Solo éramos voces en un cuarto oscuro
APENAS NOS CONOCIMOS, NOS ENAMORAMOS PROFUNDAMENTE LLAMÁNDONOS POR TELÉFONO ENTRADA LA NOCHE. ¿SIGNIFICABA ESO QUE ESTÁBAMOS HECHOS EL UNO PARA EL OTRO?
Un día me mudé a 1287 kilómetros, a una ciudad donde no tenía trabajo y no conocía a nadie más que a mi prometido, un hombre con el que había pasado menos de tres semanas en persona.
Marty vivía en Fort Collins, Colorado, y yo en Las Vegas, y nos conocimos en un sendero del Parque Nacional Capitol Reef de Utah, donde ambos nos habíamos reunido con unos amigos. El sendero era en realidad un arroyo empinado y rápido. Una vez que llegabas al fondo, necesitabas un segundo auto para recuperar el que habías dejado en el punto de partida. Nuestros dos grupos tenían un auto cada uno, así que nos unimos al llegar a la cima.
Era profesor de Física con grandes ojos marrones, largas pestañas y una tímida sonrisa. Y su atuendo coincidía con el mío. Los mismos pantalones cortos caqui holgados, sudaderas marrones, camisetas beige, sandalias de montaña negras. Empezamos a caminar juntos, hablando sin parar e ignorando a nuestros amigos. Y resulta que habíamos estado en algunas de las mismas montañas y conocíamos a algunas de las mismas personas a pesar de no haber vivido nunca en el mismo estado. Éramos extraños familiares.
Lo ayudé cuando tropezó en un punto escarpado, pero no se avergonzó como lo harían muchos hombres si se cayeran delante de una mujer con la que coquetean. Era fácil para Marty ser él mismo, con su torpeza y todo, lo que me parece notable, y extraordinario.
Al final del sendero, nos sentamos cerca mientras nuestros amigos iban a recoger el otro vehículo. El desierto estaba caliente y silencioso a nuestro alrededor. Él sonrió. Yo sonreí y me acerqué, pensando que deberíamos besarnos, pero él no mordió el anzuelo. En lugar de eso, se subió al auto de su grupo y se marchó, sin pedirme mi número. Más tarde, sin embargo, consiguió mi dirección y me escribió una carta.
Mi perfil de citas decía que tenía más de 30 años, trabajaba como bióloga de campo, quería una relación seria, y me encantaban los niños y las excursiones a lugares remotos. Hombre tras hombre respondió diciendo que querían una chica aficionada a las montañas, como yo, para pasar buenos ratos casuales. Ninguno mencionó a los niños y la mayoría no parecía familiar con el senderismo.
La carta de Marty decía que se había mostrado reacio a entablar una posible relación a distancia, pero decidió hacerlo de todos modos porque le sorprendía que dos personas que se habían conocido al azar pudieran conectar tan fácilmente. Al igual que yo, quería tener hijos y una relación seria.
Sonaba muy bien, pero me daba miedo tener esperanzas. Me había llevado muchas decepciones con hombres que primero se mostraban dispuestos y luego se alejaban mientras yo suspiraba por ellos. La incertidumbre me mantenía alerta y decidida a demostrar que merecía su amor. También había rechazado a algunos hombres buenos pensando que prefería rechazarlos primero, ya que cualquier hombre decente me rechazaría una vez que conociera mis defectos. Esa era la poca confianza que tenía en mí.
¡Pero la carta de Marty! La leí una y otra vez, luego lo llamé.
“¿Y bien? ¿Qué te parece?”, dijo. Quería que lo visitara.
Su franqueza me desconcertó, me asusté y decliné. Estaba acostumbrada a los hombres que jugaban conmigo.
En el silencio que siguió, podríamos haber colgado y terminado el contacto allí mismo, pero nos habíamos gustado cuando nos conocimos, y el teléfono era un espacio seguro, así que reiniciamos la conversación y comenzamos lo que rápidamente se convertiría en una relación.
La mayoría de las parejas dicen que la distancia es un problema, pero a nosotros nos ayudó. No podíamos vernos, ni distraernos con otras actividades o personas, ni consumirnos con el sexo. Solo teníamos nuestras voces, y una voz en una habitación oscura por la noche con el teléfono pegado a la oreja es algo íntimo. Al mismo tiempo, un teléfono puede ser una pantalla tras la cual esconderse cuando uno se siente demasiado expuesto.
Nos contamos secretos que habría sido difícil contarnos cara a cara. Yo me sinceré sobre mi reciente ruptura con mi novio (no solo “nos distanciamos”, sino que tuvimos batallas a gritos en las que nos dijimos cosas horribles e imperdonables). Marty admitió que su ex lo había dejado; después de todo, no fue mutuo. Los dos dijimos que estábamos hartos de fingir que las relaciones esporádicas eran suficientes. No teníamos que decir que nos sentíamos solos.
