La Cenicienta remasterizada demuestra cómo ha cambiado lo que entendemos como “una princesa de Disney”
Disney+ acaba de incorporar a su catálogo la versión restaurada en 4K de La Cenicienta, una de las películas más exitosas del estudio y una de las tres versiones de cuentos de hadas tradicionales que produjera Walt Disney en vida. La película fue la que marcó el relanzamiento de la firma después de que, durante la segunda posguerra, se dedicase a producciones menos ambiciosas. Fue un éxito mayúsculo , premiado en el Festival de Berlín de 1950 (muestra en la que, como homenaje, se estrenó esta versión restaurada a principios de año) y marcó un definitivo cambio de época. En realidad, La Cenicienta lleva a plantear una cuestión que parece en boga hoy, pero es antigua: qué dicen de su época los personajes de Disney y por qué permanecen.
Como se dijo, La Cenicienta es uno de los únicos tres cuentos de hadas tradicionales que Disney adaptó en vida. Los otros son Blancanieves y los siete enanitos (1937) y La Bella Durmiente (1959). La firma volvería al género recién treinta años más tarde de esta última, con La Sirenita (1989) y ese acervo estrictamente “de hadas” se completa con La Bella y la Bestia (1991), La princesa y el sapo (2009, el último largo de animación tradicional para cine de la firma), Enredados (adaptación de Rapunzel, 2010), y Frozen (2013, más su continuación de 2019, tomadas de La reina de las nieves). Es bueno hacer este inventario porque aunque las “princesas de Disney” son más -cuestión de marketing- solo estas películas corresponden al género de los hermanos Grimm, Charles Perrault o Hans Christian Andersen (todos presentes en la lista). Las demás películas de Disney se basan en hechos históricos, libros o novelas infantojuveniles, algunas leyendas o son totalmente originales. Curiosidad: salvo las películas en episodios (Fantasía, Ritmo y Melodía, etcétera) todas las producciones animadas hasta Los aristogatos (1970, primer film no supervisado por Walt Disney, fallecido en 1966) son adaptaciones.
Pero volvamos a las princesas originales: Blancanieves, Cenicienta y Aurora. Cada una representa la época en la que surgió a los ojos del mundo . Blancanieves llega a mediados de los treinta, cuando el New Deal se había puesto en marcha y la idea de reconstrucción después de los locos años 20 y de la disolución de familias enteras que causó la Gran Depresión fue uno de los factores de aceptación de la película. El otro fue una absoluta novedad: nadie había hecho nunca algo así. Pero en cuanto al personaje, Blancanieves, incluso si finalmente, después de ejercer como madre de los Enanos, se va con el Príncipe (su nombre nunca lo supimos, siempre fue más un dispositivo narrativo que una persona), tiene como función la cohesión, la reconstrucción de un cierto tipo de sociedad. Enseñarle a los Enanos a lavarse las manos, ordenar -porque Blancanieves no “ejerce” de ama de casa salvo cuando está esclavizada por la Reina- a los animales a que limpien la descuidada casa de los siete mineros, era contestarle a la “flapper”, la chica ligera y amante del jazz cuyo arquetipo había dominado la década anterior entre la Prohibición y el crack. Lo que el film condenaba era la belleza y la juventud eternas como fin en sí mismo. Y eso pensaba la sociedad estadounidense poco antes de que Pearl Harbor le tocara la puerta.
La tercera princesa fue Aurora . Pero este caso es muy curioso porque en Bella Durmiente la protagonista no es tal, sino el objeto por el cual se mueven el príncipe Felipe (a diferencia de Blancanieves, este señor que despierta de la muerte a la joven con un beso sí tiene nombre) y Maléfica. Y el problema no es la belleza ni el rol de la mujer sino estrictamente moral: la Maléfica despreciada se transforma en un dragón y Felipe adquiere espada y escudo directamente cristianos. “Que el Mal perezca y el Bien prevalezca”, dice una de las hadas antes de que Felipe lance su espada al pecho del monstruo. La película es de 1959 : la revolución sexual, el feminismo, la contracultura, los Beatles están a la vuelta de la esquina. La belleza de la película y sus invenciones gráficas (el “príncipe” construido por animales con ropa suelta, el Dragón; el uso del color para marcar intenciones morales; los fondos de Mary Blair inspirados en las ilustraciones de la alta Edad Media, las iluminaciones de manuscritos y los tapices; el diseño geométrico y estilizado; el uso del CinemaScope, etcétera) es menos importante que el hecho de que Disney le hablaba a un público para el cual el rol de la mujer en la sociedad se había vuelto más complejo. Si bien Aurora no tiene una gran personalidad, toda la historia de la película está motorizada, llevada adelante y definida por mujeres: las hadas Flora, Fauna y Primavera, de un lado y Maléfica, del otro. Lo que contrasta con la propia Aurora, que representa a una adolescente curiosa fogoneada por el deseo de “salir de casa”, lo que inaugura definitivamente las décadas por venir.
