Un apasionante “hormigueo” de conocimiento: ¿De qué trabaja un coreólogo?
A simple vista nadie tendría por qué sorprenderse con la imagen del pentagrama: tiene las cinco líneas de rigor, con los cuatro espacios en blanco correspondientes entre ellas. Pero en una mirada apenas más detenida, algo ya se sale del carril habitual: ni las figuras rítmicas ni las famosas notas musicales aparecen haciendo de las suyas en ese tendedero maravilloso. ¡Como si de un hormiguero hubieran dejado escapar un reguero de pequeños puntos que se mueven entre rulitos, cruces y ganchos! Tal vez el gráfico sea el mejor punto de partida para formular una pregunta de respuesta apasionante y despejar los más comunes equívocos. ¿A qué se dedica un coreólogo?
“No, coreógrafo no, co-reó-lo-go”. En los últimos treinta años, mil y una veces ha tenido que hacer esa corrección Pablo Aharonian, que recibe a LA NACION en un hotel frente al Teatro Colón. Por estos días trabaja en el montaje de La fierecilla domada, que el Ballet Estable pondrá en escena a partir del domingo 15 de octubre.
Aharonian es uruguayo, pero vive en Chile hace décadas, donde fue primer bailarín y miembro del staff de dirección del Ballet de Santiago: actualmente integra el triunvirato que dirige ese elenco de forma interina, mientras un proceso de selección internacional recibe postulaciones para designar en enero al sucesor del argentino Luis Ortigoza, exdirector de la compañía. Gran conversador, apasionado por la historia y ávido lector, es uno de los poquísimos profesionales dedicados a la notación de la danza, tal vez el único en América Latina que oficialmente tiene a cargo uno de los repertorios más importantes del siglo XX, el del mentor de Stuttgart, John Cranko, y su musa, la gran Marcia Haydée.
Es decir que, volviendo a aquel pentagrama de cuerdas rosadas - que de arriba hacia abajo representan la cabeza, los hombros, la cintura, las rodillas y el suelo-, lo que Aharonian escribe sobre el papel, con lápiz negro, es un minucioso detalle del movimiento que hace un bailarín, una pareja o un conjunto, con cada parte del cuerpo, escena tras escena en un ballet. Y no sólo eso: también aparecen indicadas en los cuadernos, con pocas palabras y en inglés, las intenciones y las emociones, hasta la ubicación de los objetos en escena. Aquí, las “negras” no son una nota musical, representan a las mujeres sobre el pentagrama, mientras que los puntos blancos, identifican a los hombres; hay números, letras y más signos: una cruz quiere decir una flexión de rodillas, lo que se llama un plié, algo tan corriente y necesario como el aire que respira para el bailarín. Entre flechas y sinuosas curvas, todo se combina.
Sobre el escritorio, dos tomos anillados contienen las escrituras para montar La fierecilla. De su puño también están registrados de forma completa Onegin, La dama y el bufón, Romeo y Julieta, Carmen, La Cenicienta y El lago de los cisnes. Para tomar dimensión de este trabajo, basta con saber que solamente la tarea de anotar La bella durmiente le tomó dos años. Entonces se entiende perfectamente por qué el coreólogo no saca de su casa los originales y, cuando viaja a montar un ballet, lleva consigo un juego de copias que ni siquiera despacha con el equipaje: siempre van con él.
¿De dónde viene y cuál es el sentido hoy, en la era digital, de este procedimiento tan minucioso y artesanal? ¿Es una forma de archivo para la posteridad o tiene un uso en la labor diaria de una compañía? La conversación es una ebullición de anécdotas y conocimientos, y se pone tan curiosa como apasionante.
-Llegaste a esta profesión después de haber sido bailarín en el Sodre de Montevideo, en La Scala de Milán, en el Teatro Municipal de Santiago Chile, ¿es necesaria esa experiencia para ser coreólogo?
