De víctimas a agresores, la cara más oscura y desconocida del bullying

“La violencia, sea cual sea la forma en que se manifieste, es un fracaso” - Jean Paul Sartre [Foto: Getty Images]
“La violencia, sea cual sea la forma en que se manifieste, es un fracaso” - Jean Paul Sartre [Foto: Getty Images]

La violencia no suele conducir por buenos caminos. Salvador Ramos, el joven que perpetró la reciente masacre en la Escuela Primaria Robb, en Uvalde, Texas, lo demuestra. Un amigo lo recuerda como un “chico simpático y tímido”, pero en algún momento de su vida todo se torció.

Ramos sufrió acoso por su tartamudeo y ceceo. Le acosaban en las redes sociales y en los juegos. Más tarde, en la enseñanza media comenzó a pelearse a puñetazos con sus compañeros.

Aunque el bullying no puede explicar por sí solo su comportamiento violento ni es una excusa para un acto injustificable que ha causado un daño y un dolor indescriptibles e irreparables, sin dudas se convirtió en un factor que reforzó su creencia de que el mundo le trataba injustamente y que el único camino para resolver los problemas era la agresividad.

Por suerte, la mayoría de los niños que sufren bullying no llegan a esos extremos, pero existe una realidad oscura de la que no se suele hablar: a veces las víctimas de violencia se convierten en agresores. Poner el foco en ese fenómeno es el primer paso para evitar que otras personas sigan sufriendo.

Víctimas-acosadores, una vida marcada por la violencia

Uno de cada tres niños ha sido acosado en algún momento de su vida. [Foto: Getty Images]
Uno de cada tres niños ha sido acosado en algún momento de su vida. [Foto: Getty Images]

Save the Children reveló que el 9,3 % de los estudiantes españoles de entre 12 y 16 años se considera víctima de bullying. A nivel mundial, uno de cada tres niños informa haber sido acosado en algún momento de su vida y entre el 10 y 14 % han sufrido acoso crónico durante más de 6 meses.

A menudo, esas vivencias dejan una huella psicológica difícil de borrar. Las víctimas de acoso tienen más probabilidades de padecer depresión y ansiedad, baja autoestima, ideación suicida, trastornos psiquiátricos y abuso de sustancias. Esos niños y adolescentes son más propensos a internalizar y somatizar los problemas, una tendencia que no se limita a la etapa del acoso, sino que puede extenderse a la adultez, afectando como resultado la salud física.

De hecho, una investigación realizada en la Universidad de las Islas Baleares reveló que las víctimas de bullying siguieron manifestando en la adultez estrategias de resolución de conflictos emocionalmente desadaptativas. Esas dificultades en la regulación emocional se manifiestan en forma de descontrol emocional y rechazo a las emociones. Significa que muchas de las víctimas de acoso siguen teniendo problemas para gestionar asertivamente sus emociones.

No es casual que otro estudio descubriese que casi un tercio de los adolescentes que acosan a los demás tienen dificultades para encontrar soluciones no violentas a sus conflictos. Además, el 24% de los niños y adolescentes que son víctimas de bullying recurren a la violencia devolviendo las agresiones como vía para lidiar con esas situaciones. Algunos de ellos conformarán las filas de lo que se conoce en Psicología como “víctimas-acosadores”, un perfil matizado por una espiral de violencia.

Cuando los niños son testigos de la violencia o sufren directamente las agresiones, pueden comenzar a asumir que ese comportamiento es aceptable, justificable y que se trata de un medio válido para conseguir lo que desean. Por desgracia, muchas veces no piden ayuda a los adultos o no tienen un modelo asertivo de resolución de conflictos a seguir, lo cual refuerza aún más la creencia de que viven en un mundo sumamente hostil donde solo “sobrevive el más fuerte”.

Sin embargo, esa espiral de violencia no es solo psicológica. También tiene una base fisiológica. Se ha apreciado que sufrir acoso a lo largo del tiempo altera las respuestas fisiológicas al estrés, produce una mayor reactividad del sistema nervioso simpático y transforma la cognición social.

