Érase una vez el Oeste es un viaje sin salida por un territorio áspero, sangriento y cruel

Érase una vez el Oeste
Érase una vez el Oeste

Érase una vez el Oeste (American Primeval, Estados Unidos/2025). Showrunner: Eric Newman. Dirección: Peter Berg. Guion: Mark L. Smith. Fotografía: Jacques Jouffret. Música: Explosions in the Sky. Edición: Hugo Díaz, Jon Otazua y Art Jones. Elenco: Taylor Kitsch, Betty Gilpin, Dane DeHaan, Saura Lightfoot-Leon, Derek Hinkey, Shea Whigham. Disponible en Netflix. Nuestra opinión: buena.

“Pocos en esta tierra practican la benevolencia. Aquí solo hay crueldad”, escribe en su diario un capitán del ejército de la Unión mientras a su alrededor parece librarse una guerra de todos contra todos, sin reglas. Gana el que es capaz de destruir a su adversario de la manera más cruenta. Llegar a algún acuerdo, negociación o armisticio es pura ensoñación. La única coincidencia posible es la que se establece entre cazadores de recompensas que suman fuerzas para rastrear a una fugitiva. Cuando la encuentren seguramente se matarán entre ellos para quedarse con todo el pago en lugar de repartirlo.

Esta es la brutal e inhumana descripción que hace American Primeval de un tiempo y un lugar que más que nunca quiere ser identificado, como en los viejos libros de historia, como el Salvaje Oeste. Es mucho mejor usar el título original con el término que en español significa “primitivo” que la absurda denominación elegida por Netflix para encontrar la serie en el catálogo local.

Ese adjetivo, además, funciona como eje del descarnado retrato de la realidad individual y social de Estados Unidos descripto por la serie en un momento clave de la historia de ese país. Al llegar a la mitad del siglo XIX, algunos sectores de ese territorio funcionaron como inmejorable ejemplo práctico de uno de los conceptos fundamentales de la historia de las ideas. En su claro afán revisionista, American Primeval nos dice que allí se vivía en estado de naturaleza según la expresión más hobbesiana del término.

Dice el autor del Leviatán que los hombres, en esa instancia de “igualdad originaria” previa a cualquier organización humana, suelen querer al mismo tiempo una misma cosa. Como resulta imposible compartirla o dividirla será inevitablemente el más fuerte quien en definitiva se apropie de ella. En el estado de Utah, allá por 1857, había varias cosas codiciadas simultáneamente por diferentes grupos: el territorio, la frontera, el poder, la imposición de una sola ley, la relación con Dios. Y todos estaban dispuestos a hacer allí la máxima exhibición de fuerza, con los resultados imaginables.

Esa es la mirada que eligen el guionista Mark L. Smith (el mismo autor de El renacido) y el showrunner Eric Newman para contar los orígenes de Estados Unidos a partir de la revisión y representación de algunos episodios reales. El resultado es una miniserie de seis episodios cargados de escenas feroces y sangrientas: un verdadero festival de cuerpos despedazados a tiros o machetazos, muertes en primer plano por el impacto de flechas o balas y cirugías “artesanales” aplicadas sobre grandes heridas abiertas o miembros desgarrados. Hay mucho más.

Mientras tanto, los que quedan vivos aparecen todo el tiempo sucios, desgreñados, llenos de polvo y ceniza, con la ropa hecha jirones o, en el caso de los hombres, con largas y descuidadas barbas. Viven en un escenario áspero, cruel y despiadado con el débil en el que sobrevuela, inevitablemente, cierta alegórica conexión con la actualidad. No cuesta mucho percibir más de una analogía entre aquellos grupos originarios regidos por la violencia, la codicia o la intransigencia religiosa y algunos sectores que simpatizan en la actualidad de Estados Unidos con las mismas consignas.

Cualquier alusión a algunos tópicos tradicionales y característicos del western (la conquista del territorio, la construcción de una nueva comunidad, el conflicto con los habitantes originarios, la idea del bien y el mal que tienen los recién llegados, el lugar asignado a las mujeres y los niños) aparece condicionada por una violencia omnipresente, expresada también a partir del abuso en todas las formas imaginables.

Aquí se enfrentan entre sí soldados, pioneros, mormones (seguidores del grupo religioso que llegó a Utah como una suerte de tierra prometida), indios de distintas tribus, un fuerte de frontera que funciona en el fondo como un gran negocio y toda clase de personajes marginales. Como la mujer (Betty Gilpin) que llega buscando con desesperación un guía para viajar al Oeste con su pequeño hijo y a la vez es buscada por asesinato.

Esa violencia, latente por todas partes, estalla definitivamente en el episodio que los libros de historia registran como la masacre de Mountain Meadows, ocurrida en septiembre de 1857. Allí, un grupo de milicianos mormones, opuestos al ingreso de otros grupos a la región y en plena beligerancia con el Ejército, asesinó con la ayuda de algunos nativos de la tribu paiute a un centenar de pioneros no mormones que viajaban en caravana desde Arkansas rumbo a California. El hecho (que incluye también el rapto de la mujer del único pionero sobreviviente por parte de los nativos) expande un conflicto en el que cada grupo (y cada líder circunstancial) encuentra sus propias razones para eliminar lo antes posible a quien tiene enfrente.

La serie expone toda esta sangrienta espiral en círculos, como si quisiera reforzar la sensación de que no hay ni habrá salida posible. Se aprecia al mismo tiempo cierto regodeo en el muestrario de esa violencia inacabable. No alcanza con el argumento de que solo a través de un realismo extremo se puede reconstruir lo que pasaba en ese tiempo y en ese lugar. Tanta insistencia llega a convertir por momentos al relato en un show exhibicionista de crueldades gratuitas.

Por más que la acción nunca deja de atrapar las miradas y nos mantiene en permanente tensión gracias al competente desempeño de todos los rubros artísticos y técnicos, tenemos en un momento la percepción de que alguien nos dice desde adentro de la serie cosas como “así es de inevitable la vida en Estados Unidos desde el comienzo y así volverá irremediablemente a repetirse la historia por culpa de este pecado original”.

De esta forzada agenda, tal vez sin que los propios responsables de la serie lo admitan, solo es posible encontrar una salida desde la conducta del héroe individual separado voluntariamente del resto de la manada y representado aquí por el solitario, duro, resiliente y estoico Isaac (Taylor Kitsch). Pero también este gran personaje queda aprisionado dentro de una visión que representa al Lejano Oeste a partir de los nueve círculos infernales de la Divina Comedia. A él también le cabe aquella célebre frase de Dante Alighieri que reaparece apenas se pone en marcha este nuevo viaje por el mundo del western: “Abandonen toda esperanza aquellos que entran aquí”.