La batalla de los reinos fantásticos: dragones y elfos disputan la guerra del streaming
2022 resultó el año elegido para el desembarco de dos de los universos más populares en la tradición de la narrativa fantástica. El primero fue La casa del dragón, flamante precuela de la exitosa Game of Thrones, cuyo agridulce final todavía persiste en la memoria de los devotos espectadores. Por ello, la historia de la dinastía Targaryen tiene también los aires de una revancha para HBO: volver a situar a su hijo prodigio en el pedestal de sus grandes triunfos, recuperar aquello que definió a GoT en sus inicios y convencer a los espectadores de revivir aquella sagrada espera semanal por un nuevo episodio.
Los anillos de poder, la nueva y millonaria apuesta de Amazon Prime Video, supone el regreso al universo inoxidable de J. R. R. Tolkien y a las creaciones fílmicas de Peter Jackson desde una antesala que no encuentra crédito en los libros oficiales sino en los apéndices sobre la Segunda Edad, dejados como legado definitivo por el escritor. A partir de ese mundo que cobró forma cinematográfica en los primeros años de este milenio, la declarada precuela de aquel tiempo explora su mismo pulso en otro tiempo, la juventud de varios de sus personajes y las ilusiones de paz en un mundo que advierte sobre la guerra. En una clara sintonía con el presente de nuestro mundo, ambas ficciones sitúan la inestabilidad de este tiempo en la ficción fantástica a partir de dos ejes: los interrogantes por la sucesión en el liderazgo geopolítico de Westeros, y el anuncio de una guerra que convierte a la Segunda Edad en el tiempo de la batalla entre el Bien y el Mal.
Lo que propone esta improvisada competencia entre dos de los rostros más populares de la ficción fantástica es el análisis de la medida de esa batalla, que combina un hito televisivo cercano en el tiempo como Game of Thrones, definido por un consumo ceremonial, por el atractivo de las epopeyas medievales reinventadas en clave fantástica, con uno de los grandes universos literarios como el de El señor de los anillos, germen de muchas de las sagas que se nutrieron de Tolkien, desde la Star Wars de George Lucas hasta la misma letra originaria de George R.R. Martin. ¿Qué surge de esta obligada comparación? La puesta a punto de las espadas, la medida de los despilfarros de producción, la talla de los creadores. En definitiva, el juego de las diferencias.
Universo en expansión vs. universo en concentración. Una de las primeras diferencias sustanciales que separa a La casa del dragón, estrenada ya hace tres semanas, de la recién nacida Los anillos de poder, es la medida de su universo narrativo. A diferencia de GoT, que expandía Westeros en sus siete reinos y seguía las historias de King’s Landing, las disputas entre las casas Stark y Lannister, el periplo de Daenerys con sus dragones, al mismo tiempo que los conatos de rebeldía y las frustradas aspiraciones de los advenedizos al Trono de Hierro, La casa del dragón se concentra en la Casa Targaryen –como lo indica su nombre—172 años antes del nacimiento de Daenerys, para contar la tragedia intestina de esa dinastía. Su universo no se adelgaza respecto de su predecesora sino que se concentra, espacial y dramáticamente. Los escenarios oscilan entre King’s Landing, corazón de las disputas por la línea de sucesión del rey Viserys (Paddy Considine), la isla donde se amuralla Daemon (Matt Smith) en su resistencia a ser excluido del linaje, y otros territorios insulares, que despliegan los indicios de las disputas que vendrán. El mundo de House of the Dragon en este comienzo se aglutina en la ‘mesa chica’ del rey, aquella en la que se dirimen sus actos de gobierno y su talla como líder de esa tierra en conflicto. Por el contrario, el universo de Los anillos de poder se construye a imagen y semejanza de aquel espectáculo consagrado por Peter Jackson, pese a su existencia en una lejana víspera. La acción comienza en la soleada tierra inmortal de Valinor, con una niña Galadriel velando por un barquito de papel en las aguas cristalinas. De allí pasamos a la fría morada de Sauron en un tétrico castillo, en el que una adulta Galadriel (Morfydd Clark), comandante y guerrera, persigue la sombra de su enemigo para vengar la memoria de su hermano. Pero esa historia de venganza que anuncia un Mal que no se extingue, se combina con las celebraciones de los elfos por la paz, el hábitat de los harfoots ante una inminente mudanza estacional, la tierra sureña de los hombres corroída por los fantasmas de la guerra civil, la vida opípara y subterránea de los enanos que traen humor y cofradía. En la estela de Tolkien, la serie creada por Peter McKay y John D. Payne expande su mundo con una exuberante espectacularidad, que une colores y humores, que enreda presagios y traiciones, como un mapa que conduce sus narrativas de manera orgánica, sin nunca perderles el rastro.
