lugares se pasa todo el tiempo trabajando, algunos con varios empleos. Muchos siguen luchando para poder pagar su vivienda y la comida. Para demasiadas personas, la pereza no es una opción.

Pero el descanso no debería ser un lujo; nuestro tiempo nos pertenece y no es una mercancía. Recuperar nuestro tiempo es un acto de soberanía sobre nuestras vidas, merecido por todos. “El descanso”, dice la obispa de la siesta, la activista negra Tricia Hersey, “es una visión radical para un futuro liberado”.

Hoy, mi hijo y yo estamos jugando a la colina. Estamos tumbados bajo una pila gigante de todas las cobijas de la casa, imaginando que es una colina repleta de hierbas suaves. Siento su cálido aliento en mi cuello, sus delgadas extremidades se extienden por mi vientre blando.

“Shh, abba”, dice. “Las colinas no se mueven ni hablan… solo se quedan quietas y germinan cosas”.

Le estoy enseñando a mi hijo a ser perezoso y, hasta ahora, todo va muy bien.

© 2022 The New York Times Company

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