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El peligro que acecha detrás de la riqueza de la Liga Premier

La verdad es que la naturaleza precisa de la jerarquía es un poco confusa. Los títulos de los puestos son, por sí solos, grandiosos e impresionantes, pero en conjunto, todas esas mayúsculas se vuelven de alguna manera vagas y un poco sin sentido. Durante un tiempo hubo dos Directores Deportivos, un Director de Talento Global y Transferencias y un Codirector de Reclutamiento y Talento.

No está del todo claro cuál de ellos es el más alto. Quizá sea intencional. Y, sin duda, parece que los codirectores deberían venir en parejas, como mínimo, pero en este caso tal vez solo haya uno. Una mirada poco amable podría sugerir que todo es un poco schrutiano.

Sin embargo, la experiencia de las personas que ocupan cada uno de esos puestos es irreprochable. Entre el periodo entre las transferencias de verano y el equivalente invernal, los dueños del Chelsea pusieron manos a la obra para contratar a algunos de los mejores profesionales que puede ofrecer el fútbol mundial.

Eligieron —sin ningún orden en particular, porque no es fácil evaluar en qué orden se supone que deben estar— a Christopher Vivell para ser Director Deportivo y a Joe Shields de Reclutamiento y Talento. También a Laurence Stewart, contratado para ser un “director deportivo que se centre en el fútbol a nivel mundial”, y a Paul Winstanley, Director de Talento Global y Transferencias de los Blues.

Sus currículums eran impecables. Vivell y Stewart tenían conexiones con la red de clubes de Red Bull, considerada desde hace tiempo uno de los mejores semilleros de talento en el fútbol mundial. Stewart también había trabajado en el Mónaco, otro equipo famoso por su ojo para el potencial. Shields había ayudado a convertir la academia del Manchester City en una de las mejores de Europa. Winstanley había sido fundamental para que al Brighton se le pudiera considerar tal vez el club más inteligente de la Liga Premier. Al reunirlos, el Chelsea había armado un grupo de expertos sinigual para que pudiera conquistar el mercado de transferencias.

Cabe preguntarse hasta qué punto esa experiencia habría sido útil el martes. Bajo la dirección de Behdad Eghbali, uno de los copropietarios del Chelsea, el club cerró un acuerdo para fichar a Enzo Fernández, el mejor jugador joven de una Copa Mundial que vieron más de mil millones de personas.

Para conseguir el fichaje, Eghbali y su equipo de negociadores tenaces aceptaron pagar la cláusula de rescisión en el contrato de Fernández con el Benfica, una cifra casi diez veces superior a la que el club portugués había desembolsado por él hacía solo seis meses. Fue un extraordinario golpe maestro, como entrar en una tienda muy cara, pagar el precio de la etiqueta y salir triunfante.

Hablando en serio, no se trata de ridiculizar las calificaciones de ninguno de los nombramientos del Chelsea, ni siquiera de destacar la evidente desconexión entre cómo forjaron sus reputaciones y lo que se les exigirá que hagan en el Stamford Bridge.

Más bien, se trata de subrayar la realidad del gasto de la Liga Premier en general… y del Chelsea en particular. A pesar de todos los ejércitos de cazatalentos que emplean los clubes, de todas las celebraciones de los gurús de los visores y los directores deportivos con el toque mágico, de toda la energía intelectual invertida en el proceso de identificar y seleccionar talento, el fútbol inglés cuenta con una riqueza tan imposible que en realidad todo eso es secundario. Los clubes de la Liga Premier pueden ver a los jugadores que quieran, los jugadores que todo el mundo quiere, e invertir el dinero en el problema hasta que consiguen lo que quieren.

Ha habido dos tonos en la cobertura del gasto que hizo el Chelsea en enero. Uno ha sido de celebración: el que perpetuaron la televisión, los elementos más apasionantes de la prensa, la misma Liga Premier y la gran cantidad y variedad de empresas financieras para las que la riqueza asombrosa del fútbol inglés representa una oportunidad.

Desde este punto de vista, las cifras absurdas que ha gastado el club se consideran una medida directa de poder y estatus y la técnica del club de repartir el costo contable de esos acuerdos en contratos inusualmente largos se ha presentado como un mecanismo ingenioso, uno que ha sorteado de manera magnífica los intentos poco entusiastas del fútbol por atar a sus clubes a la idea de sostenibilidad.

El otro no está ni cerca de ser tan grandilocuente, tan popular ni tan triunfalista. Parece un poco catastrófico, como preocuparse por la basura en Woodstock, o tal vez incluso un poco intelectual, como preguntarle a un miembro de los Hells Angels por el consumo de combustible de una Harley. Utiliza términos como “equilibrio competitivo” e “inflación” y por lo general se topa con acusaciones de envidia vil.