Y en el centro está Cenicienta. A diferencia de las otras dos, Cenicienta tiene como único nombre su apodo, que de hecho es producto de lo que hace (limpiar la propia casa para quien la ha usurpado). Como Blancanieves, es una sirvienta y, como Aurora, quiere salir de casa. Cuando se produjo la película, en los EE.UU. se inauguró la era Eisenhower con su baby boom de posguerra. Se pidió a las mujeres que volvieran a casa, al hogar: pero las mujeres ya habían salido al mundo del trabajo y de la industria durante los años de la guerra, cuando los hombres habían ido al frente. Era casi imposible volver, aunque el imaginario popular de los 50 exacerbó el atractivo de las mujeres como icono (fue básicamente la década de Marilyn Monroe y Grace Kelly, los corpiños en cono, los suéteres ajustados, las polleras acampanadas y el glamour) mientras la ficción popular (el melodrama alla Douglas Sirk, las telecomedias y las series dramáticas de la creciente televisión) dejaban en claro que el sexo existía, pero el amor tenía sus límites y prohibiciones; y que, en el fondo, Papá lo sabe todo. La concesión a las mujeres fueron los electrodomésticos, que permitían mayor tiempo a “mamá para que estuviera linda a la hora en que papá volvía de la oficina”.
Por eso es que Cenicienta es un personaje que hay que mirar de nuevo y con cuidado, en contexto. No es la fregona que cambia de patrón: se supone que pasará de limpiar para su madrastra a tener sirvientas en el palacio. Es la chica obligada al trabajo que también quiere salir a divertirse. Hay que recordar que su sueño no es conocer al príncipe sino, lisa y llanamente, ir al baile. Y que por primera vez aparece también el deseo y la obligación masculinos: el príncipe Kit es motivo de desvelo del rey porque debe casarse y tener un heredero. Ese es todo el motivo del famoso baile: que se continúe una dinastía. Por supuesto que podemos hacer toda lectura política posible al respecto, pero también es lo de menos porque todos los cuentos de hadas compilados por los Grimm (lingüistas, pedagogos y folcloristas antes que escritores) implican un norte social, político y moral. Son “ejemplos” en forma poética. ¿Qué hace Disney con este cuento entonces? Le abre la puerta a Cenicienta para ir a jugar y, de paso, enamorarse. Cenicienta es bella, claro que sí. No es infantil como Blancanieves ni ingenua como Aurora. Tiene ideas e inventiva propias, y trata de conseguir lo que desea por sí misma: la aparición de lo maravilloso (el hada madrina, que en el cuento original, de fuerte orientación católica, es el fantasma de la madre muerta) es la última instancia, cuando es necesario reconstruir el equilibrio moral, y tiene límites muy precisos.
Pero, otra vez, La Cenicienta, criticada en muchas ocasiones por el feminismo, es también y a su modo, una historia de mujeres: de un núcleo interesado en la supervivencia a partir de ser solo objetos (la madrastra y las hermanastras, que son bellas en el cuento y feas en la película: adecuación del diseño al relato), de lo maravilloso como expresión del puro juego (el hada madrina) y de Cenicienta, que personifica ese nuevo ideal femenino de los cincuenta, al mismo tiempo un objeto y un agente activo en su propia transformación, alguien que lucha por lo que realmente desea. Es cierto que la película, con el matrimonio final, no deja de ser ambigua. Pero los años cincuenta, divididos entre un Estado de Bienestar que tocó, mal o bien, a todo Occidente, y las tensiones de la Guerra Fría y la caza de brujas en los EE.UU., no pueden quedar expresados de otro modo. En última instancia, Cenicienta es, respecto de su antecesora Blancanieves, mucho más femenina (y sexy, digamos todo) incluso como fregona. No por nada, la década que empezó con Cenicienta culminaría con la aparición de Barbie, cuyo modelo original -de ningún modo esto es accidental- se le parece mucho.
En última instancia, y si se ve el regreso del cuento de hadas adaptado en los años 90 (sobre todo la extraordinaria La bella y la bestia), queda claro que lo que volvió exitosos a estos personajes bajo el diseño Disney es la completa sincronización de la mirada del artista (el propio Walt) con su época y su público. Y si ese atractivo superó la barrera del tiempo -y de las culturas-, es porque hay algo más que el cuento de hadas. La Cenicienta es una película de suspenso (coser el vestido, llegar antes de las doce, recuperar el zapatito de cristal); es una película musical; es una comedia romántica. Aún creada en un momento específico, los temas de la belleza, el deseo, la familia y el tiempo, que la constituyen, trascienden cualquier época. Como todo gran dibujo animado, es consciente de su artificialidad y, gracias a eso, se permite la libertad de retratar un tiempo y un lugar a pura invención. Es probable que ese -encontrar el modo en el que la sociedad materialista y racional del siglo XX y el XXI puede recuperar el lazo con lo maravilloso- sea el legado de Walt Disney, y La Cenicienta -hoy nuevamente tal cual apareció por primera vez- es un resumen perfecto.