Julia: del sexo al amor hay un paso
Gran parte de mis veintes —esa maravillosa época de la vida en la que la gente experimenta y aprende a punta de golpes— estuve involucrado en una relación. Una buena relación, a decir verdad, con una buena mujer. Tanto ella como yo nos portamos bien durante los siete años que estuvimos juntos, y nos dedicamos exclusivamente al uno para el otro. En consecuencia, gran parte de ese tiempo, me la pasé en una burbuja.
Una de las tantas cosas que aprendí después de cortar es que algo se descompone en nosotros cuando estamos solos. Es como si de repente nos hiciéramos feos y poco atractivos, y aunque por supuesto no sea cierto, así nos sentimos. La autoestima se cae al piso y entramos en un círculo vicioso de darnos lástima y luego nos autoflagelamos por ello, acentuando más nuestra soledad. En cambio, cuando tenemos algún tipo de pareja —sin importar la categoría o denominación social en la que ésta caiga—, el pegue y la aceptación se van al cielo.
Trataba de explicarle esto a Julia mientras esperábamos a que nos entregaran un par de cafés después de comer, cuando ella, como de costumbre, me interrumpió:
—Yo no quiero ser atractiva para nadie. Al menos no ahora — dijo.
—Todo el mundo quiere ser atractivo — contesté.
—Sí, pero yo no. Yo no quiero tener novio en mucho tiempo. Apenas tengo dos semanas de cortar con Guillermo. Es en lo último que quiero pensar.
En ese momento nos entregaron nuestras bebidas; a Julia una bomba calórica llena de sabores y opciones que se pueden personalizar, y a mí un café americano. Salimos de la tienda y nos sentamos en una mesa metálica.
—¿Te conté de mi amigo Beto? —me preguntó Julia, emocionada.
—No creo —contesté, mientras soplaba en la boquilla del vaso para enfriar un poco el café.
—Es un amigo de la escuela, voy a salir con él el viernes.
Julia me platicó que conocía a Beto desde la primaria y que, desde entonces, tenía una relación amor-odio con él. En preparatoria tuvieron ondas en diferentes ocasiones. Se gustaban, pero sostuvieron una dinámica nociva; se herían sentimentalmente y siempre terminaban por mandarse mutuamente a la goma. Me contó que nunca se acostó con él, pero que siempre se quedó con las ganas.
—Estoy emocionada —dijo Julia, abriendo los ojos lo suficiente para que estos se vieran a través de sus lentes oscuros. Yo seguí soplándole al café.
La semanas siguientes mi trabajo llegó a niveles sofocantes y le perdí la pista a Julia por varios días, hasta que una mañana me encontré a mi amigo Manuel en el elevador.
—Oye, qué bien se ve hoy tu amiga Julia, eh —me dijo.
—No la he visto— contesté.
Manuel me respondió entrecerrando los ojos y haciendo una mueca lasciva mientras yo me bajaba del elevador.
Como si mi amigo lo hubiera anticipado, en la tarde me reencontré con Julia.
—¿Dónde estabas? —me preguntó, recriminando.
—Demasiado trabajo. ¿Tú?
—Muy bien — dijo, con un cierta picardía en su voz —. Te tengo que contar. Salí con Beto, ¿te acuerdas? Nos emborrachamos y acabamos en mi casa.
Julia me decía esto con una emoción difícil de describir. Radiaba satisfacción y un cierto orgullo, como cuando un niño hace una travesura y se sale con la suya.
—Ah, eso explica lo que me dijo Manuel — pensé en voz alta.
—¿Cómo? — preguntó.
—Nada.
—¿Y esto? — pregunté, mientras miraba un póster nuevo que colgaba de la pared de su cubículo.
—Me lo regaló un amigo —me contestó, sin despegar la mirada de su computadora.
—¿Beto?
—No, alguien más —dijo con reservas.
(Continuará...)
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