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Soy teóloga feminista y mamá. No sé qué hacer con la iglesia y con mi hijo

(Foto: ChristinLola a través de Getty Images).
(Foto: ChristinLola a través de Getty Images).

Recién cumplidos los 20 años, salí con un hombre que, cuando le pregunté si creía en Dios, me contestó: “Yo creo en mí”.

Era un hombre bueno, amable e inteligente: un tipo que cultivaba hierbas aromáticas en el alféizar de su ventana, que tocaba el trombón en una banda de jazz y que entrenaba a niños en un equipo de fútbol. Vamos, un buen partido para casarse, pero en ese instante supe que lo nuestro jamás funcionaría.

Soy una persona de profunda fe: predicadora con niños, profesora de yoga y experta en meditación con un título de máster en teología sistemática. He pasado mi vida entera en el mundo espiritual. Así que no debería ser tan difícil criar una personita de fe.

Pero, maldita sea, es difícil.

No sé qué hacer con la escuela y con mi hijo. Los estudios demuestran que no estoy sola. Los jóvenes huyen en manada de las religiones organizadas. Los millenial cada vez crían más a sus hijos como “nones” (sin religión). La autoidentificación con el ateísmo se ha duplicado entre los centenial. Y, como todo el mundo sabe, los valores principales del protestantismo se están viendo sacudidos.

El trauma espiritual y la teología tóxica proliferan sin control. Entre la reciente defensa por parte de la Iglesia Metodista Unida de prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo y la ordenación de ministros LGBTQ, las noticias en curso sobre los horribles casos de pedofilia dentro de la Iglesia Católica y las revelaciones de febrero sobre los abusos sexuales masivos a niños por parte de los los Bautistas del Sur, ¿por qué un padre o una madre progresista elegiría enviar a su hijo (solo) al sótano de una iglesia?

No hay duda de que quiero que mi hijo crezca con una profunda práctica espiritual y veneración por el misterio, pero, ¿dónde encontrar una educación religiosa que no tenga que desaprender después?

Estaba haciendo yoga en el suelo de la cocina una tarde de 2015, escuchando una entrevista al profesor de meditación Lodro Rinzler, mientras mi hijo pequeño dormía. Rinzler habló de cómo es crecer como budista ‒aprendió que era fundamentalmente bueno‒ y de lo raro y gratificante que era no tener que “desaprender” las profundas heridas psicológicas dejadas por la doctrina del pecado original (como habían hecho muchos de sus amigos cristianos).

Sus palabras me calaron hondo. No he dejado de pensar en ellas desde entonces.

La formación de la fe no es una broma. Nuestra primera comprensión de la divinidad tiene el poder de moldear nuestras psiques, nuestras relaciones, nuestras vidas. La mayoría de los niños ya se han formado alguna idea de Dios para cuando tienen cinco años.

Mi padre era pastor de campus en la liberal Iglesia Evangélica Luterana de América (ELCA, por sus siglas en inglés). Criar a un PK (el hijo de un predicador, para los que no forman parte del club) significaba estar inmerso en un entorno religioso popular de la década de los 80 en Dakota del Sur. Fue una forma de crecer valiosa en lo cultural, pues me introdujo a la música clásica y a las liturgias contemporáneas, las referencias literarias en la Biblia, el trabajo de justicia social, las prácticas contemplativas y una mayor búsqueda de sentido.

Esas mañanas de domingo alimentaron mi amor adolescente por los escritores místicos Emerson y Thoreau, así como mis estudios en ecofeminismo y teología queer de la mano de la teóloga católica revolucionaria Rosemary Radford Ruether.

Una de las antiguas alumnas de mi padre se acercó a mí el año pasado. Estaba lidiando con el tipo de educación espiritual que le brindaba a su hijo y preguntó: “¿Cómo son las mañanas de domingo?”.

Le dije: “Bueno… todavía estoy tratando de resolver eso también”.

Este es el tema: no creo en el pecado original, ni en la vergüenza y culpa patológicas que conlleva. No creo en el infierno, ni en el deseo corporal que nos lleva ahí. No creo que Dios tenga género, ni creo en el tipo de teología machista y homofóbica que excluye a personas LGBTQIA+. No creo en la expiación ni en la supremacía blanca. No creo que el nacionalismo tenga nada que ver con la religión. Y, definitivamente, no creo en el tipo de evangelismo blanco que eligió a Donald Trump.

Y luego está la escuela dominical. Buf. A menudo está dirigida por una señora mayor de la congregación que tiene una formación teológica nula y que enseña a niños vulnerables de tres años que el tipo de ahí está colgado en la cruz porque fundamentalmente son traviesos, inservibles y que están destinados a meter la pata.

Pero ‒y este es un gran pero‒ sigo queriendo que mi hijo crezca apreciando la alta liturgia de la iglesia, por el espacio sagrado de gracia que es una catedral. Quiero que conozca el servicio desinteresado de las mujeres de la iglesia que preparan ollas de comida casera y ensalada de gelatina en la sala de la fraternidad después de los bautismos y los funerales. Quiero que aprenda que Jesús ‒al igual que Buda y Mahoma‒ fue un profeta radical que nos enseñó a vivir con amabilidad, con sinceridad, con amor por todo lo demás y a dejar que esa comprensión cultive una pasión por la justicia social.

