¿Éramos ‘la pareja gorda’?

SI ASÍ NOS VEÍAN NUESTROS AMIGOS, NO PODÍA AGUANTARLO.

Salir con Jason fue un gran alivio. A mis 43 años, solo me había enamorado una vez de un hombre que se sentó en el asiento del copiloto de mi auto (cuando estaba mucho más delgada que ahora) y me toqueteó con un dedo el muslo extendido, como diciendo: “Te vas a ocupar de eso, ¿no?”.

Jason nunca haría eso, sobre todo porque era amable y empático y no una basura de persona. Pero también porque era gordo como yo.

Había trabajado con él años antes, durante los cuales solo hubo un leve coqueteo que más tarde fue una seducción ardiente. Dato curioso de Jason: odiaba los plátanos. Si alguna vez quería ver miedo en sus ojos, podía pelar un plátano y perseguirlo, blandiéndolo como una espada dulce y sin filo.

Aun así, mientras me cortejaba, me hizo la tarta de crema de plátano más deliciosa de mi vida, con una capa de ganache de chocolate entre la corteza de galleta y el relleno de plátano. Este hombre tocó un plátano por mí, repetidamente, y eso significó mucho para mí.

Jason también fue el primer hombre con el que salí cuya presencia no me provocó vergüenza por mi cuerpo. Ambos habíamos interiorizado la vergüenza a la gordura, pero cuando estábamos solos, era como si nos anuláramos mutuamente. Pedíamos alitas y papas fritas con chile y queso, y veíamos dos películas en una noche. Yo me sentaba a su lado y no me obsesionaba con el aspecto de mi doble (o triple) papada. Cuando nos acurrucábamos en la cama, él podía apoyar su mano en mi amplia barriga sin que yo tuviera que empujarla sutilmente a una zona menos problemática. Porque entre los dos, yo era la que estaba más cerca de un “cuerpo de talla promedio”.

Y digo más cerca, no cerca.

Desde la universidad, he tenido un índice de masa corporal de “obeso” a “obeso mórbido”, una medida que, en el mejor de los casos, es inexacta y, en el peor, racista. Creado por un matemático belga, su media se basa en la estatura y el peso de hombres blancos europeos.

Yo era lo que algunos en el movimiento de positividad corporal llamarían una “gorda mediana”. Para una mujer, eso es una talla 44 a 48. Hay opiniones divergentes sobre cuántas “categordorías” hay, pero llegan hasta “mantecósmico” o “mórtbido”, un término de la escritora Lesley Kinzel, con el que se burla del también muy sospechoso concepto de “obesidad mórbida”.

Durante los meses que Jason y yo salimos, me di cuenta de que estaba engordando, y con esa conciencia llegó una profunda sensación de temor por lo que pensaban de nosotros los demás. Cuando entrábamos en un restaurante, me imaginaba a los demás clientes pensando: “Dios, espero que nos dejen algo”. Cuando íbamos al supermercado, notaba que la gente se esforzaba por ver qué había en nuestro carrito para identificar todo lo que no debían comprar.

Pero la escena que no dejaba de imaginar, la que no podía quitarme de la cabeza, era la de nosotros dos mientras entrábamos a una fiesta con todos nuestros amigos. No importaba lo guapa que estuviera o lo elegante que estuviera Jason (es un hombre guapo); no podía soportar la idea de que fuéramos la “pareja gorda” entre nuestros amigos.

¿Nuestros amigos habían indicado alguna vez que nuestro peso era un problema para ellos? No. ¿Se habían burlado de nosotros por nuestro peso? En absoluto. ¿Habían “expresado preocupación” por nuestra salud después de ver un telediario local sobre la “epidemia de obesidad”, plagado de imágenes de torsos gordos y sin cabeza de personas que no se daban cuenta de que serían un cuento con moraleja andante en las noticias de la noche? No. Esa escena estaba únicamente en mi cabeza, toda la vergüenza que he sentido durante años proyectada en los demás, incluidos los que me quieren.

Una tarde, después de que Jason y yo lleváramos saliendo casi cinco meses, me probé unos pantalones de mezclilla que ya no me quedaban bien, así que me pesé, cosa que hacía de manera periódica para asegurarme de que no me “descontrolaba” después de haber perdido trece kilos el año anterior.

Había recuperado seis de esos kilos.

Me quedé mirando la báscula y sentí cómo se me oprimía el pecho, cómo la adrenalina me bañaba la cara y los hombros. Había llegado el momento. Estaba fuera de control. Ya tenía “obesidad mórbida”, así que ahora iba camino del depósito de cadáveres. Tenía que parar esto. Tenía que cambiar algo.

