Andrés Calamaro – Bohemio

Si para Solari el lujo era vulgaridad, un aforismo que hasta puede verse como sticker en la luneta de un Audi A3, para Andrés Calamaro, partes iguales de Madrid y Buenos Aires; fútbol y toros; aristocracia y underground; Manal y Almendra, la vulgaridad puede llegar a ser un lujo. Su cualidad es siempre inmanente; lo que en otros se vuelve remanido, fosilizado y demagógico en él es seductor: se compra. Andrés Calamaro es en Bohemio (un nombre muy Rubén Juárez o Cacho Castaña) el de siempre: aquel capaz de consagrar lo cotidiano con gracia suprema (“por el mate con tortas fritas, por llevarme a un japonés por primera vez”, le canta a Spinetta en “Belgrano” con una intimidad que dice tanto más que lo elegíaco); aquel capaz de hacer el amor-canción (“vayamos pintados con sangre de los dos”). Pensado como un Calamaro clásico compacto (un CD long play de diez temas: hubieran sido cinco por lado, ayer), Bohemio es una estupenda oportunidad para diseccionar el programa Andrés, tan pirateado en los últimos diez, quince años. “Las cosas sencillas que se ven son todas complicadas”, escribió Pete Townshend tan lejos y tan cerca como en 1966 y acaso en sus visiones también hablara del cantautor (after Moris) más rocker de Iberoamérica.

Con Calamaro hay una cuestión de piel que se remonta a algunas de las hazañas más inocentes del hominis pop. Tomemos el corte "Cuando no estás", por ejemplo. Con esa progresión evocativa al estribillo. ¿Evocativa de qué? Como no podemos empatizar con su sentimiento, a menos que vivamos una historia amorosa idéntica a la suya, lo que quedan son sensaciones auráticas de la urbanidad. La venida del estribillo (que la música pop homologó al orgasmo) trae aquella sensación previa al estallido del chicle globo o, mejor, la libertad de andar en bicicleta sin manos. Cosas que en su momento, la preadolescencia, suponían una destreza admirable. Tal el humus sentimental del programa Andrés.

Bohemio, producido bajo las estrictas reglas Cachorro López, es un disco de rock. Léase: en estas diez canciones no hay rancheras, reggae, funk, cumbia, tex-mex o rumba. En estas diez canciones en que Calamaro no tocó ni media nota (solo canta) no hay espacio para "cigalear" ni "goyenechear" (Cachorro dixit). Calamaro canta como lo que las cadenas Coti salieron a imitar. En Bohemio esa forma más comunicativa es una afirmación: así canto yo.

A contrapelo del uploader serial de mashups, el Calamaro de Bohemio está acotado por las texturas clásicas que dispone su banda, la banda más "grupo" de su carrera solista. Todo el disco patina en la superficie lacustre del órgano Hammond y el piano Wurlitzer (Germán Wiedemer) mientras que la guitarra slide (Julián Kanevsky) tiñe baladas y rocks mid tempo de una ensoñación nashvillera. Frente al ominoso brillo de Alta suciedad y la cocina (laboratorio sórdido) de El salmón, este Bohemio destila una ética de garage rock.

"Bohemio" actualiza al Moris de "Ciudad de guitarras callejeras" con ese piano de whiskería irredenta. Es el momento más tanguero del álbum: "Trust" (Elvis Costello), con algo de "La bestia pop", escuchado en una Rivadavia trasnochada, vacía y fría.

Como si fuera una continuación de la vida, Calamaro eligió empezar por donde había dejado: la muerte de Spinetta. Abrir con el momento más tranquilo de todo el disco para preguntarse por las últimas decisiones de Luis. "¿Qué canción elegiste escuchar?", le susurra. No puede parar. Su obsesión por "el tiempo envuelto en un plástico fino" (eso canta: una buena canción debería ser eso) lo lleva a indagar en la i-podgrafía del poeta herido. ¿Qué sonó en Luis antes de irse? La pregunta del año.

Por Fernando García | Ilustración de Patricio Oliver