Barbra Streisand: de la locura por conseguir su postre favorito al dolor por la muerte de su padre y las traiciones de los hombres
Tal vez sea por los nietos, tal vez porque cumplió 81 años , pero Barbra Streisand está abierta a cosas nuevas. Por ejemplo, a compartir, o más bien a compartirse ella misma. Su primer libro de memorias, Mi nombre es Barbra, ya se lanzó en los Estados Unidos, 970 páginas de oleadas de dudas, enojos, pasiones, dolor, orgullo, persuasión, gloria y yiddish . No sé de ningún otro artista que haya estado dispuesto a compartir tanto...
Y sin embargo, tras el almuerzo que compartí con ella en su hogar de Malibú —una casa que algunos han descrito como un “complejo”, pero que a pesar de su vista directa al mar es demasiado rústica, acogedora y engañosamente modesta para las connotaciones que tiene la palabra “complejo”— Streisand compartió conmigo otra cosa más: su postre favorito, algo que atesora casi tanto como hasta ahora los detalles de su vida. En su libro hay mucho de todo —anécdotas del rodaje de sus películas, relatos de sus vínculos y choques con colaboradores, un capítulo entero (y breve) dedicado a Don Johnson y otro titulado “La Política”, y expresiones sobre su inclaudicable preferencia por la gran fusión de los masculino y lo femenino—, pero la comida es tan omnipresente y preponderante que prácticamente es otros de los amores de su vida, en especial el helado.
Así que cuando llega la hora del postre en la casa de Streisand, y más allá de las opciones que nos ofrezcan, en realidad hay una sola elección posible: helado McConnell’s sabor “Café de Brasil”, del que en su libro habla con un fanatismo orgásmico, solo comparable, tal vez, con su declarado placer por Modigliani y Sondheim. ¿Hasta dónde llega el amor del Streisand por el helado sabor Café de Brasil? En el libro, en medio del relato de una cena triste con su amigo Marlon Brando en casa de Quincy Jones, Barbra hace una pausa para ahondar en las delicias de ese helado y recordar a los extremos que llegó para conseguirlo . Así que preferí elegir el mismo postre que ella.
El libro de memorias de Streisand abarca su niñez en una familia de clase trabajadora de Brooklyn en la década de 1940, su gran oportunidad en Broadway con la comedia musical Funny Girl en 1964, una carrera cinematográfica que la convirtió en la actriz más importante de la década de 1970, sus populares discos y sus exitosos especiales para la televisión, los premios, los desaires, sus complejos, terrores y pasiones, sus amigas íntimas, los hombres que amó, y por supuesto las comidas que tal vez ame aún más. Mi nombre es Barbra lo dice todo: es explicativo, reflexivo y esclarecedor, divierte y sorprende a la vez. Se nota que la mujer que lo escribió está en contacto consigo misma, y le encanta ser quién es. La idea de escribir sus memorias, sin embargo, no le gustaba demasiado. “Hice terapia muchos, muchos años para tratar de resolver esas cosas, pero me aburrí de tratar de sacar todo afuera. La verdad que no quería tener que revivir toda mi vida”, dice Streisand mientras se zampa una cucharada de helado de café.
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Pero escribir el libro la obligó no sólo a revivir su vida, sino también a hacer una síntesis del presente y pasado. Allí recuerda con frecuencia, por ejemplo, que perder a su padre cuando era muy chica y escuchar durante décadas a su madre con su noción de “vaso medio vacío” de la maternidad, la condicionó para una vida de búsqueda de aprobación.
Con sus 970 páginas, el libro también es casi una mancuerna de entrenamiento físico. A Streisand le disgusta que sea tan pesado. “Quería que fuera en dos volúmenes”, dice. “¿Quién quiere andar cargando un libro tan pesado?” Rick Kot, el editor ejecutivo de editorial Viking que supervisó la producción del libro, comenta que “publicar libros en dos volúmenes es difícil como propuesta comercial, y nadie parece tener ningún problema con que Streisand se explaye todo lo que quiera”.
La dimensión del libro es casi una literalidad de la carrera que contiene: allí Streisand vuelca detenidamente todo, desgranando su vida. Avanza tanteando, recordando, a veces googleando mientras escribe. No es un libro para inhalar de un tirón, a menos, por supuesto, que uno tenga una cita urgente para almorzar con el autor. Tampoco deja conclusiones rápidas o explosivas, como las nuevas y jugosas memorias de Britney Spears y Jada Pinkett Smith. Por supuesto que le pidieron que introdujera material más picante: “Tenés que dejar un poco de sangre en la página”, le dijo en algún momento su editora, Christine Pittel. En este libro los sentimientos tienen más anclaje, y se nombra a cada cual por su nombre.