En ese momento, Jason me envió un mensaje de texto, como todos los días, para ver cómo estaba. Le dije que viniera porque teníamos que hablar. Llegó en unos minutos.

Lo dejé pasar y me senté en el sofá, esperando que se sentara conmigo, pero se quedó de pie, con el abrigo puesto y las llaves en la mano. “¿Qué pasa?”.

Le expliqué lo que sentía y que había engordado seis kilos. Extrañamente, no pareció comprender la gravedad de la situación.

“¡Yo he engordado mucho más que eso!”, dijo. “¿A quién le importa?”.

“No es solo eso, Jason”, le dije. “Es que no puedo...”.

No podía dejar que mis pensamientos escaparan de los confines de mi cerebro y entraran en el éter. Sabía lo terribles que eran.

“¿No puedes qué?”, preguntó.

“No puedo ser parte de ‘la pareja gorda’ entre nuestros amigos. No puedo ser siempre parte de la pareja más grande de la habitación. Tengo tanta vergüenza en torno a mi cuerpo, y a veces estando contigo siento que la estoy duplicando”.

Me miró fijamente durante un largo rato, permitiéndome sumergirme en mi propia fealdad lo suficiente como para sentir el calor subir a mis mejillas.

“Yo no podría sino sentirme orgulloso de entrar en una habitación contigo”, dijo.

Y luego me dejó allí, sola con mi gato y mi vergüenza.

No sé cómo pudo perdonarme por lo que dije. No debería haberme vuelto a hablar. Pero lo hizo. Y sin que yo se lo pidiera. Simplemente me envió un mensaje unos días después que decía: “Bien. Supongo que somos amigos, entonces. Tú y yo”.

Su perdón, para mí, fue milagroso. Diría que era un santo, sobre todo porque los niños y los perros lo adoraban, pero todas sus palabrotas y sus relaciones prematrimoniales quizá lo descalificaban.

Desde entonces, hemos trabajado juntos a menudo y se hizo amigo de mi familia. Pasamos juntos Acción de Gracias y Navidad, primero solo con él y luego con su nueva novia, Jessica, los dos muy enamorados.

Hace cuatro años oficié su boda ante cientos de nuestros amigos. Los votos de Jason fueron sinceros e hilarantes, y provocaron risas y lágrimas en un teatro lleno de gente.

“Caray”, dije cuando terminó. “Eso fue hermoso, Jason. Y puede que sea un momento raro para sacar el tema, pero... ¿me repites por qué dejamos de salir?”.

Afortunadamente, Jessica se rio. También por suerte, Jason no respondió: “¿Porque eres una imbécil irredimible?”.

El año pasado, fui a ver a Jason actuar en un espectáculo de cuentacuentos, donde habló de un ataque al corazón que tuvo hace algunos años, uno que en ese momento dijo que era solo un pequeño “suceso cardiaco”. No lo fue.

Estaba solo en su departamento, pero no llamó a emergencias. En lugar de eso, llamó a un amigo para que lo llevara a urgencias. Y luego se arrastró, con un dolor insoportable, por la estrecha escalera para esperar en el estacionamiento porque no quería que sus vecinos vieran cómo los paramédicos se esforzaban para bajar su cuerpo por las escaleras.

Cuando llegó al hospital, murió durante 77 segundos antes de que lo reanimaran. Mi amigo, el tipo con el corazón más grande que conozco, se había muerto literalmente de vergüenza.

Mientras Jason me contaba la historia, yo lloraba desconsolada en el suelo. Cuando más tarde se lo conté a mis amigos, las lágrimas volvieron a brotar. Es una historia devastadora, sí, pero ¿de dónde venía esa efusión?

Me di cuenta de que no era solo tristeza lo que sentía, sino un remordimiento casi paralizante. Al igual que yo, Jason cargaba con una montaña de vergüenza, y lo que yo dije e hice aquel día, años antes, contribuyó a que su montaña creciera hasta que finalmente fue lo suficientemente alta como para que él arriesgara su vida con el fin de honrar esa vergüenza.

Yo todavía no me he librado de mi propia vergüenza por la gordura, aunque ahora soy más consciente del daño que me ha causado y me acepto más a mí misma y a los demás. Casi toda la gente, excepto quizá los sociópatas y los instructores de Peloton, pasa por este mundo con cierto odio hacia sí mismo. Y la mayoría de nosotros pensamos que la única persona a la que hacemos daño es a nosotros mismos. Pero ese tipo de vergüenza es insidiosa. Se filtra en nuestras relaciones y hiere a todos los que nos rodean, a veces mortalmente.

Sin embargo, si tenemos suerte, resucitan y nos ayudan a sanar nuestras propias vidas amándonos incluso a pesar de los peores de nuestros pecados.

c.2023 The New York Times Company