-Justamente es muy importante. Desde muy jovencito fui primer bailarín en varias compañías con diferentes repertorios, lo que hizo que tuviera un espectro de posibilidades muy amplio para enfrentar la profesión de repositor de obras. Porque en realidad el coreólogo es eso: un repositor con título, que tiene una forma de estudiar la obra, guardarla y archivarla muy minuciosa. Yo empecé a bailar muy tarde porque en mi casa no me dejaban. Pero una vez fui con mi tía Elena, que era cantante, a ver una ópera en el Teatro Solís [uno o dos años antes se había quemado el Sodre antiguo, en 1971], que se daba en función conjunta con un ballet, El combate, de William Dollar. Quedé fascinado.
-¡Qué particular! El combate no suele ser mencionado como uno de esos títulos que despiertan vocaciones.
-A mí me fascinó. Después vi Romeo y Julieta [en versión de un coreógrafo uruguayo, Eduardo Ramírez] en donde bailaba Raúl Severo, y recuerdo cuánto me impactó la línea, la figura, lo que hacía con su cuerpo. Él fue mi maestro y, con los años, subí a primer bailarín en el lugar que dejó en el Sodre. Más tarde fui a la Scala y trabajé con gente que me enseñó muchísimo: Rudolf Nureyev, Svetlana Beriosova -una de las grandes bailarinas del siglo XX, muy subestimada-, Olga Lepeshinskaya, Jerome Robbins, Erik Bruhn, Glen Tetley.
-¿Fue Nureyev quien te abrió la puerta de la Scala de Milán?
-Yo iba camino a Florencia, porque quería conocer la Galeria degli Uffizi. Me habían recomendado a un maestro excelente, Robert Strainer, entonces fui a tomar una clase con él en la Scala. Me acuerdo clarito en qué momento, cuando estaba haciendo un ronde jambe en l’air, entra un señor con un abrigo de piel de visón, que deja sobre una silla, y se pone a ver. Me miraba, me miraba, y al final el inspector del ballet me viene a buscar para que fuera a ver al director de la compañía, Giuseppe Carbone, que quería hablar conmigo. Ahí me dijo que Nureyev quería que me contrataran para Romeo y Julieta. En su versión, Mercucio tiene cuatro amigos, y uno, el principal, sería yo. Así entré en la Scala. A Nureyev le caía bien la gente que era trabajadora, y yo lo era. Me acuerdo una vez, estaba probando unos fouette sauté en la sala grande, la sala Cecchetti, y él entró. Me quedé parado, me cohibí, porque él tenía también sus momentos de muy mal carácter. Pero me dijo que siguiera y me empezó a corregir. Fue inolvidable, él siempre fue muy amable conmigo.
-¿De qué año estamos hablando?
-Todo esto, entre 1980 y 1982. Siempre supe que era muy afortunado de estar en un momento en que la Scala era fantástica, antes de la caída del muro, cuando todavía no había afluencia de bailarines del Este. Cada país tenía una particularidad muy especial, que lo hacía muy atractivo. Y cuando llegué a Chile trabajé con una cantidad de coreógrafos de Inglaterra, de Estados Unidos, de Alemania, y empecé con el repertorio de Cranko. Fue entonces que conocí a Georgette Tsinguirides, la coreóloga del Ballet de Stuttgart. Cuando dejé de bailar en Santiago, donde había sido por quince años primer bailarín, el director Iván Nagy me ofreció unirme al staff y se le ocurrió que fuera a estudiar coreología en la Academia Real en Londres. Yo cumplía con una serie de requisitos, como dominar muy bien el inglés [además habla fluido italiano, alemán, armenio, francés], así que llegué y empecé a estudiar.
-¿Entonces la enseñanza del método Benesh se hizo oficial?
-Yo fui en 1997 y ese año el Instituto Benesh fue absorbido por la Academia Real de Danza. Pero la enseñanza del Benesh empezó en 1955 en la escuela del Royal Ballet, justamente en el curso donde estaban Marcia Haydée, Antoinette Sibley, Anthony Dowell, Lynn Seymour, Christopher Gable.
-¿Y quiénes eran los Benesh?
-Rudolf Benesh era un matemático y músico, y su esposa Joan, bailarina del Royal Ballet. Ellos empezaron a idear todo esto mucho antes, en el 48. Pero existían ya otras formas de coreología, por ejemplo, el método Stepanov, el ruso, que había llevado a Londres [Nicolai] Sergeyev. Allí estaban todas las anotaciones de Marius Petipa, por eso los ingleses tienen las versiones más fieles de sus coreografías.