Y Streisand también tuvo algunas vacilaciones. “Me retrasé mucho en entregar el libro”, dice. “Se suponía que el plazo de entrega era de dos años.” Le llevó 10. Y mientras avanzaba, pensaba en su legado. “El que quiera saber sobre mí dentro de 20 o 50 años o el tiempo que sea, si todavía hay un mundo, estas son mis palabras. Estos son mis pensamientos”. Y también habla de otros libros sobre Streisand, los escritos por otras personas. “Con suerte, en el futuro no tendrán varios libros escritos sobre mí. Cada vez que me contaban las cosas que decían en otros libros, yo pensaba, ¿de quién están hablando?”
El libro también deja algunas lecciones aprendidas, pero sobre cuestiones demasiado crónicas como para calificarlas de “actuales”, y que básicamente tienen que ver con sus insaciables ganas de trabajar y su interminable lucha para mantener el control sobre su carrera . Cantar y actuar la hicieron famosa, y su perfeccionismo le hizo fama de difícil. El sexismo y el chovinismo son una constante a lo largo del libro. Pero lo que salta a la vista es que la mujer que apenas dirigió tres películas —Yentl, El príncipe de las mareas y El amor tiene dos caras— ya era directora desde el comienzo de su carrera profesional. Y esa es la gran revelación del libro, para el lector pero también para su autora. “Ni yo lo sabía”, dice Streisand sobre esa propensión suya a la gestión, la planificación, la visión a futuro, a mostrar autoridad y confiar en sus instintos. “Lo descubrí mientras escribía el libro, y me di cuenta de que básicamente ya lo hacía desde los 19 años, o incluso antes, cuando le enseñé a fumar a mamá.”
Streisand es implacable con las traiciones que enfrentó trabajando con hombres . Sydney Chaplin —uno de los hijos de Charlie— interpretó al Nick Arnstein original durante la temporada en Broadway de Funny Girl: coqueteaban mutuamente, pero Chaplin quería consumar y Streisand no quería salirse de lo profesional. (Además estaba casada con Elliott Gould). Entonces Chaplin le hizo una escenita en vivo: se inclinaba frente al público para susurrar insultos y malas palabras. Cuando llegó el rodaje de Hello, Dolly, Streisand no podía entender por qué su coprotagonista, Walter Matthau, y el director de la película, Gene Kelly (sí, el mismísimo Gene Kelly) eran tan hostiles hacia ella. Entonces ella fue de frente a preguntarle a Matthau qué le pasaba: “Lastimaste a mi amigo”, le confesó el actor en referencia a Chaplin, su compañero de póquer. A lo largo de toda su carrera, Streisand luchó contra ese “club de varones” al que un hosco camarógrafo de El príncipe de las mareas se jactaba de pertenecer.
Es esa la “sangre en la página” que hace potente este libro, y no la idea de que un Brando decididamente libertino y un complaciente Pierre Trudeau fuesen honestamente almas gemelas, ni su bizantina e incomprensible relación con Jon Peters. Es que Barbra Streisand soportó una seguidilla de lugares de trabajo hostiles pero nunca dejó de hacer su trabajo lo mejor posible. Esa experiencia con Chaplin le dejó un miedo escénico que la acompañó toda la vida. ¿Y si también hubiera reforzado su voluntad de hacer las cosas bien, con exactitud y de manera posiblemente obsesiva?
“Creo que cuando era joven los demás tenían una idea preconcebida de mí, tal vez porque era distante o algo así, y porque era cantante pero además quería ser actriz. Y luego, cuando fui actriz, quise ser directora”, dice Streisand. “En otras palabras, quería dar un paso más: ser la actriz y también la cantante. Yo lo veía todo como un conjunto. Incluso cuando era actriz, me importaba todo en su conjunto”. Como esa escena de Nuestros años felices, dirigida por Sydney Pollack en 1973, donde Streisand le acaricia el cabello a Robert Redford mientras duerme, una elección personal que tomó por instinto.
Lo que hacía una y otra vez —en sus especiales de televisión, en sus conciertos en vivo, con sus arreglos musicales— era concretar sus ideas. Esa voluntad de concretar le ganó una reputación de por vida y ella lo sabe... En el libro, cuenta que para su actuación en los Grammy de 1980 con Neil Diamond hizo algunas sugerencias de puesta en escena, y a continuación reflexiona: “Tal vez digan que soy ‘difícil’ por incidentes como ese”.