Intenté pensar que solo era algo telefónico, que no se me rompería el corazón si no funcionaba. Pero cuando viajó a la boda de un amigo, se me ocurrió que allí podría conocer a alguien nuevo. Mi alivio cuando siguió llamándome me hizo preguntarme hasta qué punto me estaba encariñando con un hombre al que solo había visto una vez.
Nunca repitió su invitación para que lo visitara. Una parte de mí entró en un ligero pánico, aunque sabía que estábamos intimando más, no menos.
De todos modos, cuando un hombre de Las Vegas me invitó a una excursión de un día a las montañas, le dije que sí. Parecía mucho mayor de lo que describía su perfil, y resopló unos cientos de metros colina arriba, con los labios ligeramente azules. Cuando se le pusieron morados, le sugerí que paráramos.
Acabamos almorzando en un resort de montaña donde la banda en vivo eran varios ancianos en pantalones de cuero tocando polcas alemanas. Eso le encantó a mi cita, pero no a mí, y lo agradezco porque el palpitante “ump-ump-ump” de la tuba me dio el empujón que necesitaba. Era hora de ir a ver a Marty.
Lo llamé y me extendí una invitación a mí misma. (Más tarde me dijo que había querido pedírmelo de nuevo, pero que se sentía inseguro tras mi primera negativa; yo había estado demasiado metida en mi cabeza para darme cuenta de que él también tenía inquietudes).
Cuando bajé del avión con el corazón palpitante, allí estaba él, con un aspecto aún más sexy del que recordaba y con la misma gorra manchada de sudor que había llevado en el sendero. Sonrió y la señaló con el dedo, esperando que yo aprobara su estúpido gesto de “¿Te acuerdas de mí?”. Y sí lo recordaba.
El fin de semana fue glorioso y desorientador. Nos alojamos en su casa, que yo pensaba que necesitaba un toque femenino, quizá mío, aunque me aturdía pensar así. Visitamos un parque nacional donde él olvidó traer sus botas y yo olvidé mi chaqueta. Ambos olvidamos comer varias veces. No podíamos dejar de sonreír y tocarnos. Al final del fin de semana, me dijo que me quería.
Había aprendido que hay cosas peores que la soledad, como vivir con la persona equivocada, donde cualquier comentario inocente puede desencadenar una pelea en la que ambas partes repiten todas las formas en que se han decepcionado mutuamente. Mi departamento de Las Vegas era al menos todo mío, vacío pero tranquilo.
Antes de conocer a Marty había pensado, a pesar de mi perfil asertivo en las citas, que la soltería podría ser lo mejor para mí, ya que me proporcionaría una vida emocional estable sin subidones vertiginosos ni feas sorpresas. Marty, sin embargo, llevaba años soltero y era más valiente.
No le dije que lo amaba. Esa fue básicamente nuestra primera cita. Pero nos convertimos en una pareja oficial.
Nuestro siguiente fin de semana juntos fue en Arizona, donde pasamos el rato en la cama, hicimos senderismo, nos tomamos de la mano y prácticamente ronroneamos de placer.
Nos separamos en el aeropuerto, pero esta vez me sentí decepcionada cuando entré en mi ordenado departamento. Ya extrañaba a Marty, y era hora de dejar de resistirme a lo que mi corazón ya sabía; quería estar con él. Estaba perdidamente enamorada y totalmente vulnerable.
Justo en ese momento, sonó mi teléfono. “Hola”, dijo.
“Hola”.
“Pensé en llamarte para ver si llegaste bien a casa”.
“Estoy bien. ¿Cómo estás tú?”.
“Bien”.
Eso fue todo. Acordamos que volveríamos a hablar al otro día, algo innecesario, pues, de cualquier manera, hablábamos todos los días. Sabía que llamaba porque también me extrañaba y, a diferencia de mí, no tenía miedo de admitirlo y actuar en consecuencia. También comprendí que era el tipo de compañero que llama para asegurarse de que has llegado bien a casa después de un viaje, aunque sea corto. Nunca nadie me había tratado tan bien.
Colgamos y me quedé inmóvil, tomando algunas decisiones. Esta vez sería diferente; no lo apartaría ni me sentiría insegura. En lugar de eso, me trasladaría a Colorado, lo trataría bien y me casaría. Tenía 31 años y por fin era capaz.
Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Nos casamos aquel verano, menos de un año después de nuestra primera llamada, en un prado de montaña, rodeados de amigos y familiares. Se acerca nuestro aniversario número 30 y nuestros hijos ya son mayores.
Algunos pensaban que no podía durar, que casarse tras unas cuantas visitas y algunas conversaciones es una locura. Pero yo creo que la falta de tiempo fue irrelevante. Puede que nuestro encuentro en Utah fuera pura suerte, pero todo lo que hicimos después fue todo lo deliberado y honesto que podíamos ser dadas las circunstancias. Esa es la parte crucial. El amor es demasiado importante para conformarse con menos.
c.2024 The New York Times Company