#CDMA: Y así es cómo se termina una relación

El día que muera, lo único que pido es no sentir miedo antes de cerrar los ojos por última vez. Fue mi papá quien sembró en mí esa idea hace años. En ese momento yo estaba pasando por una aguda angustia existencial y me acerqué a él buscando consuelo.

Me respondió que, como médico, había visto morir a mucha gente, y que durante las residencias que había hecho en varios hospitales logró identificar a dos tipos de personas en sus instantes finales: las que se iban satisfechas y las que partían con horror en los ojos. Las primeras se despedían en completa paz sin importar su edad o la enfermedad que les robaba los latidos; las segundas fallecían llenas de remordimiento por todo lo que habían dejado de hacer. En la teoría de mi papá encontré una nueva filosofía de vida. Decidí que al llegar mi hora, mientras más corta sea mi lista de remordimientos, menor será el miedo que sienta.

He aplicado ese pensamiento en otros ámbitos de mi vida. Hace apenas un año, por ejemplo, me retiré de una carrera de doce años en la industria publicitaria. Tardé mucho en darme cuenta de que mi trabajo me generaba un enorme vacío emocional. Ya era consciente de que mi esfuerzo diario no resolvía problemas reales, sino todo lo contrario. En lugar de satisfacer necesidades, mi deber era crearlas.

Aun así, sentía el resguardo de la estabilidad que me daba el estar contratado por una empresa trasnacional; de recibir un pago asegurado cada quincena; de saber que, en el peor de los casos, obtendría una liquidación relativamente jugosa cuando me despidieran. Este último factor se convirtió en uno de los pocos incentivos para levantarme cada mañana: esperar a que rodara mi cabeza a causa de un recorte de personal, una cuenta perdida o por el simple capricho del jefe en turno.

Aunque fueron doce años de vivir hipnotizado con el encanto de las falsas promesas de crecimiento, las agencias y su doble moral no fueron las causantes de mi estancamiento. La responsabilidad fue mía. Fui yo quien se conformó con una profesión mediocre. Cuando uno se da cuenta de que está traicionando lo único que le da sentido, no puede volver atrás.

“Agotaste hasta la última instancia”, me dijo mi terapeuta cuando le hablé de mi renuncia. Y con esas palabras encontré una nueva pieza para esclarecer mis objetivos de vida.

Pero un año y un mes más tarde se agotó otra instancia, la cual, a diferencia de lo que ocurrió con mi trabajo, no estaba preparado para dejar ir. Era un viernes en la noche. Llevaba el día entero tratando de aminorar los efectos del alcohol que había ingerido la noche anterior. Escuché la puerta del departamento abrirse e, instantes después, los tacones de mi novia marcar los pasos. Después, salió del baño y susurró ese infalible hilo de palabras que anteceden una catástrofe: “Tenemos que hablar”.

Al principio, quedé sorprendido y luego no me quedó duda alguna de lo que seguiría. Fue igual a ver a un cirujano salir con rostro de resignación del quirófano. Las noticias que se avecinaban eran inevitables. Y así, con ojos bañados en determinación y lágrimas, fue ella quien puso fin a nuestra relación de casi seis años.

La situación de pareja que compartíamos estaba muy lejos de ser la óptima y, aunque yo fantaseaba con la idea de que aún había algo por hacer, mi novia, con una sola mirada me ayudó a aceptar algo que yo sabía hace meses, incluso años, pero que entre necedad y apego no había tenido el valor de suspender. Igual que la maquinaria que mantiene encendido un respirador artificial, nuestro noviazgo solo dependía de un interruptor para apagarse para siempre. En contra de mi voluntad, comprendí que hay instancias fuera de nuestro control, que se agotan dejándonos con ganas de seguir peleando, aun sabiendo que los esfuerzos son inútiles.

A diferencia de mi ruptura laboral, mi separación de pareja trajo consigo un dolor que nunca había sentido. Abrió los portones de la vulnerabilidad y derrumbó las columnas de la autoestima que había tardado años en erigir. Al día siguiente me sentía completamente desvalido, parecía nula la experiencia que había acumulado en mis rompimientos anteriores, como si estos nunca hubieran sucedido. Fue entonces que supe distinguirlo: esto no era una separación, era un divorcio, aunque no existieran documentos legales o ceremonias religiosas que lo avalaran.

De pronto, entre un maremoto de emociones e ideas que azotaban mi cabeza como relámpagos, sentí un alivio al pensar que tenía este espacio. Un blog que hace cuatro años el equipo editorial de Yahoo se atrevió a publicar. Un lugar en Internet donde un tipo cualquiera ha dado su opinión sobre cualquier cantidad de temas relacionados al amor. Pensé que era el sitio más adecuado para expresar lo que me estaba pasando y que era mi turno de exponer mi propio caso y compartir el duelo que me aqueja.

Pero una semana después de que mi ex se fue, la directiva del portal me notificó que no me renovarían el contrato. El golpe fue fuerte, sin embargo confirmé que era el fin de un ciclo completo. Durante cuatro años relaté los problemas románticos de amigos y desconocidos, de personas que tuvieron la confianza de escribir buscando respuestas o que solo querían ser escuchadas. Tuve absoluta libertad de publicar lo que me diera en gana, de plasmar mis convicciones y de exponer mi incertidumbre. Fue un foro al que le estaré infinitamente agradecido, desde los primeros bosquejos cuando concebimos las Crónicas del Mejor Amigo, hasta la columna en la que se convirtió.

Consideré pertinente compartir mi divorcio en esta última entrada, porque también, aunque duela, me voy sin remordimientos. Y creo que es la lección con la que me gustaría despedirme. Esa que me enseñó mi padre hace un par de décadas. Para poder marcharse tranquilo, sin importar el cómo se da el desenlace, uno tiene que tener la plena convicción de que hizo todo lo que pudo.

Y así me voy. Nos leemos pronto, porque al igual que le susurré a mi novia al oído para consolarla la noche en que nos despedimos: “Aquí no se murió nadie”.

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@AnjoNava​