Como resultado, esos niños y adolescentes pueden terminar desarrollando una actitud de hipervigilancia que los lleva a malinterpretar las señales neutrales y ambiguas como hostiles y amenazantes, lo cual aumenta las probabilidades de que reaccionen violentamente ante las mismas como mecanismo de defensa. De hecho, muchos de estos jóvenes terminan seleccionando la información de su entorno que confirme su percepción negativa para justificar sus respuestas agresivas.

En la base de esta transformación muchas veces se encuentra un pensamiento extremadamente polarizado que ve el mundo en blanco y negro, compuesto por quienes maltratan y quienes sufren el maltrato, los “fuertes” y los “débiles”. Como resultado, algunos de los niños que han sido víctimas de bullying luego se convierten en agresores para evitar la violencia sobre ellos mismos. Así proyectan una imagen de fuerza y seguridad que los mantiene a salvo de otros acosadores. El problema es que de esta manera también perpetúan el ciclo de la violencia y no logran encontrar esa paz mental tan necesaria para vivir de manera plena y equilibrada.

Interrumpir el ciclo de la violencia está en nuestras manos

Para interrumpir el ciclo de la violencia, los observadores deben dejar de dar su “consentimiento tácito”. [Foto: Getty Images]
Para interrumpir el ciclo de la violencia, los observadores deben dejar de dar su “consentimiento tácito”. [Foto: Getty Images]

Para evitar que el ciclo de la violencia se reproduzca a nivel social es fundamental que todos comprendamos que la agresividad no es normativa, aceptable ni justificable. Los adultos tienen el deber de enseñar a los niños o adolescentes estrategias de resolución de conflictos asertivas en las que medie la comunicación y el diálogo, para excluir la violencia. De hecho, el apoyo social que reciban las víctimas de bullying es crucial para evitar que se conviertan en acosadores.

No debemos olvidar que el acoso escolar es un fenómeno complejo en el que, además del acosador y la víctima, suele haber más personas implicadas. Los observadores son mucho más importantes de lo que podríamos pensar porque a menudo alientan al maltratador enviando señales sutiles de apoyo, como reírse de las burlas o humillaciones, o simplemente se quedan de brazos cruzados y no hacen nada para detener la agresión.

Por desgracia, se ha constatado que cuando las personas escuchan a alguien expresar ciertos prejuicios, los miembros del grupo suelen hacer lo mismo, aunque no estén totalmente de acuerdo con la idea, solo para reafirmar su pertenencia o evitar ser la nota disonante. Por ende, para interrumpir el ciclo de la violencia hay que dejar de dar ese “consentimiento tácito”.

El hecho de que el resto de los coetáneos “apoye” el acoso, a menudo reafirma la visión pesimista de la víctima y su sentimiento de incomprensión y soledad. Por esa razón, una de las estrategias más exitosas para luchar contra el bullying, el programa KiVa, se enfoca en los testigos del acoso.

El programa finés intenta generar conciencia en los observadores, para que apoyen a la víctima y dejen de actuar como “público” que refuerza los comportamientos del agresor. También enfatiza en la prevención, para que los niños y adolescentes aprendan a diferenciar entre un conflicto entre pares, algo que puede ocurrir debido a discrepancias puntuales, y una situación de bullying, que no debe ser tolerada. Así aprenden a detectar el acoso en las fases tempranas y pueden pedir ayuda, antes de que la situación degenere y deje cicatrices emocionales.

Obviamente, ese trabajo de concientización y prevención también se extiende a los padres y docentes, para evitar ideas tan extendidas como “son cosas de chicos y deben resolverlas entre ellos. De esta forma los adultos también se responsabilizan, en vez de minimizar los problemas de los niños y adolescentes, proporcionándoles la ayuda que necesitan para resolver el conflicto.

Por ende, la violencia se contrarresta creando un entorno amable, tolerante y respetuoso, un entorno que brinde apoyo y comprensión a quien más lo necesita, para evitar que esa persona termine desarrollando comportamientos agresivos porque piensa que es el único medio posible para solucionar los conflictos.

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