Mi bella dama: el rechazo a Julie Andrews y el secreto que Audrey Hepburn no debía saber
Un día como hoy, de hace cuarenta años, Hollywood se quedó sin su hacedor de grandes fiestas. “Si comparamos con la década del ‘50, en el negocio del cine ya no hay nada de diversión”, decía Jack Lemmon al recordar las celebraciones que organizaba George Cukor. Pero el realizador fue además reconocido como “director de actrices” o cultor de la “comedia refinada”, tan sólo algunas de las definiciones con las cuales se intentó capturar la naturaleza de su genio para la pantalla grande .
Fue el director de David Copperfield (1935), Romeo y Julieta (1936), La dama de las camelias (1936), Luz que agoniza (1944), La costilla de Adán (1949), La impetuosa (1952), Nace una estrella (1954) y La adorable pecadora (1960), además de su paso por el set de El mago de Oz (1939) o Lo que el viento se llevó (1939), o la finalización de Sueño de amor ante la muerte de su director, Charles Vidor. Si bien Ricas y famosas, con Jacqueline Bisset y Candice Bergen, fue su canto del cisne, su última gran producción había tenido lugar casi dos décadas atrás y perpetuó de manera indeleble uno de los grandes musicales de Broadway. Pero, en rigor, George Cukor no fue el nombre pensado para llevar Mi bella dama al cine .
Un presupuesto sin restricciones
Fue Vincente Minelli el primer nombre que Jack Warner puso en la lista cuando, como presidente de Warner Bros, compró los derechos después de haber visto el musical y quedar tan deslumbrado como para desembolsar 3.500.000 dólares para poder comenzar a soñar con la producción. Pero Minelli venía de dirigir Gigí que se quedó con casi todos los premios Oscar de 1958 -y un lugar indeleble en la memoria norteamericana- y reclamó una auténtica fortuna y el “final cut” para hacerse cargo de la dirección.
La primera conversación sobre la película entre Warner y Cukor sucedió en un avión, de camino a un preestreno de The Chapman Report (conocida en el cono sur como La vida íntima de cuatro mujeres) en San Francisco. “¿Cómo te gustaría hacer My Fair Lady?”, dijo el magnate. Sin dudarlo un momento, Cukor respondió: “Me encantaría, y déjeme decirle, Sr. Warner, ¡está tomando una decisión muy inteligente!”. Para Cukor, la fidelidad al texto de Bernard Shaw era determinante, “¡Creo que llené dieciocho cuadernos con notas!”, diría el director sobre la búsqueda de exactitud con el espíritu de Pigmalión, la obra de 1912 sobre la cual Alan Jay Lerner y Frederick Loewe construyeron uno de los musicales más importantes de la historia de Broadway.
Buena parte del equipo creativo que dotó de magia a My fair lady en Broadway prosiguió su labor para el film que en 1963 comenzó a rodarse con una de las inversiones más impactantes para la época: 17 millones de dólares, de los cuales solo medio millón se utilizó para la confección de los 1086 vestidos que Cecil Beaton diseñó para los 26 escenarios, que se llevaron otro millón de dólares del presupuesto. Como ejemplo de la abundancia, basta con citar la escena de las carreras de Ascot que demandó 300 extras vestidos de blanco, negro y gris.
Pero algo había cambiado en esta versión de Mi bella dama, y estaba muy lejos de los recuerdos de Alan Jay Lerner en el libro La calle donde yo vivo, en el que plasmó la realización del musical y escribía: “ Rex, Julie, Stanley, Coote y todos los demás intérpretes se estaban llevando a las mil maravillas. Me sorprendió y divirtió extraordinariamente descubrir que todas las tardes, a las cuatro en punto, el elenco en pleno se reunía a tomar el té, exactamente como lo hacían en Inglaterra ”. Pero en el set faltaba Julie, y sería un factor determinante.
Un secreto para Audrey Hepburn
Jack Warner quería que Mi bella dama tuviera su sello mucho más allá del logotipo de Warner Bros. Por eso, propuso a Cary Grant para el papel que le quedaba como un traje a medida a Rex Harrison. Cuenta la leyenda que fue el propio Grant que le dijo que si no era Harrison el protagonista ni siquiera iría a ver la película. Pero Warner también intentó tener a Peter O’Toole en ese rol, aunque las exigencias financieras del mítico Lawrence de Arabia inclinaron la balanza a favor de Harrison.
Más complicado fue la otra decisión, inapelable, del productor. La “Julie” que dotaba de carisma las puestas teatrales era Julie Andrews, a quien Warner no quería en el set por nada del mundo porque consideraba que no era una actriz lo suficientemente famosa para el papel. Vanessa Redgrave, Leslie Caron, Shirley Jones, Angela Lansbury y Elizabeth Taylor, fueron los nombres en danza para uno de los papeles cincelados para la fama eterna. Luego de varias idas y venidas, cuando se supo que Audrey Hepburn sería Eliza Doolittle, o sea la florista que se convertiría en una gran dama, el escándalo rodeó a la producción porque la presión popular, y del mismo Lerner, para que Julie Andrews fuese la elegida no se hizo esperar . Warner se mostró inflexible incluso cuando trascendió que Marnie Nixon doblaría a Hepburn en todos los cuadros musicales que necesitaran de su canto. Nixon tenía la experiencia de haber doblado a Deborah Kerr en El rey y yo y a Natalie Woood en West Side Story, y firmó un acuerdo de confidencialidad para que no se supiera de su participación. Sin embargo, la información trascendió a la prensa y ante la misma Hepburn, quien tampoco sabía que su voz no sería la que finalmente quedaría impresa en celuloide.
El 18 de marzo de 1965, LA NACION titulaba: “Brillante transcripción de una comedia musical”, en la crítica al estreno que tuvo lugar en el cine Metropolitan. “Rex Harrison encarna a Mr. Higgins con notable maestría, producto –seguramente- de su larga familiaridad con el papel, al que animó durante largo tiempo en el escenario. Audrey Hepburn aporta su encanto, aunque debe señalarse que no se ajusta al ‘tipo’ que exige el personaje, acaso porque no puede desprenderse de ese refinamiento y ese tono sofisticado que son su patrimonio como actriz, lo cual le impide transmitir con propiedad –en la primera parte- una imagen cabal de la ruda florista londinense”, resaltaba el texto.
Unas semanas después, el 5 de abril, se entregarían en el Santa Monica Civic Auditorium los dorados premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Las dos películas favoritas de la noche eran Mi bella dama y Mary Poppins. Andre Previn se quedó con su Oscar como mejor orquestación -ganándole a Mary Poppins pero incluso a los Beatles por Anochecer de un día agitado- y ese fue uno de los 8 galardones que esa noche fueron a Mi bella dama. George Cukor consiguió, tres décadas después de su primera nominación y de otros tres intentos, ganar la estatuilla a mejor dirección por la que fue la última gran película de su carrera.
Audrey Hepburn ni siquiera pudo aspirar al suyo porque nunca estuvo nominada como mejor actriz. Julie Andrews ganó ese premio por su rol en Mary Poppins, de Disney, y convertida en una estrella del séptimo arte agradeció por esa distinción a Jack Warner. Poco después iniciaría para la 20th Century Fox el rodaje de La novicia rebelde.