Oscar 2022: cuando la música es una excusa para la trama (y viceversa)

Por momentos, el silencio en CODA es tan inmenso que se vuelve parte de la banda sonora. En algún sentido, ese vacío fonético encarna un personaje más del film escrito y dirigido por Sian Heder, uno de los más potentes candidatos a llevarse este fin de semana el Oscar a la Mejor Película.

El nombre de la historia tiene un evidente doble sentido: por un lado, la ‘coda’ es ese pasaje que cierra una composición musical -que en inglés también se conoce como outro-, pero además aquí alude directamente al corazón de la trama; ‘CODA’ son las siglas que -entre otras cosas- describen a Ruby, el rol principal: Children of Deaf Adults, hija de adultos sordos.

Cuando no hay silencios, en esa dinámica ficcional de padre, madre y hermano mayor no oyentes (interpretados por Troy Kotsur, Marlee Matlin y Daniel Durant) está la voz de esa chica, la menor del clan y única de los cuatro que puede comunicarse oralmente. Ella habla con sus compañeros de escuela, con su mejor amiga, como interlocutora incansable de sus padres ante infinitos trámites y gestiones. Pero incluso por encima de esa voz ‘actuante’, hay otra: la cantante. Ruby (Emilia Jones) tiene todas las cualidades -aunque veladas- de una gran vocalista, su maestro de música lo detecta y esa circunstancia del destino (el encuentro de una alumna temerosa con un docente provocador e incisivo -encarnado por el mexicano Eugenio Derbez- despliega el resto del argumento, una suerte de camino del héroe (la heroína, en este caso), que ayuda en última instancia al empoderamiento de todos. Apoyada en temas que eternizaron Joni Mitchell, Etta James, The Clash, David Bowie y Marvin Gaye, la música es, en CODA, sinónimo de salvación, de vía de escape y de huida hacia adelante de un conflicto interno no solo de la protagonista, sino de su familia, presuntamente ‘incapacitada’.

En la misma y extensa categoría de Mejor Película (la única con diez contendientes), otra de las nominadas también se apoya en la música, aunque en sentido inverso. La remake dirigida por Steven Spielberg del clásico West Side Story (originalmente estrenado como musical de Broadway, en 1957, y adaptado al cine en 1961 por Robert Wise y Jerome Robbins) tiene hoy múltiples lecturas que la reivindican como una obra históricamente relevante -una versión moderna y neoyorquina del drama shakespeariano de Romeo y Julieta, un alegato contra la violencia, una demostración de la aterradora vigencia del racismo-pero solo una cualidad irrebatible: todo gira siempre en torno a las canciones. Aquí la música no es, como en CODA, la salvación, sino el todo mismo. Los personajes cantan sus sentimientos, bailan sus emociones, exteriorizan sus razonamientos íntimos a través de las melodías.

Romance condenado a la tragedia

La pareja emblemática de María y Tony (interpretados por Rachel Zegler y Ansel Elgort) expone mediante esa sofisticada partitura, compuesta por Leonard Bernstein en los años 50, su accidentado romance, condenado desde el inicio a la tragedia. Los enamorados y sus canciones son víctimas del enfrentamiento de dos pandillas opuestas, los Jets (de origen europeo) y los Sharks (latinos), que se disputan el poder cultural y el dominio del territorio. Entre cada número musical, los personajes intercambian frases como “Quédate con los de tu propia raza”, “Los otros son diferentes”, “Cerremos las puertas”. Nada demasiado alejado de la realidad actual -recuperar esta fábula y remontarla en la pantalla grande en 2021 fue, hay que reconocerlo, una movida política magistral de Spielberg-. Para no explicitar con palabras, West Side Story ‘habla’ con la música, y es por medio de ella, del recuerdo de eso que suena a lo largo de esos 156 minutos, que vuelve perdurable su mensaje en la audiencia.

Hay una tercera muestra entre las nominadas de un uso astuto -y bello- del soundtrack en un relato complejo. Para Belfast, que narra la infancia de Buddy (Jude Hill) en medio del conflicto nacionalista de Irlanda del Norte en los años 60, su director, Kenneth Branagh, desplegó el cancionero de una leyenda nativa: Van Morrison. La voz melancólica del norirlandés actúa como una cicatriz audible de la pérdida, de todo ese amor y familiaridad que empieza a romperse para el niño protagonista. Hay un solo momento en que la banda sonora cede a un artista inglés (el grupo Love Affair): ante un inminente traslado de los personajes a Londres. De nuevo, el lenguaje musical habita las imágenes sin inocencia, cargado de significado.

No importa con quién se vaya el máximo Oscar este domingo; las canciones ya triunfaron. Se ganaron hace tiempo un rol primordial, insustituible, en las grandes historias.