A los 17 años, Alexandra Dovgan dio una verdadera clase magistral y se llevó de regaló una gran ovación del Colón
Recital de Alexandra Dovgan, piano. Programa: Beethoven: Sonata para piano Nº31, op.110; Schumann: Sonata para piano Nº2, op.22; Bach/ Rachmaninoff: Preludio, Gavota y Giga (transcripción de la Partita para violín solo Nº3): Rachmaninoff: Variaciones sobre un tema de Corelli, op.42; Scriabin: Sonata para piano Nº2, op.19. Ciclo: Mozarteum Argentino. Sala: Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
Grácil, luciendo un vestido corte sirena bordó, el pelo recogido en una colita, con una sonrisa mínima y tal vez algo tímida, así entró Alexandra Dovgan al escenario del Colón, y un aplauso recatado y relativamente breve le dio la bienvenida. Dos horas después, luego de brindar una verdadera clase magistral de interpretación musical, Alexandra fue despedida en el medio de un hermoso y ruidoso batifondo de gritos y aplausos por parte de un público sorprendido y admirado. Admirado, por lo ofrecido desde el teclado. Sorprendido, porque quien había obrado el milagro de superar con holgura obras de enormes dificultades técnicas y de colosales desafíos artísticos no era sino una bella chica de sólo 17 años recién cumplidos. Si en esta temporada pasaron dejando asombros y fascinaciones Yuja Wang y Daniil Trifonov, pues habrá que poner a Alexandra Dogvan en la lista y en pie de igualdad con estos verdaderos monstruos prodigiosos de la escena mundial.
El recital presentó dos partes bien definidas y diferentes. En la primera, dos sonatas, la penúltima de Beethoven y la segunda de Schumann. En la segunda, un paseo por el intenso y pasional romanticismo ruso. En ambas partes y en cada una de las obras presentadas, Alexandra elaboró interpretaciones consumadas. Como bien señalaba Pablo Gianera en la entrevista publicada en este medio, los grandes pianistas del pasado (e intuimos que los del presente también) recomendaban a los principiantes, aun los más talentosos, no meterse con las últimas cuatro sonatas de Beethoven, obras de complejos, profundos y laberínticos contenidos musicales.
Desde la presentación del primer tema de la Sonata Nº31, Alexandra denotó una convicción total y dio a entender que su lectura sería estrictamente clásica. Su toque fue preciso, clarísimo y desprovisto de cualquier monumentalidad o apasionamiento impropios para una obra de 1821. Y a pura coherencia, sostuvo ese toque impecable, equilibrado y ultradetallista a lo largo de los tres movimientos. Quienes, erróneamente, sostienen que Beethoven fue el último clásico y el primer romántico deben haber sentido, quizás, que a esta interpretación le faltó fuerza o enjundia. La decisión de Dovgan, por lo demás, maravillosamente llevada adelante, fue certera y mantenida a rajatablas de principio a fin. La fuga del tercer movimiento, expuesta en todos sus detalles, fue la mejor manera de coronar una interpretación personal extraordinaria.
Después de unos aplausos que continuaron siendo breves y poco sonoros, Alexandra salió del clasicismo postrero de Beethoven para meterse con las intensidades emocionales de la segunda sonata de Schumann. Con un sonido que no sonó exuberante, Alexandra se paseó sin inconvenientes por entre las infinitas complicaciones técnicas y tuvo la soltura suficiente para exponer todas y cada una de las intensidades emocionales y la capacidad para aplicar todo el lirismo que requiere el segundo movimiento. Su interpretación fue estupenda. Sin embargo, los aplausos siguieron sonando extrañamente escuálidos. El cambio, la atracción más poderosa y la admiración ilimitada llegaron después del intervalo, con la exposición deslumbrante que hizo Alexandra de las creaciones de Rachmaninov y de Scriabin.
Dovgan eligió dos obras de Rachmaninov basadas en el barroco. En la transcripción que hizo Rachmaninov de tres movimientos de la Partita para violín solo Nº3, de Bach, se funden las danzas y los contrapuntos de Bach con las armonías, los agregados y los apasionamientos del compositor ruso. Alexandra hizo una correctísima lectura romántica y no barroca de la obra, aun cuando las texturas polifónicas fueron expuestas con una pasmosa claridad. Pero el deslumbramiento y la fascinación llegaron con una interpretación portentosa de las Variaciones sobre un tema de Corelli. Hace poco más de un mes, Trifonov ofreció una versión huracanada, intensísima y contundente de esta obra y dejó al público en un estado de verdadera conmoción. Alexandra optó por otro modo de presentarla. Con una solvencia y una convicción rotundas, le dio un sonido y un carácter determinado y diferente a cada variación. Hubo intimidad, exuberancia, lirismo, bravura, virtuosismo, contrastes nítidos de intensidad y, en definitiva, una continuidad dramática que encontró su origen en las peculiaridades de cada una de las veinte variaciones. El resultado fue exactamente el mismo que hace un mes: una nueva conmoción. Y ahora sí, afloraron los extensos (y merecidísimo) aplausos, ciertamente atronadores.
En el final, y con un sonido mucho más potente que el que había expuesto en la sonata de Schumann -lo que demuestra que aquel sonido no tan cuantioso había sido una decisión interpretativa-, Alexandra dio una clase magistral sobre cómo interpretar los misterios que atraviesan a la música de Scriabin, un compositor único e irrepetible que aun en una obra juvenil como es su Sonata Nº2, plantea retos técnicos y expresivos complicadísimos, surcados por armonías complejas e inesperadas y texturas cambiantes. Su interpretación fue perfecta, en el más noble y artístico de los sentidos.
Fuera de programa, para no romper la magia creada en la segunda parte del concierto y darle una extensión pertinente, interpretó el Estudio op.2, Nº1, de Scriabin, el Preludio op.2, Nº12, de Rachmaninov, y, con una soltura y con todas las licencias expresivas, el Vals en do sostenido menor, op.64, Nº2, de Chopin. Y aunque la historia aún está por escribirse, sobre hechos factuales y asumiendo los riesgos, la reiteración afirmativa parece procedente: este año, en el Colón, tocaron Yuja Wang, Daniil Trifonov y Alexandra Dovgan.