Busco un amante, no un enfermero

LA DISCAPACIDAD NO DEBE HACER QUE UNA PERSONA SEA INDESEABLE O POCO PRÁCTICA COMO PAREJA ROMÁNTICA.

Mi terapeuta me preguntó si era pesimista en el amor, y le dije: “No, soy realista”.

Como mujer discapacitada, tengo que serlo.

Uso una silla de ruedas eléctrica y padezco atrofia muscular espinal, una enfermedad que provoca debilidad muscular grave. Tuve mi primera cita a los 24 años con alguien que no sabía esto, a pesar de las fotografías claras de mi silla de ruedas en mi perfil de la aplicación de citas.

Desde entonces he tenido muchos encuentros de ese tipo. Quizá los hombres no observan los perfiles con suficiente atención, aunque a mí una silla de ruedas de casi 150 kilos me resulta difícil de pasar por alto, o quizá no están acostumbrados a ver a personas discapacitadas que tienen citas.

Por algo suspiré aliviada cuando mi médico me hizo preguntas sobre mi vida sexual y mis planes reproductivos. Demasiados profesionales de la medicina dan por sentado que las personas discapacitadas son asexuales y no pueden tener hijos. Hay una razón por la que Gem Turner, una activista de la discapacidad sin pelos en la lengua, escribió sobre salir por primera vez a sus 28 años como si fuera una confesión. Por algo, cuando leí la historia de amor de Rebekah Taussig en su libro de memorias, “Sitting Pretty: The View from My Ordinary Resilient Disabled Body”, me aferré a ella como a una plegaria.

Las personas discapacitadas suelen vivir disculpándose. Siento que mis necesidades sean un inconveniente. Siento no poder asistir a ese evento inaccesible. Siento ser también una persona que busca amor.

Antes de leer el libro de memorias de Rebekah, no veía a personas discapacitadas que tuvieran relaciones románticas, y ahora las veo en todas partes: salen, se comprometen, se divorcian y se casan de nuevo con todo y bebé, como cualquier otra persona. Sin embargo, las personas discapacitadas se enfrentan a retos únicos en este terreno.

Cuando empecé a tener citas, me rehusaba a que mi discapacidad fuera un obstáculo. Solo era un filtro automático que me aseguraba hombres de mentalidad abierta y socialmente conscientes.

En febrero, empecé a salir con Ben, quien se mostró curioso y amable, e incluso entusiasmado con mi reluciente silla de ruedas y su puerto USB (“¿Puedes conectarle bocinas?”). A esas alturas, no solo tenía una foto de cuerpo entero de mi silla de ruedas, sino también un video en el que aparecía a toda velocidad recorriendo un pasillo con todo y una serie de luces.

Pasamos horas enviándonos mensajes de voz incoherentes y bromeando sobre nuestros acentos. Jugamos Wordle hasta que me introdujo en la espiral mortal del Sedecordle. Antes de nuestra primera cita, le pregunté si le preocupaba que yo estuviera en silla de ruedas y necesitara ayuda.

“Lo único que me preocupa es que no puedo garantizar que vaya a estar siempre cerca”, me dijo.

Hice una pausa, sin saber qué decir.

Luego añadió: “¿Pero podrías tener un ayudante?”.

Me alegré. Hasta entonces, nunca me había preguntado directamente si mi discapacidad me hacía indeseable o poco práctica como pareja romántica. Empecé a pensar que tenía una oportunidad realista para el amor. Pero debí inclinarme por el pesimismo, porque poco después de esa conversación, los mensajes dejaron de llegar. El lunes, Ben se disculpó.

Aunque no desembocó en una relación, esta experiencia me animó. Descargué Bumble, puse algunas fotografías y mantuve conversaciones sin sentido. Pero un año después de suscribirme a las aplicaciones de citas, no tenía más resultado que anécdotas divertidas.

Entonces conocí a Josh, que me sacó brevemente de una espiral inminente. Coqueteamos en Hinge, tuvimos una videollamada. Me mandó mensajes después y al día siguiente. Me encantaron sus quemaduras de sol y el hecho de que tocara las campanas de su iglesia. Luego me dejó plantada.

La primera pregunta de mi madre: “¿Sabía que eres discapacitada?”.

Teniendo en cuenta lo mucho que me dijo que era guapa en las fotos, no puedo creer que no lo supiera. Pero alguna forma de la pregunta de mi madre siempre ha estado en mi mente. Soy abogada en Londres de formación y oficio, y nos enseñan sobre las causas reales. Funcionan así: si no fuera por mi discapacidad, ¿me verían los hombres como una posible pareja romántica?

Sin nada que detuviera mi caída tras Josh, me enfrenté a la pregunta que había estado dejando de lado.

Casi todo el mundo que conozco tiene una relación seria, lo que no hace sino agudizar la distinción de mi soltería. Algunos amigos me acusan de ser quisquillosa, pero solo tengo tres requisitos no negociables: que él y yo estemos en la misma ciudad y tengamos compatibilidad cultural y religiosa. No tengo ningún problema con la altura (mi silla de ruedas es regulable) y no busco un hombre que comparta todos mis intereses. Aun así, es preferible que me consideren exigente a que me consideren indeseable.

