Bill Nighy habla en entrevista sobre la actuación de método, la jubilación y hasta su gusto por el azúcar
A Bill Nighy le encanta un buen traje. Todos lo saben. Por eso no sorprende verlo esta tarde elegantemente vestido con un sofisticado traje azul marino. Hecho a la medida, claro está. Por lo mismo, el estilo de vestuario del actor, que ya es el tema de muchas entrevistas en las últimas dos décadas, ocupa un lugar bajo en los temas de conversación de hoy. Y es la misma razón por la cual, durante nuestra breve entrevista, me quendo sin palabras cuando Nighy, al acompañarme a la puerta, levanta la grabadora, se la acerca a la boca como si fuera un micrófono, y explica su afición por la ropa formal con ese característico acento suyo: “Porque odio mi cuerpo”.
No es algo que uno espere escuchar del famoso y encantador hombre de 72 años, que en Love Actually se arrancó los pantalones de cuero para revelar lo que Billy Connolly una vez elogió como sus “piernas de rock & roll”. El mismo hombre que interpretó al engreído demonio marino de Pirates of the Caribbean: Dead Man’s Chest , así como al jovial padre del año que viaja en el tiempo en About Time. Pero él ya ha hablado de sentirse incómodo en su cuerpo, una vez que reveló que se ducha en la oscuridad. Y viniendo de Nighy ahora, en persona, que se pone de pie para sacarme un asiento cuando llego (además de vestir de forma impecable, Nighy es famoso por ser un caballero), la confesión es más creíble. Porque si bien Nighy se comporta con gracia, también transmite una incomodidad juvenil y entrañable. Sus mejores papeles a menudo juegan con esa dinámica poco convencional, como en su última película Living.
La película, una nueva versión ambientada en los años cincuenta de la película Ikiru de Akira Kurosawa de 1952, fue escrita por Kazuo Ishiguro con Nighy en mente. El actor interpreta al Sr. Williams, un burócrata reprimido que esconde cada una de sus emociones bajo la máscara de la burocracia. Cuando le diagnostican cáncer de estómago y le dan seis meses de vida, intenta hacer exactamente eso: vivir por una vez en su vida. La película ha recibido críticas estelares hasta el momento, y casi todas enfatizan que Nighy es lo más destacado. Por primera vez en la historia, está dentro de las posibilidades de considerarse para el Óscar.
Hay un momento en Living donde Nighy habla solo en el espejo. Está practicando cómo decirle a su hijo y nuera de su muerte inminente. Su voz tiembla como una vela en una habitación con corrientes de aire. “Es un poco aburrido, en realidad”, comienza. Durante la mayor parte de Living, Nighy interpreta al Sr. Williams como tímido y sensible, un torbellino de sentimientos abotonado en un cuello inglés almidonado, pero en este momento, la vulnerabilidad se asoma. La emoción en su rostro es tan real que es difícil creer que Nighy no se esté imaginando a sí mismo en la misma situación dándole la noticia a su propia hija, Mary. Nighy me asegura que no es así. “No tienes que sentirlo todo”, explica. “Actuar es trabajo, y eso no lo desvirtúa en absoluto”.
Nighy es un hombre feliz sin pretensiones sobre su profesión. ¿Invocar demonios internos e invocar traumas infantiles para una película de dos horas? Ajá. “Si estás en compañía de alguien que sugiere que un actor tiene que sentir todo lo que retrata, entonces estás hablando con alguien que es básicamente un aficionado”, sostiene con fervor. “A menudo es una forma de castigar a los actores. Creo que los profesores de teatro lo hacen a veces para controlar a los estudiantes. Para pararse y decir: ‘No lo sientes’. ¿Cómo sabes que no lo estoy sintiendo? ¿Qué se supone que debo sentir? No tienes que haber estado en duelo para actuar como alguien en duelo; de lo contrario, pues, ¿cómo procederíamos? Ya sabes, actuar es actuar”.
En cuanto a los actores de método, no le molestan. “Está bien, siempre y cuando no se presione a nadie más para que lo haga de la misma manera. Y que no se convierta en un arma como una cuestión de estatus, obviamente. Y que se haga en el tiempo libre de cada quien. En otras palabras, no en un set de filmación o en una sala de ensayo para una obra de teatro”. Murmura una disculpa por dejarse llevar por el tema; es algo así como una manía de él.
Él es así. A pesar de que el actor tiene fama de ser un orador lacónico y un tipo totalmente apacible —una cualidad que una vez describió como “encanto hastiado de discoteca”— Nighy puede volverse enérgico con el tema adecuado, por inesperado que sea. Como el helado. “No hay límite para cuánto puedo comer”. Le encanta el de fresa, pero no es fanático del de chocolate a pesar de que ama el chocolate real. “¡Vaya!”, exclama cuando digo que comparto el sentimiento. “Pensé que era un tipo raro”. El de pistache o avellana le dan igual. “¡Honeycomb!” recuerda de repente. “Hay un restaurante al que fui donde hacían helado de honeycomb y fue bastante insuperable”.