Quiero que tenga la práctica de sentarse en silencio durante una hora, pensar en cómo podría vivir siendo más amable. Quiero que desarrolle una visión sexual positiva del cuerpo, para que vea el mundo como un lugar de plenitud y bendiciones originales. Quiero que conozca el poder de una comunidad espiritual íntima en los momentos del nacimiento, la muerte, el sufrimiento y la celebración. Y quiero que descubra lo divino en el cielo, en la tierra y en su cuerpo tanto como en la propia iglesia institucionalizada.

Crecer en un estudio de yoga no es suficiente. Tras una década en la industria del yoga (sí, es una industria), sigo amando enseñar, pero estoy desencantada por la omnipresente predica de la Nueva Era amateur. No quiero escuchar más tópicos blancos sobre la ley de la atracción o el poder sanador de los aceites esenciales. Cada vez me genera más sospechas la espiritualidad popular derivada del yoga, que es estúpida y alegre. Está demasiado centrada en uno mismo, es demasiado ingenua y está demasiado orientada al mercado. El núcleo de servicio y justicia social que presencié creciendo en la iglesia luterana simplemente no está ahí.

Pero entonces, está toda esa cosa de “pecado”. Lo que básicamente descalifica a cualquier denominación cristiana.

Así que aquí estamos, todavía en el punto de partida, esta vez con un niño de cinco años cuya capacidad para comprender lo divino y hacer preguntas conmovedoras se expande cada día.

El año pasado, el trabajo de mi marido nos llevó a Suiza, donde vivimos ahora. Europa es mucho más secular que Estados Unidos. Probamos las dos iglesias de habla inglesa aquí en Basilea (la elección de una iglesia es muy parecida a tener una cita) y, para nuestro gusto, hablaban mucho de infierno, pecado y homofobia.

Hay un grupo pequeño de Unitarios Universalistas (UU) que se reúnen dos veces al mes, una “iglesia portátil” que se instala en un museo histórico del siglo XIII. Es una comunidad conformada en su mayoría por expatriados de Turquía, Irán, Inglaterra, Francia, Alemania, Estado Unidos y otros países. Cantan algunos salmos interreligiosos, encienden velas por las alegrías y las penas, comparten un breve sermón y se reúnen para comer juntos y charlar después del servicio religioso.

La tradición liberal de los UU respeta a Jesús como un profeta radical (sin todo el peso de la salvación eterna), al tiempo que da lugar a una amplia diversidad de voces literarias e interreligiosas con énfasis en la justicia social, la compasión, la inclusión y el amor.

Está muy lejos de la magnificencia litúrgica de las trompetas y los órganos que amamos de nuestras iglesias pasadas, pero es una comunidad de personas que están en la búsqueda, que se reúnen en una comunidad no dogmática y, por ahora, lo haremos.

El otro día, de camino a clases de natación, aparqué el coche y mi hijo se inclinó sobre el asiento del pasajero. En el asiento delantero estaba mi ejemplar de la teóloga pública Nadia Bolz-Weber, Shameless: A Sexual Reformation. El libro critica la cultura de la pureza cristiana y ofrece una ética sexual progresista para el siglo XXI.

La pintura de la portada ‒“Eva”, del artista romántico británico John Martin‒ representa a Adán y Eva desnudos (esta última con la tentadora manzana en la mano) y a Satanás (la serpiente) que se cierne amenazante sobre ellos.

Mi hijo preguntó: “Mama, ¿qué está pasando en ese libro que estás leyendo? ¿La serpiente se los va a comer? ¿O ellos se van a comer a la serpiente?”.

Hice una larga pausa, pensando en que todos los niños de cinco años ya han aprendido que todos los males del mundo son CULPA DE EVA, solo por satisfacer su deseo, y que esas dos primeras personas desnudas y traviesas nos condenaron a todos a sentir vergüenza por nuestros cuerpos desnudos por siempre jamás.

Pensé en la total falta de vergüenza de mi hijo, en la manera dulcemente inconsciente cómo se bañaba con los otros niños después de las clases de natación, sintiéndose completamente bien con su cuerpo.

El alivio se apoderó de mí. Me alegro de no haberlo enviado a una escuela dominical que le hubiera enseñado una versión tradicional y simplista de La caída de los Hombres. Me pone contenta que pronto vamos a poder deconstruir juntos el mito la creación del Génesis. Me pone contenta que él sepa que nació completo, siendo fundamentalmente bueno y un hijo amado de dios, al igual que su amigo Jain buddy Jiyaan de la India y su amigo budista Yohei de Japón.

Respiré hondo, le sonreí, me encogí de hombros y dije: “No lo sé todavía. Tendremos que averiguarlo”.

Rachel Meyer

HuffPost