#CDMA: en el amor como el futbol el apego es impredecible

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Un par de semanas atrás logré algo que hace unos meses parecía un sueño inalcanzable. Durante mi viaje por Europa, asistí a un partido de la liga española a presenciar a dos de los principales equipos de ese continente: Barcelona vs. Atlético de Madrid.

Es curioso, porque aun cuando tenía a varios de los jugadores de futbol a pocos metros de distancia desplegando su virtuosismo físico, de toda la experiencia, lo que me pareció más inconcebible fue un par de aficionadas del club local. Y, al describirlas como tales, me refiero a hinchas de verdad, apasionadas y enloquecidas al conjunto madrileño.

Llegaron temprano al estadio, antes de que cayera la noche, vestidas con las playeras del Atlético y otros distintivos como bufandas atadas en la cabeza. Lo sorprendente del caso es que incluso con sus atavíos, ninguna de las dos había perdido un ápice de femineidad. Ambas iban perfectamente maquilladas, peinadas y una de ellas tenía puestos unos shorts que permitían ver lo largas y tonificadas que eran sus piernas. Las dos conocían palabra por palabra todas las porras que vitoreaba la barra del Atleti al otro lado de la tribuna en una de las cabeceras. Con una ecléctica fusión de elegancia y furor siguieron atentas cada jugada del encuentro. Celebraron el primer y único tanto de su equipo con un abrazo efusivo y sufrieron los dos goles con los que Neymar y Messi determinaron el marcador final en los tableros.

Al salir entre las hordas de decepcionados seguidores, me puse a reflexionar e inventar conjeturas sobre esas dos amigas en el recinto y lo que les pasó para que apoyaran con tanta devoción a un equipo de futbol. Era un sentimiento similar a enamorarse de la persona con la que uno permanecerá el resto de la vida. ¿Será qué es más fácil encontrar a un club al cual animar, que hallar el amor verdadero?

Hombres, mujeres, niños y ancianos es posible que lleguen a experimentar eso que llamamos fanatismo por un equipo de cualquier disciplina deportiva. Llega un día, que un suceso diminuto, como poner un pie en una cancha o ver ondear una bandera; estar frente al televisor y, por casualidad, descubrir a un superhombre realizar una proeza física, un gesto, una mirada hacia la cámara, un movimiento inaudito, una serie de jugadas que provocan asombro, envidia y felicidad por igual, no importa. Aquello que detona que esa chispa se encienda es suficiente para provocar una relación que tiene una increíble probabilidad de ser perpetua.

Los colores —como el blanco, rojo y azul que pintaron los uniformes de los integrantes del Atlético, así como los de la mayoría de las butacas en el estadio Vicente Calderón— no los elige el seguidor, sino que es la paleta que lo escoge a uno. Por más emoción que me pudo incitar estar en ese lugar, esa tarde, no era mi equipo, ni mi bandera y, por lo tanto, tampoco los sentí ni los seguiré jamás.

El amor sentimental tiene muchas coincidencias. Pueden transitar personas increíbles, devotas y excitantes por nuestra existencia. Gente atractiva, con una historia pintoresca o simplemente admirable. Individuos que darían su vida por nosotros, por hacernos felices, por sacrificarse y dar el máximo. Entrenar todos los días y hacer lo que sea necesario por levantarnos del asiento sentimental del que somos espectadores, pero que, a pesar de semejante belleza, no logremos identificarnos con ellos.

Sí, desconozco las razones de cómo aquellas chicas se volvieron fanáticas del “Atleti”, ni mucho menos estoy enterado de su situación romántica, pero estoy seguro de que las dos hallaron el amor.

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