-No se parecen ambos sistemas de notación.
-En nada, es una cosa muy extraña por qué no siguieron con aquel método. Ellos no pueden leer el Benesh y yo no puedo leer el Stepanov. Es como decir Betamax y VHS. ¿Te acordás?
-¿Hay una herramienta digital para el Benesh o la anotación solo puede ser manual?
-No sé adónde llegó MacBenesh, que se desarrolló en Australia cuando yo empecé. Había una coreóloga, Monica Parker, en la Fundación MacMillan [los argentinos enseguida la asociamos con un título, Manon], que escribió el libro con el cual uno estudia (”la Biblia, le digo yo, va conmigo a todas partes) junto con Adrian Grater. A través de él empecé a averiguar sobre MacBenesh. Y no lo usé por dos razones: porque tenés que tener un dominio de la computación tremendo y, luego, las licencias se pagan en libras.
-¿Por qué crees que el matrimonio Benesh hizo un método propio?
-Su idea era simplificar, que fuera aplicable a todas las edades, para el estudiante, para el bailarín profesional, para el repositor; ellos creían que iba a ser fácil, pero a medida que pasó el tiempo quisieron que fuera más minucioso y eso lo hizo más complicado. Pensaban que iba a ser para todo el mundo, que cualquiera que estudiara ballet podía aprender y escribir una barra, una clase, y no es así. ¡Es muy lento! Una variación del prólogo de La bella durmiente te puede llevar horas; y la obra completa, en versión de Marcia Haydée -soy repositor oficial de sus obras y de las de Cranko- me llevó más o menos dos años.
-¿Para qué, entonces?
-Las épocas han ido cambiando y la velocidad con la que se enseña un ballet, con la que se hacen los espectáculos, es mucho mayor. Antes tenías más o menos dos meses para preparar una obra completa, ahora todo tiene que ser rapidísimo. Entonces es muy difícil que el coreólogo pueda escribir y archivar una partitura “maestra” (en forma masterscore), absolutamente terminada y pulida. Lo que nada puede suplir es estar al lado del coreógrafo, como me pasó con las creaciones de Marcia: así, yo sé exactamente que ella quiso que este brazo pasara por adelante y la cabeza estuviera inclinada [hace un port de bras para ilustrar el ejemplo]. Entonces, lo anoto en un borrador que yo entiendo, y luego lo escribo. Lo que tiene la notación es que es absolutamente fiel a lo que el coreógrafo pidió y eso no hay grabación que pueda reemplazarlo. Porque cuando se aprende un ballet de un video, puede pasar que el día que se filmó no se haya hecho la función de la forma indicada: si el director de la orquesta condujo más rápido, en una diagonal donde el bailarín debía hacer tres veces el mismo paso alcanzó a hacer dos y terminó con una pose.
-Es decir que usando como fuente una grabación, cualquier mínima alteración en la interpretación va haciendo lentamente que la coreografía se cambie.
-Me pasa ahora con Fierecilla. De pronto, me dicen: “Pablo, vos montaste los brazos en la cintura, pero en el video están arriba”. Yo como coreólogo tengo la autoridad para definir hacerlo como Cranko quiso, como Marcia quiere; me hago responsable y así se mantiene fiel a la idea del coreógrafo. En Fierecilla hay DVD’s que decís, pero ¡cómo está tomando la mandolina así! O, en la tabernera, ¡el vaso no va con esa mano!
-Decís “como quiso Cranko” o “como quiere Marcia”: sos el coreólogo oficial de ambos, pero la diferencia es que tus anotaciones de las coreografías de Cranko son post mortem. Si vos no trabajaste a su lado, entonces, ¿qué nivel de “originalidad” tienen, de dónde tomaste tus notas?
