Las razones del éxito de Avatar: el camino del agua, y por qué propone un futuro para el cine que lo conecta con la infancia
Con los diarios del lunes (o de hoy), se puede decir que el éxito de Avatar: el camino del agua no sorprende a nadie. Máquina pensada y diseñada durante años con miles de millones de dólares encima, creada por un director como James Cameron que, con solo once películas, figura en el top ten de mayores recaudadores de la historia, y con una empresa (Disney, dueña de lo que fue la Fox) con un enorme aparato global de promoción detrás, parece una apuesta segura. Al punto de que la crítica internacional decidió mirarla de soslayo y con pereza porque, de todos modos, seguramente habría de ser un éxito. Pero El camino del agua es cualquier cosa menos un partido ganado desde el vestuario, y su éxito abre -o confirma- un camino para el cine que viene. Podríamos aquí citar -desde El mago de Oz a la reciente Un mundo extraño- cientos de maquinarias semejantes al film de James Cameron como ejemplos de que no existe tal cosa como la “apuesta segura”, pero mejor preguntemos otra cosa: ¿qué hay en El camino del agua, secuela después de trece años de una película que no generó nada de merchandising, que llena los cines?
Lo obvio: hay un mundo. Un mundo completo que se explora de a poco a través de las aventuras de un grupo de personajes. Un mundo que, incluso si tiene una física similar a la de nuestro globo cotidiano, existe solo en la cabeza de James Cameron, lo que implica que no solo incluye una fauna fantástica que tenemos ganas de ver en todo su esplendor (aquí la justificación absoluta del brutal desarrollo del 3D que la película convoca). En el fondo, El camino del agua es menos una secuela de Avatar (un western, ni más ni menos, solo que la frontera oeste se ubica a miles de años luz) que de dos películas poco vistas de Cameron: Ghost of the Abyss (2003) y Aliens of the Deep (2005). Ambos son documentales, el primero en torno del Titanic y el segundo, de las mayores profundidades marinas, en busca de criaturas únicas apartadas del ojo humano. En esas dos películas el realizador se toma su tiempo no solo para buscar qué mostrar sino para que veamos. Si algo no tienen estos films es el vértigo de la acción obligatoria. La parte central de El camino del agua es un viaje por los mares de ese planeta inexistente, una exposición de fauna y flora fantástica, un documental sobre las costumbres de un pueblo. Todo lo que el cine industrial, desde los años 80, había disuelto en el corte constante y la acción sin pausa.
Pero hay algo más: la película es sobre todo un cuento infantil y juvenil. Vemos todo desde los ojos de personajes de entre diez y diecisiete años, no desde los adultos que relatan o tejen la intriga. Es interesante que los (falsos) enemigos del cine -las plataformas de streaming y los celulares, los agregadores como YouTube, etcétera- hoy crecen en contenidos de un solo plano, explicativos, de situaciones largas. Es más interesante aún que hayamos transformado el culto audiovisual de la serie autoconclusiva y con cortes comerciales o la telenovela alargada artificialmente en el de la maratón de series. Miramos contenidos como leemos un libro: lo que queremos mientras podemos. Y son los chicos, consumidores primarios de YouTube, los que más apelan a esos contenidos raros (ver una partida completa de Minecraft, por ejemplo, ¿es tan diferente de sentarse tres horas veinte a ver El camino del agua?). Arriesguemos una hipótesis: Avatar: el camino del agua es la primera película “grande” que se hace cargo de un público infantil y juvenil (el público de mañana, subrayemos) que quiere vivir aventuras en tiempo real o sin pensar en el tiempo. Otra paradoja: ni más ni menos eso proveía el cine en sus primeras décadas.