Anuncios

3 secretos de las Neurociencias para mantener la calma bajo estrés

Tus patrones neuronales determinan cómo reaccionas al estrés, pero puedes cambiarlos. [Foto: Getty]
Tus patrones neuronales determinan cómo reaccionas al estrés, pero puedes cambiarlos. [Foto: Getty]

Mantener la calma. Decirlo es fácil. Lograrlo es un poco más complicado, sobre todo cuando el mundo parece conspirar en tu contra, nada sale según lo planeado y te sientes contra las cuerdas. En esos momentos de tensión, el estrés se convierte en tu peor enemigo, un enemigo que te mantiene encadenado a las preocupaciones durante el día y te impide dormir por la noche, hasta el punto de poner en riesgo tu salud física y emocional.

La buena noticia es que a medida que los neurocientíficos escudriñan en el cerebro comprenden mejor los mecanismos que nos hacen sucumbir ante el estrés y aquellos que nos ayudan a mantener la calma. Y nos demuestran que no estamos condenados a sufrir pasivamente los embates del estrés, sino que podemos reprogramar nuestro cerebro para lidiar mejor con las situaciones límite.

¿Cómo reprogramar el cerebro para afrontar mejor el estrés?

Entender cómo funciona el cerebro es clave para ganar autocontrol. [Foto: Getty]
Entender cómo funciona el cerebro es clave para ganar autocontrol. [Foto: Getty]

1. Comprender cómo reacciona el cerebro ante las situaciones amenazantes

La reacción de lucha o huida es lo opuesto a la calma. Se desata automáticamente cuando percibimos una amenaza, ya sea real o imaginada. La información de nuestro entorno - como un rostro amenazante o unas palabras hirientes - llega a la amígdala, el epicentro del sistema límbico que funciona como una especie de “centinela psicológico”, donde es analizada en cuestión de milisegundos.

Si es catalogada como peligrosa, si es algo que odiamos o a lo que tememos, la amígdala envía un mensaje de alarma a todas las regiones del cerebro desatando una reacción fisiológica que garantiza un estado de activación y alerta. Dado que el cuerpo debe prepararse para luchar o escapar, los músculos necesitan abastecerse inmediatamente de energía, para lo cual es necesario transportar glucosa. Entonces se acelera el ritmo cardíaco, aumenta la presión sanguínea y se modifica la tasa respiratoria para optimizar el transporte de oxígeno y nutrientes. Los sentidos también se agudizan, mejora nuestra atención y la capacidad para percibir detalles.

Al mismo tiempo se libera una serie de neurotransmisores, como los opiáceos endógenos, los cuales nos ayudan a soportar el dolor sin venirnos abajo. También se sintetizan hormonas como la vasopresina y el cortisol que, aunque aumentan el estrés y la ansiedad, favorecen la consolidación y recuperación de memorias aversivas; o sea, son las encargadas de que en nuestro cerebro se grabe con fuego la experiencia, para poder evitarla en un futuro.

El problema es que el sistema límbico brinda una respuesta rápida pero rudimentaria, eficaz para salvarnos la vida, pero ineficaz para lidiar con las situaciones de la vida cotidiana. Este sistema “no se detiene a verificar la adecuación o no de sus conclusiones y actúa antes de confirmar la gravedad de la situación. Por esto que nos hace reaccionar al presente con respuestas que fueron grabadas hace ya mucho tiempo, con pensamientos, emociones y reacciones aprendidas en respuesta a acontecimientos vagamente similares, lo suficientemente similares como para llegar a activar la amígdala”, como explicó Daniel Goleman.

Si no aprendemos a gestionar esa primera reacción, si no logramos ponerle coto a la amígdala, terminaremos reforzando un patrón de respuesta emocional. O sea, las redes que activan la respuesta de lucha o huida se fortalecen, por lo que reaccionaremos con tensión, ansiedad y miedo ante un número cada vez mayor de situaciones que realmente son inocuas.

El simple hecho de ser conscientes de las reacciones que estamos experimentando “rompe” ese circuito y nos devuelve el control. Impedimos que las emociones tomen el mando, devolviéndoselo a los lóbulos frontales, que nos ayudan a tomar decisiones más razonadas sopesando los pros y los contras.

2. Respirar, respirar, respirar… Profunda y lentamente

La respiración tiene un efecto calmante a nivel cerebral. [Foto: Getty]
La respiración tiene un efecto calmante a nivel cerebral. [Foto: Getty]

Cuando se activan los circuitos subcorticales, la corteza no funciona muy bien; o sea: no pensamos con claridad cuando estamos bajo presión y las emociones toman el mando, como comprobaron neurocientíficos de la Universidad Rockefeller. Por eso necesitamos calmar al sistema límbico.