Drama político vs. aventura. La segunda de las diferencias que existe entre estos dos reinos de fantasía tiene que ver con el género que cultivan como esencia. En el caso de La casa del dragón, el fantasma del final de GoT –cuestionado por su premura y desprolijidad a la hora de resolver los destinos de los personajes, por dejar de lado las intrigas políticas en favor del despliegue de batallas en CGI– marcó un nuevo rumbo para los creadores. Salidos de escena David Benioff y D.B. Weiss, Ryan Condal y George R.R. Martin asumieron los créditos para delinear un escenario más calmo e introspectivo, ceñido a la herencia literaria de Fuego y sangre y al melodrama palaciego de los Targaryen, concebido en una narrativa firme y con un elenco a su altura. Esto no significa que no existan los torneos sangrientos, las celebraciones orgiásticas y los dragones escupiendo el fuego de su sangre, pero La casa del dragón entendió que los pecados de su antecesora había surgido de la tentación de abandonar el drama y la política por la pirotecnia de los efectos especiales. Los anillos de poder, en cambio, se concentra en el espíritu de la aventura desde su mismo comienzo. La travesía de Galadriel por el castillo helado, signado por las huellas de Sauron, impone el ritmo de la epopeya, que descansa en el humor de los enanos o en el sentimentalismo de los harfoots, pero que no pierde hondura en su viaje hacia el horror más profundo. Los dos primeros episodios conjugan el imaginario apocalíptico del terror, sobre todo en la tierra de los hombres donde persisten los rencores por la guerra que no se dirimen en negociaciones políticas sino en nuevas batallas que traen imprevistos invasores. En ese sentido, Galadriel impone con su centralidad en la historia la dinámica del camino del héroe –en este caso de la heroína– que se remonta a la tradición legendaria de la aventura, en su clave fantástica y maravillosa, como género dominante. Incluso en el uso del terror, que se abre paso hacia el final del díptico del debut, Los anillos de poder aspira a situar el pasado, la leyenda negra del malvado Morgoth como un oscuro presagio del futuro.
Conocidos vs. desconocidos La concepción de precuelas que ostentan ambas ficciones nos lleva a un obligado interrogante: ¿es posible encontrar algunos de los personajes ya conocidos? He aquí una tercera diferencia. En La casa del dragón no existe ninguno de los personajes conocidos por el espectador, los que deambulan como una melodía familiar en el primer episodio son los apellidos de las casas reales de Westeros: Baratheon, Stark, por supuesto Targaryen. Es esa dinastía, a la que conocimos por sus últimos herederos en GOT, aquella de las leyendas malditas, los dragones y la locura, la que se convierte en el corazón de esta nueva saga, intentado dar una explicación a la tragedia que ya conocemos. Cada disputa o enfrentamiento es un indicio de ese mal intestino que parece portar el pelo luminoso y la sangre preñada de fuego. En ese esplendor está el origen de su extinción; en ese liderazgo de Westeros, la necesidad postrera de su vindicación. En Los anillos de poder no tenemos a Frodo ni a Sam, ni los hobbits son habitantes de esta Segunda Edad de la Tierra Media, pero sí los ancestrales elfos nos regalan sus versiones juveniles. La Galadriel etérea y reflexiva de Cate Blanchett ofrece una versión firme y combativa de la mano de Morfydd Clark (irreconocible después de verla en Saint Maud), un porte altivo en un tiempo que no admite claudicaciones. Y el inocente Elrond de Robert Aramayo, con un rostro sin las atribulaciones del maduro Hugo Weaving, se permite creer en un tiempo de paz, en el regreso a la prometida Valinor, amigo del príncipe de los enanos, negociador de una alianza esperanzada. Los demás personajes encuentran ecos de aquellos modelados por la mano de Peter Jackson, como la inquieta harfoot Nori (Markella Kavenagh) retiene algo de Frodo, y el guerrero elfo Arondir (Ismael Cruz Córdova) tiene algo de Aragorn y Legolas, consagrando en su romance interracial con la humana Bronwyn (Nazanin Boniadi) el recuerdo del amor de Aragorn y Arwen de la saga original.