-Es muy buena la pregunta y me alegro de tener la respuesta. Con la coreóloga Georgette Tsinguiridis, que trabajó directo con Cranko, nos hicimos muy amigos. Ella me decía: lo quería así, con tal musicalidad; y me dio todo. Además tengo la suerte de tener mucha, mucha, mucha memoria: me voy acordar siempre de qué color es tu collar en esta entrevista. Entonces, cuando luego trabajé con Richard Cragun, con Marcia y con varios bailarines originales de las creaciones de Cranko, todo lo que me transmitieron lo anoté en la partitura Benesh. De forma muy modesta lo digo, creo que soy de los coreólogos que más tiene escrito de las obras de Cranko . Cuando vino Reid Anderson [exdirector del Ballet de Stuttgart] y me vio montar Onegin en Santiago, le gustó mucho, y fue ahí que quedé como repositor oficial de la fundación. Él me aclaró: “Esto ahora lo hacemos de tal forma”. Entonces, ya sé si tengo que montar una obra de Cranko con él cuáles son sus diferencias con Marcia. No es un cambio en la coreografía, es un matiz.
-¿No hay una única originalidad?
-Tiendo a hacer caso a lo que Marcia quiere porque ella fue la original Julieta, la original Tatiana. Como ahora en Fierecilla. Cuando monté esta obra en Munich [los protagonistas eran Sergei Polunin y Natalia Osipova] no estaba ella conmigo, pero acá sí y voy a tratar de lograr que eso se mantenga. Soy muy picky [quisquilloso]: en tal mano va el guante así como la mesa donde Tatiana escribe la carta tiene que estar puesta exactamente así [hace un gesto, ladeado]. Por respeto a Cranko, por supuesto.
-Coreógrafo, repositor y coreólogo pueden ser todos la misma persona o tres diferentes: ¿cuál es la autoridad del coreólogo?
-Hay veces que trabajas con coreógrafos que montan algo un día y al día siguiente no se acuerdan lo que hicieron, entonces tienes que lograr anotar (como un borrador rápido) lo que hizo: cómo movió al bailarín en el espacio y en qué música, porque eso es muy importante. No solo tenés la partitura en la que escribiste el ballet, tenés la partitura musical, y en cada compás señalo lo que va pasando. Luego, el coreólogo trabaja con el pianista y con el director de la orquesta. La labor del coreólogo es muy importante porque no solamente está documentando, luego le va a tocar reponerlo.
Las épocas han ido cambiando y la velocidad con la que se enseña un ballet, con la que se hacen los espectáculos, es mucho mayor. Antes tenías más o menos dos meses para preparar una obra completa, ahora todo tiene que ser rapidísimo.
-¿Siempre el coreólogo es repositor? ¿No existe la mera función de “escriba”, como si fuera un taquígrafo de la danza?
-Los coreólogos que yo conozco todos reponen obra: así uno sabe que realmente es correcto lo que se está haciendo. Hay coreógrafos, y lo digo con todo respeto, que necesitan tener a alguien al lado que ponga en música lo que ellos quieren.
-Como un apuntador.
-Claro, porque un día cuentan a un tiempo y siguiente lo hacen a doble tiempo. Los coreólogos aprendemos a contar con la melodía, para que el bailarín se apoye en la música. No soy de contar como una máquina.
-¿Aprender el método te hace coreólogo?
-No, yo creo que es muy difícil ser coreólogo en una compañía, porque hoy tenés Lago, luego El cascanueces, después una obra de Jiří Kylián, etcétera. Y si hay que anotar todo eso para mantener el repertorio, no alcanza el tiempo, es imposible. Por ejemplo, yo anoté El Corsario completo, de Ricardo Bustamante, cuando se dio en Chile; me quedaba cada día hasta la una, una y media de la mañana. Y ese ballet se archivó y no se dio nunca más.
-Pero si ahora quisieran montarlo vos podrías agarrar tus notas y reponerlo.
-Claro, si él me lo pide. A mí la memoria me ayuda mucho. De pronto estoy mirando algo y digo: ahí entre tal fila y tal otra, hay algo raro. Entonces voy y me fijo en los libros a ver qué anoté. Además, siempre fui muy musical, me crie en una casa muy musical, que me ejercitó el oído. Pongo la música y el movimiento sale automáticamente.