Dado que nuestro cerebro no solo capta información del medio sino también de nuestros estados internos, una respiración agitada y un ritmo cardíaco acelerado le confirman que algo no anda bien y que es necesario mantener ese estado de alarma. Por eso, para mantener la calma en situaciones estresantes debemos aprender a regular nuestra respiración.

Respirar de manera consciente a un ritmo de 10 segundos (0,1 Hz) facilita la sincronización de los procesos fisiológicos, lo cual significa que el ritmo del corazón también vuelve a la normalidad y le envía una señal al cerebro indicando que todo está bajo control. De hecho, un estudio realizado en la Universidad Técnica de Múnich comprobó que la respiración consciente reduce la actividad de la amígdala y activa la corteza prefrontal dorsomedial, la cual actúa como una especie de “interruptor” entre el cerebro emocional y racional, para devolvernos el control de la situación.

Centrarnos en la respiración también nos ayuda a cambiar el foco de atención, moviéndolo de la situación que estaba generando estrés, de manera que dejaremos de alimentar la ansiedad. Para lograrlo, solo necesitamos tomar aire lentamente durante cinco segundos y luego exhalarlo durante otros cinco segundos, hasta completar un ciclo respiratorio de 10 segundos. Así estaremos estimulando el sistema parasimpático, que contrarresta la activación.

3. Etiquetar y reetiquetar las emociones

No es lo que sientes, sino cómo reaccionas a eso que sientes. [Foto: Getty]
No es lo que sientes, sino cómo reaccionas a eso que sientes. [Foto: Getty]

Nuestro cerebro emocional no es muy específico, por lo que puede hacer que reaccionemos de manera exagerada y cataloguemos situaciones inocuas como peligrosas. Reflexionar sobre lo que estamos sintiendo, en vez de ignorarlo, nos ayudará a pensar con mayor claridad.

De hecho, usar herramientas emocionales cuando estamos estresados puede ayudarnos a reprogramar los circuitos que generan ese estrés, transformándolos en circuitos que promueven la resiliencia y el bienestar. Un estudio realizado en la Universidad de Nueva York descubrió que cuando vivimos ese tipo de situaciones límite se abre una pequeña ventana de reconsolidación durante la cual se desbloquean los circuitos que generan la respuesta de estrés. Eso significa que es más fácil reprogramarlos o mejorarlos.

¿Cómo lograrlo? Primero debemos etiquetar lo que estamos sintiendo, según un estudio de la Universidad de California. Estos neurocientíficos constataron que las personas que etiquetaban lo que estaban experimentando, emociones como la ira o el miedo, mostraban una actividad menor en la amígdala y una activación mayor de la corteza prefrontal ventrolateral derecha, precisamente la zona de nuestro cerebro encargada de modular las reacciones exageradas que desencadena el sistema límbico.

Por consiguiente, el simple hecho de etiquetar lo que estamos sintiendo hace que pasemos de un “estado emocional” a un “estado racional”. Así podemos impedir que las emociones negativas prosperen y tomen el mando. Preguntarnos qué estamos sintiendo aquí y ahora nos permitirá asumir una distancia psicológica de lo que estamos experimentando y ver las cosas en perspectiva, retomando el control.

Sin embargo, interrumpir el ciclo de retroalimentación del estrés no basta para lidiar con las situaciones límite. No basta con saber que nos sentimos estresados, ansiosos o frustrados, necesitamos hacer algo para no seguir alimentando esos sentimientos. La solución – o al menos una de ellas - consiste en renombrar las emociones que sentimos.

Se trata de convertir emociones aparentemente negativas, que nuestra mente cataloga como indeseadas y molestas, en otras más positivas que no generen un estado de alarma. Por ejemplo, en vez de pensar que estamos “asustados”, podemos pensar que somos “precavidos”. En vez de catalogarnos como “nerviosos” podemos pensar que estamos “emocionados”, y así sucesivamente.

El objetivo es comprender que toda situación se puede abordar desde una perspectiva más positiva que genere menos ansiedad y estrés. De hecho, el propio estrés puede ser beneficioso. En ese caso se habla de eustrés, el cual nos ayuda a mantenernos alerta, mejora la atención y la memoria, nos brinda una dosis extra de energía y aumenta la producción de noradrenalina, la cual actúa como una especie de “sintonizador cerebral” que facilita la comunicación entre las diferentes zonas del cerebro y la creación de nuevas conexiones neuronales.

En resumen, necesitamos cambiar nuestra “programación mental” y comenzar a concebir las situaciones que experimentamos como desafíos y no como amenazas. Esa reformulación nos permitirá responder de manera más asertiva, liberándonos del estrés adicional que nuestras emociones y pensamientos negativos añaden a las situaciones difíciles. Dominar estas estrategias demanda tiempo, paciencia y práctica, pero los resultados valen la pena.

¿Quieres seguir leyendo? No combatas la ansiedad con la razón, usa el corazón