Mujeres al poder. Si hay un punto de unión para ambas ficciones es la decisión de convertir a las mujeres en protagonistas. Sin embargo, ese paso asume distintos destinos. “Los hombres prefieren que el reino arda antes de ver sentarse a una mujer en el Trono de Hierro”, le advierte la desheredada Rhaenys (Eve Best) a la hija de quien se quedó con su corona. Nombrado rey por su condición de varón, Viserys se encuentra ante el mismo dilema que su predecesor: apuntar a una mujer o buscar un nuevo hijo varón. La decisión de consagrar a su hija Rhaenyra (Milly Alcock) como heredera le vale enfrentar a su hermano menor Daemon, a la presiones del consejo de gobierno y a un aura de debilidad que no parece extinguirse. Y para Rhaenyra, confinada a servir las copas de los varones que discuten su posible reinado, solo le queda defender su herencia en la misma arena de la política, con dragones y todo. Los anillos de poder se afirma sobre tres figuras femeninas: la comandante Galadriel, principal figura de los elfos; la joven Nori, rostro visible de la simpática comunidad de los harfoots –siempre acompañada por su amiga Poppy (Megan Richards)– y la curandera Browny, habitante de la tierra de los humanos. Las tres funcionan como disparadores de las acciones en los distintos frentes, y su condición femenina nunca define el itinerario de sus aventuras. Galadriel es desafiada por su ejército por su obstinación y soberbia antes que por ser mujer, y Nori funciona en la comarca como respaldo de sus padres y líder de sus pequeños hermanos. La única que padece las miradas suspicaces de sus coterráneos es Browny, cuestionada por su vínculo con el elfo Arondir y burlada cuando advierte el peligro enemigo. Será una cabeza cortada la que finalmente le otorgue la razón.
Historia vs. mito. La gestación de ambos universos tiene raíces divergentes. En el caso de La casa del dragón, al igual que ocurría en GoT, la base es la historia inglesa: antes fue la Guerra de las Rosas y ahora es la saga de la dinastía Plantagenet, cuyos conflictos intestinos los llevaron a la extinción y al nacimiento de tres casas: los Lancaster, los York y finalmente los Tudor. De ese origen histórico George R. R. Martin escarbó su inspiración, conjugando la historia de la reina Matilde I, nunca coronada –perteneciente a la casa de Normandía, que luego dio paso a los Plantagenet–, con algunos episodios del ascenso de Isabel I, la reina virgen. En Los anillos de poder, la concepción del Medioevo de Tolkien le debe inspiración a la mitología antes que al rigor histórico. En su obra se conjugan concepciones religiosas, exploraciones lingüísticas, creaciones poéticas y un pulso único para dar cuerpo a la fantasía moderna. Esta última heredera de su obra recoge ese interés y lo convierte en su esencia.
Cine vs. TV. Llegando al final, hay una diferencia sustancial entre ambas ficciones. La casa del dragón nace de un origen televisivo, con las ventajas y desventajas que ello acarrea. GoT logró su éxito y sus postreros cuestionamientos en la década pasada, por lo cual su recuerdo es demasiado cercano. Pasó casi un abrir y cerrar de ojos entre el final de la épica batalla contra los muertos y la elección del nuevo rey de Westeros y este revival de la historia de los Targaryen. Los espectadores aún recuerdan el ceremonial de todos los domingos frente a la pantalla de HBO a la espera de un nuevo episodio. La casa del dragón recoge el guante de aquella ceremonia, estrena en el mismo día y apela a revivir el espíritu de culto compartido y también a borrar los sinsabores. Los anillos de poder viene del cine y la literatura, y la ambición de esta nueva ficción lo confirma. Sus dimensiones desbordan la pantalla chica y al mismo tiempo intenta recoger el aura de clásico contemporáneo de su antecesora. Estrenada a comienzos de siglo, la trilogía de El señor de los anillos fue la base de una nueva cinefilia formada al calor de la tecnología y las creaciones digitales. Sus espectadores son contemporáneos a ese cambio del cine, que había inaugurado Jurassic Park y que continuó primero la nueva trilogía Star Wars y luego Matrix. Trilogías por aquí y allá, ese mundo es más lejano que el de GoT, por tiempo y experiencia cinematográfica, y requiere de una ambición mayor, a la altura de la competencia feroz que hoy esgrimen las plataformas.
Ostentación vs. austeridad. Y con ello, ahora sí, llegamos al final. La última de las diferencias tiene que ver con la inversión que puso cada cadena en esta apuesta. “Los anillos de poder es tan cinematográfica y grandiosa que hace que La casa del dragón parezca haber sido improvisada en Minecraft”. La frase de una de las críticas de The Guardian ofrece la medida de la experiencia que promete la nueva serie de Amazon. Y no es para menos: es la serie más cara de la historia de la televisión y su inversión se calcula alrededor de mil millones de dólares. Ese derroche de dinero se vislumbra en cada plano, y la construcción minuciosa de un complejo universo puede no garantizarle el éxito pero sí pone presión a sus competidores a futuro. La casa del dragón parece haber ido en un camino inverso a esa ostentación, por ello la aparente austeridad de esta heredera frente al despilfarro de escenarios, muertos vivos y batallas digitales de la octava temporada de GoT es una garantía del regreso a las fuentes. Veremos si esa estrategia de humildad consagra su renacimiento después de tantos Emmys y tantos abucheos.
Lo que queda ahora es esperar. Ambas ficciones recién ha ofrecido su despegue, marcando sus rumbos, invitando a sus fanáticos, proponiendo un tiempo compartido que recién comienza.