Y, a pesar de todo, el último, tristemente, es correcto. El gasto del Chelsea en enero ha rozado lo lascivo y la cantidad de dinero que han asignado los equipos de la Liga Premier en su conjunto —como siempre— no solo ha sido obscena, sino también peligrosa, no solo para los propios clubes, sino también para el fútbol inglés y el europeo en su conjunto.

Las razones de esto son relativamente conocidas. Mientras más alto suben los precios los clubes de la Liga Premier, mayor es el riesgo inflacionario para todos los demás. El Chelsea quizá tenga los recursos financieros para pagar más de 100 millones de dólares por un jugador —Mykhailo Mudryk— que ha jugado seis partidos en la Liga de Campeones y lo mismo puede decirse del Arsenal. Incluso podría tener el respaldo necesario para sobrevivir si se encuentra con un grupo de jugadores de bajo rendimiento con contratos de larga duración. Sin embargo, la mayoría de los clubes no lo tienen.

Eso deja a la gran mayoría de los equipos —incluso los célebres, incluso los famosos, incluso los ricos en comparación— frente a una disyuntiva cuando llegue el próximo Mudryk: aceptar que ese nivel de talento ya no está disponible o arriesgarlo todo para intentar competir. El Barcelona ya lo intentó. Y lo llevó a la ruina. La Juventus, también. Lo llevó a la desgracia. La única opción, entonces, es la sumisión.

También hay efectos a nivel deportivo. La disparidad entre la Liga Premier y las otras ligas importantes —por no hablar de todas las demás— ahora es tan grande que incluso los ejecutivos de algunos de los mejores clubes del continente admiten que están encallados en competencias “secundarias”. Un ejemplo reciente: el AC Milán, el campeón reinante de Italia, no pudo igualar el paquete económico que le hizo el Bournemouth a Nicolo Zaniolo, el delantero de la Roma.

Da la casualidad que esto no es algo benéfico a largo plazo para la Liga Premier; después de todo, los clubes ingleses necesitan un lugar donde puedan sacarse de encima a los jugadores que no deseen en el futuro. No obstante, tiene un efecto inmediato más devastador en el fútbol como esfuerzo común para Europa y el mundo.

A medida que el talento se concentra en una liga, en un país, todo lo demás se desvanece y se marchita en las sombras, condenado a ver cómo Inglaterra arranca sus flores más preciadas en cuanto florecen. De repente, la lógica detrás de una superliga continental no parece tan descaradamente venal.

El reclutamiento es una parte válida del fútbol. Tal vez la mejor manera de concebir una temporada es como una prueba de la fortaleza institucional de cada club: no solo del talento de los jugadores que pone en el campo ni la visión del entrenador, sino de las estructuras que ha construido para permitirles triunfar. Los visores, como el personal médico o el equipo de mercadotecnia, contribuyen en cada trofeo.

Al menos, así debería funcionar. La riqueza de la Liga Premier lo distorsiona. No hay sentido del deporte en tener arbitrariamente más dinero que los demás. Hacer de la riqueza un prerrequisito para el éxito es, en esencia, pedirles a los aficionados que vitoreen la capacidad de los ricos para comprar cosas.

Y, a pesar de todo, justo en eso se ha convertido la Liga Premier. No hay razón para esperar que los aficionados se opongan a esto; si ese es el juego, entonces su única preocupación es que su club también lo practique. Tampoco hay ninguna razón para esperar que la propia Liga Premier tome medidas. El fútbol inglés, como lo habrás notado, no tiene ningún problema con la dirección que está tomando.

Tal vez se podría esperar que los dueños de la liga ejerzan autocontrol, porque están atrapados en una espiral de consumo conspicuo que los vuelve vulnerables a la llegada de alguien con todavía más dinero que ellos, pero eso tal vez sea demasiado utópico.

En cambio, al único lugar al que se puede recurrir son los órganos rectores del fútbol —la UEFA, la FIFA y sus federaciones dependientes— para preguntarles qué piensan hacer al respecto, si están felices de ver cómo la Liga Premier canibaliza el deporte en su conjunto, si están satisfechos de que ahora el juego se resuelva tanto en el capitalismo frenético del mercado de transferencias como en el terreno de juego.

Estas organizaciones no son impotentes. No tienen por qué quedarse de brazos cruzados. Podrían gravar las transferencias, poner impuestos de lujo, límites a las escuadras o cuotas de cantera para buscar contener el gasto y restablecer algún tipo de equilibrio. O podrían quedarse sentados mirando, que es lo que han hecho durante tanto tiempo, cómo el fútbol se fractura, se astilla y se rompe bajo el peso de todo ese dinero contante y sonante.

© 2023 The New York Times Company