Pronto conocí a Julie, que padece la misma enfermedad que yo y acababa de mudarse de Francia a Londres, donde enseguida se suscribió a Hinge. Mientras intercambiábamos historias, me dijo: “Siempre he pensado que los chicos más educados serían más respetuosos y abiertos de mente, pero en realidad no es así”.

Eso refleja mi experiencia. Cambridge, mi ciudad universitaria, estaba plagada de hombres educados. Una buena parte de mi círculo social actual son abogados londinenses. Algunos de ese grupo me han gustado un poco; otros me han gustado mucho. Ninguno me ha correspondido o, al menos, ninguno se ha atrevido a admitir que está enamorado de la chica discapacitada.

Cuando Julie dijo eso, me reí. Resulta que los hombres de Cambridge y los de las escuelas de negocios francesas son iguales: encantadores hasta la saciedad, encantados de ser nuestros amigos (a veces sugieren algo más), pero sin cruzar nunca la línea.

La parte de mí que publica orgullosa su discapacidad en Instagram dice que mi discapacidad no me hace menos atractiva ni menos digna de ser amada. Pero como nunca he conocido a alguien que se enamore de mí, es fácil tomar el pesimismo como realismo.

Mis experiencias me han dejado la persistente sensación de que la mayoría de los hombres solo son vagamente conscientes de que soy mujer: lo suficiente para ser suave y reconfortante, pero no lo suficiente para ser deseada. Por supuesto, nunca me lo han dicho directamente; sería de mala educación.

Una vez mis sospechas fueron tan fuertes como para preguntar si un amigo sentía algo por mí, y estaba muy equivocada. Al principio me alegré, porque lo único que quería era claridad, y supuse que éramos lo bastante amigos como para que él supiera que no le gustaba. Pero últimamente he reflexionado sobre su incuestionable claridad.

No soy tan engreída como para creer que todos los hombres se dejarán seducir por mi personalidad triunfadora, pero me temo que quienes se dejan seducir ya han descartado la atracción como algo imposible: ¿cómo puede una persona discapacitada ser objeto de deseo?

La gente parece tener dos preocupaciones principales a la hora de salir con una persona discapacitada. En primer lugar, si podemos tener relaciones sexuales y, en segundo lugar, si nuestras parejas deben convertirse en nuestros cuidadores.

Para mí, la respuesta a la primera pregunta es fácil (“Sí, pero no contigo”). La segunda, sin embargo, es más complicada. Aunque es seguro decir que, si bien las personas discapacitadas quieren muchas cosas del amor (un mejor amigo, un compañero, un amante, un fotógrafo de Instagram), ninguno de esos papeles es el de enfermero.

Estas preguntas surgen de un miedo arraigado en el capacitismo. Las historias de personas discapacitadas no son populares ni se consideran sexys, y mucho menos las historias de amor de personas discapacitadas, y es fácil tener miedo a lo desconocido. He ocultado mi realidad de discapacitada a mis amigos, oscilando entre el deseo de confiarles todo mi ser y el miedo a que me vean como una carga. Pero cuando me he abierto, a rachas, he recibido amor. El resultado ha sido una mezcla de comprensión: un amigo me ayuda con mi botella de agua, mientras que otro me sugiere lugares accesibles en lugar de dejármelo a mí.

A veces, sintiendo el peso de sus cuidados, me he preguntado cómo podría ser una relación romántica en este contexto. Pero lo que me preocupa es el capacitismo interiorizado. La gente cuida de los demás todos los días: les sirven agua a todos en la mesa, ayudan a un amigo torpe, se aseguran de que un colega vegano tenga comida. ¿Por qué se normalizan esos cuidados mientras que los míos son una temida dependencia?

A menudo se considera que las personas discapacitadas solo son capaces de recibir cuidados y, como tales, no pueden ser parejas equitativas. No obstante, el amor y los cuidados se manifiestan de muchas maneras. He ayudado a seres queridos a resolver problemas, a luchar por causas que valen la pena, a proporcionar consuelo al final de un largo día, a conocer las vulnerabilidades de alguien y a abrazarlo con amor.

Estoy dispuesta a aprovechar toda mi experiencia en las complejidades del cuidado y volcarla en una relación romántica. Pero durante demasiado tiempo he soportado el capacitismo y las suposiciones de la sociedad, que han obstaculizado mis esfuerzos. Estoy harta de que este sea mi único problema. Estoy harta de buscar a un hombre que me abrace tan plena y desinteresadamente como si mi discapacidad fuera una alergia a los cacahuetes.

El amor no es un viaje solitario, y no debería recaer siempre en mí la responsabilidad de mostrarme abierta, dispuesta y reconfortante ante una sociedad que no reconoce mis deseos y mi deseabilidad. Aunque no es mi responsabilidad educar, mantendré la esperanza de encontrar a alguien que no tenga miedo de aprender lo extraordinarios que podríamos ser en nuestra ordinaria vida compartida.

c.2023 The New York Times Company