Lo “difícil” está en el trabajo, dice Streisand. Sus personajes son un cóctel de “volubilidad” y “determinación” con un chorrito de “indomabilidad”. Son personajes multitareas, consumidos por el ajetreo de hacer las cosas y de aprender otras al mismo tiempo. Streisand era perfecta para las comedias románticas de la segunda ola del feminismo: ese “ir para adelante” desesperaba a los hombres. De sus actuaciones de la década de 1970, mi favorita es en Pelea de fondo, un burbujeante, sucio y divertidísimo éxito de 1979. Allí se la ve expresarse plenamente con una melena enrulada en el papel de Hillary Kramer, una magnate de los perfumes que se ve obligada a vender su empresa cuando su contador la estafa. Pero pronto descubre un activo sorpresa: un pésimo boxeador, Eddie “Kid Natural” Scanlon —interpretado por Ryan O’Neal—, cuya carrera intenta cambiar. La película, dirigida por Howard Zieff, resume la experiencia de Streisand: su tenacidad, su indignante facilidad para la comedia como versión de sí misma, su exasperación con los hombres que la explotan y la descartan.
Resulta que Eddie no quiere trabajar con Hillary y está seguro de que cuando le vea la cara desfigurada después de una pelea se convencerá de dejar el negocio del boxeo. De camino a casa después de una pelea, Hillary vomita por la violencia que acaba de presenciar, pero no alcanza para disuadirla. “Espero que hayas aprendido la lección”, le dice Percy, el amigo y entrenador de Eddie, interpretado por Whitman Mayo. “Ya entendí”, le responde Streisand. “Entrenalo hasta ponerlo en forma”.
Eddie y Tracy comparten una sensación de derrota, al parecer típico cuando se está frente a Streisand. “No va a darse por vencida”, le dice Eddie a su entrenador, que no puede más que estar de acuerdo: “Y ese es el problema”. Quienes han tenido que negociar con Streisand probablemente reconozcan la cara de resignación de O’Neal en ese momento: sabe que va a perder.
Es razonable sospechar que Tom Rothman, director de Sony Pictures, conoce esa sensación. Este año, para el lanzamiento de la edición de aniversario de Nuestros años felices, Streisand le pidió que incluyera dos escenas que, como le dolió descubrir en su momento, habían quedado afuera de la versión original. Para Rothman, el problema de concederle a Streisand su deseo era que, como “ejecutivo de un cineasta”, según lo expresó en una entrevista, no quería cambiar nada sin consultarlo con Pollack. Pero Pollack está muerto desde hace 15 años... Así que acordaron lanzar dos versiones: la de Pollack y la versión extendida de Streisand.
En el libro lo considera como un triunfo de su firmeza. “La palabra que usa en el libro es 100 por ciento exacta: implacable”, me dijo Rothman. Que ella tuviera razón en cuanto a esas escenas no modificaba el argumento de fondo de Rothman: hacer justicia a la memoria de Sydney Pollack y al mismo tiempo aplacar a Streisand por esa injusticia creativa. “Ella me decía: ¡Pero esto es mejor, es mucho mejor!, y yo repetía: ¡Pero Pollack no lo quiso poner!”
Si Rothman quería llegar a una solución feliz era por la persona con la que estaba tratando. “Barbra rompió muchos límites, no sólo artísticos sino también para las artistas mujeres en la industria del cine, en Hollywood, en términos de nunca perder el control de su carrera”, me dijo Rothman. “Le tengo un respeto sin límites”.
Streisand sonríe mientras inclina ligeramente la cabeza hacia abajo y se lleva una mano a la nuca, un gesto reconocible que le hemos visto mil veces.
Lo ilimitado de Streisand, su amplitud de rango, lo inédito de su ambición de cubrir todos los campos, su bobería, su sensualidad, su talento, su manejo escénico, su pasión y su originalidad, su perseverancia incansable, su vestuario, y el tema de su pelo, un verdadero punto de inflexión... Y siempre adaptándose, no a lo que era “cool” o “actual” en sí mismo, sino a lo que sentía ser en un momento dado. “Ustedes ya me conocen”, escribe al final del libro. “Soy la reina de las versiones”.
Hay una línea que va directamente de Streisand a Madonna, Janet Jackson, Jennifer Lopez, Queen Latifah, Beyoncé, Lady Gaga, Taylor Swift, versiones de reinas de diferentes reinos. Esa es apenas una lista obvia de personas que la siguieron en el mundo del espectáculo, y nada dice de las menos famosas a quienes Streisand inspiró para lograr miles de cosas más. Streisand es un cartel de neón que dice “Sé fiel a vos mismo”. El verdadero legado de Streisand podría ser ese, y ahora puede dar un paso atrás para apreciarlo.
“Eso sí me causa una verdadera alegría, el haber influido en algunas personas para que hicieran lo que querían hacer”, dice Streisand. “Que les di una especie de coraje, de valentía. Y para los que se sentían diferentes, bueno..., yo era alguien que se sentía diferente . Eso me llena de satisfacción y es mi mayor recompensa.”
Traducción de Jaime Arrambide