Estela: bien decía Lennon: “Tienes que esconder tu amor”

(Parte 1 de 4)

Confieso que le debo una buena parte de mis amigos a la fiesta, a esa escena que sucede alrededor de los bares, los tragos y las luces tenues. En algún momento de mi vida frecuenté un pequeño bar en uno de los barrios de mayor boga en la ciudad. Era un sitio tranquilo cuya única pretensión era la de ofrecer bebidas a buen precio. En esa época se dio un fenómeno entre varios conocidos que buscábamos cualquier pretexto para beber entre semana y elegimos el martes como el día inamovible para hacerlo. Una de las características de estas reuniones era lo impredecible de la concurrencia; amigos llevaban a sus amigos, que a su vez se hacían amigos de los que estaban allí. Cada martes podíamos contar con una mesa heterogénea e invariablemente entretenida.

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Una noche, un amigo, que trabajaba en una agencia de relaciones públicas, llegó con dos compañeras de su oficina. Una usaba lentes y, en lugar de bolsa, cargaba en sus hombros una mochila y la otra tenía un tatuaje en el brazo, que provocó mi absoluto interés. Ambas se integraron rápidamente al grupo e incluso la de lentes provocó un pequeño debate sobre cuál era el mejor álbum de los Beatles.

A las once de la noche, hora exacta en la que el bar cerraba sus puertas, los que quedábamos allí nos miramos alcoholizados los unos a los otros, sin saber qué hacer o a donde dirigirnos.

—Yo quiero tacos— dijo Fernanda, la del tatuaje.
—Yo también —siguió Estela, la chica de lentes.
—Me uno —dije yo.

Ninguna de las dos objetó y empezamos a caminar al restaurante más cercano. Mientras cenábamos me enteré que Fernanda y Estela eran mejores amigas, se conocieron en la agencia y tenían poco más de un año trabajando juntas. Ninguna de las dos tenía novio.

—Me encanta esa canción— dijo Fernanda cuando apareció en la televisión un video de Queen.
—A mí me parecen sobrevalorados —respondió Estela al tiempo que se acomodaba los lentes.

Antes de la agencia, Estela pasó gran parte de su tiempo trabajando en una tienda de discos, donde afinó su gusto musical y, a escondidas, leyó cuantos libros pudo. Acumuló un repertorio de nombres y citas célebres que lanzaba como dardos en cualquier plática, al grado de hacerla parecer algo presuntuosa. Entre un platillo y otro desfilaron referencias de Axl Rose, Octavio Paz, Robert Smith, Jorge Luis Borges, y los dos Murakami (el escritor y el artista).

Cuando salimos me acerqué a Estela y le dije:

—Me gusta tu amiga.
—Bien por ti —dijo indiferente.

El siguiente martes llegué al bar más temprano de lo habitual, con la esperanza de encontrarme a Fernanda. Bastó con desear esto para que no ocurriera.

—¿Y Fer? —le pregunté a Estela cuando la saludé.
—Intoxicada —respondió—. Anoche cenó quién sabe qué.
—Ah —dije decepcionado.

En ese momento entró al lugar un tipo lánguido, con un intento de bigote sobre el labio y anteojos gruesos. Levantó la mano y saludó afectuoso a uno de nuestros amigos.

—Hola, soy Leonardo —se presentó.

Tomó asiento y examinó la carta. Parecía que le costaba mucho trabajo enfocar las letras escritas en el menú.

—Te recomiendo esta cerveza —le dijo Estela señalando la botella que tenía en la mano—. Es de una pequeña cervecería independiente.
—Gracias, suena bien —respondió él.

Con pericia Estela esperó una oportunidad y, en cuanto la persona que estaba sentada junto a Leonardo se levantó al baño, ella tomó su asiento. Satisfecha por su movimiento, miró los audífonos que Leonardo tenía colgados en el cuello y preguntó:

—¿Puedo ver tu iPod?
—Sí —respondió él, entregándole el reproductor.

Estela recorrió cada uno de los nombres que se desplegaron en la pantalla. Analizó todos los grupos con atención y la creencia de que a través de los gustos musicales se puede conocer mejor a una persona. Lo felicitó por su selección, acotando los artistas que a ella le gustaban más.

Dieron las once y, como ya era costumbre, nos trajeron la cuenta sin solicitarla. Leonardo sacó un billete.

—Aquí está lo mío —dijo apresurado—. ¡Mucho gusto a todos!

Se levantó, salió del bar y se subió a una bicicleta que había dejado encadenada en un poste. Estela perdió su mirada en la puerta. Parecía que miles de palabras habían quedado coartadas en su interior.

—Sé que no te caigo muy bien, pero, ¿me permites hacer una observación? —pregunté.
—Sí —contestó ella.
Es maravilloso que las mujeres tengan iniciativa y den el primer paso. En lo particular lo celebro, de verdad, pero hay muchos hombres que aún prefieren la cacería, ¿sabes?
—No —dijo.
—Mataste la incertidumbre. Le dejaste absolutamente claro al tipo que te gustó.
—Claro que no —dijo nerviosa.
Deja cierto misterio en el aire, algo de incógnita. A los cazadores no les gustan las presas fáciles —expuse.

Estela bajó la mirada, reflexiva. Terminamos de saldar la cuenta y nos instalamos en la banqueta. La noche no invitaba a hacer nada más. Nos despedimos y empezamos a caminar hacia nuestros coches.

—¡Gracias por el tip! —gritó Estela a la distancia.

(Continuará el próximo martes...)

Twitter: @AnjoNava

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