'Bardo' de Netflix tiene un problema con el ego de Alejandro González Iñárritu

Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades (2022). Daniel Giménez Cacho como Silverio. (Foto: Limbo Films, S. De R.L. de C.V. Cortesía de Netflix)
Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades (2022). Daniel Giménez Cacho como Silverio. (Foto: Limbo Films, S. De R.L. de C.V. Cortesía de Netflix)

En los últimos años México ha grabado su nombre en Hollywood con directores como Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón o Alejandro González Iñárritu, quienes se alzaron con flamantes premios Óscar y no han parado de recibir elogios con cintas como La forma del agua, Gravity o Revenant. El renacido, entre otros títulos. Pero, aunque parecen instalados en la industria de Estados Unidos y en su enfoque mayormente comercial y grandilocuente, no se olvidan de sus raíces ni de su país, como bien demostró Cuarón con Roma y vuelve a ejemplificarlo Iñárritu con Bardo, su nueva película que llega a Netflix este viernes 16 de diciembre.

De hecho, Bardo se erige como una reflexión sobre la identidad mexicana y de los conflictos, incertidumbres y cambios que se producen cuando uno pasa a vivir al otro lado de la frontera en un ambiente de aclamación y prestigio. Es decir, los sentimientos que ha experimentado el propio Iñárritu en su periplo de éxito en Estados Unidos, que, como bien ha deja ver la esencia tan puramente hollywoodiense de algunos de sus últimos trabajos como Birdman o El renacido, lejos queda del cineasta que firmó títulos como Amores Perros.

De primeras, me parece una idea fantástica que podía traducirse en un precioso homenaje a México y a toda su cultura, una forma de hacer global un sentimiento personal a través del apego del cineasta a su propio país y su forma de vida. Además, toda la película está planteada como una experiencia en clave surrealista que revisita la historia e iconografía mexicana con una puesta en escena que lo resalta de la forma más espectacular posible. Sin embargo, el director lleva tanto la película a su terreno, a hablar de él mismo, que todas sus virtudes se acaban diluyendo en un ejercicio de egocentrismo que termina generando el efecto contrario al que pretende dar.

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Personalmente, me fue imposible conectar con Bardo. En sus primeros compases consiguió captar mi atención ante este enfoque surrealista que comentaba, donde su personaje, que viene a ser una versión ficticia del propio Iñarritu, recorre ensoñaciones sobre México, su cultura y su vida local. Y estaba dispuesto a dejarme llevar y disfrutar del viaje, pero cuando sus escenas se alargan en exceso y empiezo a notar que las reflexiones de Iñárritu no van más allá de darse el capricho de reflexionar sobre su vida y carrera, la película comenzó a saturarme.

No paraba de pensar en las oportunidades que se estaban desaprovechando con una propuesta así, donde secuencias sobre conflictos políticos entre México y Estados Unidos, o sobre cómo la historia ha interpretado a su manera a personajes históricos como Hernán Cortés y sus conquistas, se quedan en tierra de nadie por el ímpetu de su director a priorizarse a sí mismo. Además, todas estas escenas, que apuestan por el espectáculo más inmenso posible, desprenden tal grado de grandilocuencia que acaban espantando.

Primero, porque su carácter espectacular me parece totalmente contradictorio con el mensaje de la película. Al hablar de la identidad mexicana y reflexionar sobre cómo esta se diluye frente a la cultura estadounidense, es un sinsentido recurrir a la pirotecnia propia de Hollywood para hablar de ello. Pero, nuevamente, creo que el ego de Iñárritu de sacar a relucir sus grandes dotes como director, que son muchas, le juega una muy mala pasada. Una producción más pequeña e íntima, similar a lo que hizo Cuarón en Roma tras venir de dirigir un blockbuster espacial en 3D, hubiera sido una decisión más adecuada.

Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades (2022). Daniel Giménez Cacho como Silverio. (SeoJu Park/Netflix © 2022)
Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades (2022). Daniel Giménez Cacho como Silverio. (SeoJu Park/Netflix © 2022)

Además, su duración cercana a las tres horas tampoco ayuda, porque semejante reincidencia en lo grandilocuente durante tanto tiempo acaba siendo agotadora. Aunque eso sí, he de reconocer que la película consiguió generarme un pequeño interés en su último tramo, donde el espectáculo se deja de lado, se da forma a lo acontecido y toda su experiencia surrealista adquiere un poso reflexivo. Es aquí donde creo que Bardo puede calar y hacer olvidar sus muchos errores, pero, en mi caso, estaba tan agotado de la película, de su espectáculo y del ego de su director que solo quería que se acabara.

Y la verdad, me da mucha pena, porque hasta ahora nunca había salido con semejante sensación tras ver una película de Iñárritu. Bien es cierto que sus películas siempre han sido ambiciosas y él nunca se ha escondido a la hora de relucir sus dotes tras las cámaras, pero creo que una producción como Bardo, con aspiraciones tan reflexivas y con unos ingredientes perfectos para crear un homenaje a la identidad mexicana y analizar tantas vertientes del país y su cultura, se debería haber abordado de una forma muy diferente. O al menos no de forma tan descaradamente ególatra.

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