Nighy es lo que podríamos llamar un goloso. “El azúcar”, reflexiona. “Soy un animal a la hora de comer azúcar. Solía comer un paquete de cuatro paletas Magnum y un paquete de cuatro paletas Solero de una sola vez”. Levanta las cejas más allá de la montura de sus gafas. “Esa es mi relación con el azúcar”. Hace unos 15 años, dejó por completo el azúcar y los carbohidratos después de notar que había engordado un poco. (También ha estado sobrio desde 1992 después de luchar contra el abuso de sustancias). “Cambié los cigarrillos por azúcar. Nunca había tenido sobrepeso y cuando engordé un poco, fue un absoluto...”, abre los ojos con incredulidad. “No pensaba en nada más. Yo pensaba, ‘¿Qué demonios es eso?’ No era mucho, pero nadie me creyó porque mi cara es delgada, así que dicen: ‘Bueno, estás bien’”. Su amor por los trajes se alimenta de todo ello. “Es la inseguridad básica. Piensas, ‘Al menos puedo lucir bien con un traje’”.
Nighy fue el más joven de tres hermanos al crecer en un apartamento sobre el garaje administrado por su padre en el sur de Londres; su madre era enfermera psiquiátrica. Fue a una escuela católica romana para varones donde su profesor de teatro (“Un tipo muy agradable llamado padre Richards. Solíamos llamarlo Little Richards”) lo animó a intentar actuar. “Era alto, así que no tenía que interpretar a mujeres y tenía una memoria razonable, así que obtuve papeles con diálogos un poco largos”. Fue a instancias de una novia (“la primera chica que me hizo caso”) que mandó su solicitud para la escuela de teatro. “Creo que ella escribió la carta… Fui la primera persona en nuestra familia en ser estudiante. No todo el mundo iba a la universidad en esos días, básicamente era solo la clase media”. En una encantadora nota al margen, Nighy se reunió recientemente con el padre Richards para almorzar después de que el sacerdote le escribiera una carta y se la diera junto con una fotografía del joven Bill en una obra de teatro escolar.
A pesar de haber estudiado en la escuela de teatro, la idea de ser actor parecía inimaginable. A mediados de los años setenta, Nighy vendía ropa de mujer en un puesto del mercado de la calle Surrey, en Croydon, cuando lo llamaron a una audición para la Everyman Theatre Company en Liverpool. “Era un verano de faldas”, recuerda Nighy, levantándose de su asiento y colocando un dobladillo invisible alrededor de sus tobillos; con los hombros encorvados, balanceando las rodillas. “Teníamos unas largas faldas envolventes. Solía usar una para venderlas y el hombre en el puesto de huevos de enfrente pensaba que era absolutamente repugnante”. Cuando surgió la oportunidad de hacer una audición para Pryce, Nighy abandonó su puesto para intentar actuar junto a Pete Postlethwaite y Julie Walters. Y por suerte lo hizo, porque fue a partir de ahí que “la cosa se puso algo seria”. O al menos, sonríe, “estaba ganando algo de dinero y no tenía que ir a un trabajo regular, que era más o menos la idea”.
Con respecto a la jubilación, no está interesado. “Nunca he escuchado buenas noticias sobre la jubilación y no tengo planes de jubilarme. Estoy en un trabajo que afortunadamente puedes hacer mientras puedas mantenerte erguido”, sonríe. “Y bueno, en realidad ni tienes que estar parado. Si puedes recitar un diálogo sentado, probablemente podrías obtener algún tipo de empleo”.
Después de aproximadamente una década en el escenario del teatro, Nighy se dirigió a la pantalla y, en 2003, consiguió el papel de Billy Mack en Love Actually. En el guion, el papel de una estrella del pop fracasada puede palidecer en comparación con el amplio elenco de galanes de la comedia romántica (Hugh Grant, Colin Firth, Liam Neeson y Alan Rickman), pero en las manos de Nighy, Billy era un canoso símbolo sexual, y un papel digno de poner en marcha un brillante segundo acto de la carrera de Nighy que aún continúa.
El papel cambió su carrera y su vida. Cuando Nighy bromeó recientemente diciendo que su lápida dirá: “No compren drogas, niños: conviértanse en una estrella de pop y se las darán gratis”, había algo de verdad en ello. Dejando de lado los divertidos epitafios, Nighy no piensa mucho en su legado entre comillas. “De vez en cuando, pienso, dejé todas estas cosas por ahí”. A veces, Nighy se ríe, imagina que sus películas se transmitirán durante las horas muertas de la madrugada. “Solía imaginar que las transmitirían a las tres de la mañana y la gente diría: ‘¿Quién es ese tipo? ¿Cuál es su nombre? Salió en esa otra cosa’”. No siente ningún resentimiento al respecto, por cierto. Es simplemente una observación, o más bien una ocurrencia tardía. “Porque de todos modos, no estaré allí. Me resulta difícil pensar mucho en un mundo en el que no existo. ¿Qué hay con eso?”
Living se estrenará en cines el 4 de noviembre