'Cerdita': un ejemplo español de terror costumbrista inteligente
Una adolescente con sobrepeso huye de la piscina del pueblo, corre semidesnuda y en bikini buscando refugio tras vivir otro episodio de bullying. Está expuesta, física y emocionalmente, vulnerable y desesperada cuando de repente se topa con un asesino y su furgoneta. Dentro están las chicas que la someten al acoso constante, que la denigran y minimizan su existencia cada día. En shock y ante la oportunidad de venganza, ella saluda y las deja ir. Aquí terminaba Cerdita, el magnífico cortometraje de Carlota Pereda ganador del Goya en 2019, que nos regalaba un comentario social exquisito sobre el bullying y la gordofobia, mientras planteaba un debate interrogatorio sobre la validez de la venganza. ¿Era víctima o cómplice de un asesino? Saltamos en el tiempo y tres años más tarde recibimos Cerdita, la película, que no solo responde a todas las preguntas sino que expande su comentario en forma de slasher, manteniéndote al filo de la butaca hasta el final.
Un logro que la directora consigue sin caer en las vísceras previsibles del género, sino jugando con inteligencia en el terreno del cine de terror costumbrista.
El costumbrismo puede ser uno de los recursos más efectivos del cine a la hora de conectar con la audiencia. Sobre todo cuando ese público reconoce o se identifica con la rutina o el folclore local de una sociedad en concreto. Alcarràs, la candidata española a los próximos Óscar, sería un claro ejemplo de ello a través de una mirada pausada y nostálgica sobre la cotidianidad de una familia española en relación a su tierra, la vida de pueblo y entredichos internos. Sin embargo, cuando el cine de terror lo utiliza recurriendo a la normalidad aparente de la rutina, tradiciones o características locales como parte del suspense y horror de su historia, se pueden vivir experiencias extremadamente viscerales. Como fue el caso más reciente de Midsommar, Men y ahora, Cerdita.
Repitiendo el mismo papel que en el corto, Laura Galán interpreta de nuevo a Sara, la adolescente obesa de este pueblo de Cáceres que observa al resto de chicas delgadas y guapas flirteando y viviendo su juventud a través de las ventanas de la carnicería de su padre. Como si fuera su escaparate a otro tipo de realidad. Porque la suya es muy distinta. Mientras su madre la trata con rechazo constante (en piel de una Carmen Machi grandiosa), esas mismas jóvenes se burlan de ella, la acosan en redes y públicamente, ante los ojos de un pueblo impasible que abre una mirada crítica contra la aceptación silenciosa de la gordofobia en la profundidad muda de la sociedad. Sara huye con sus auriculares de esa realidad, planeando sus movimientos estratégicamente, saliendo a la calle o yendo a la piscina en horarios que podrá estar tranquila. Y es así que, cuando creía estar sola en la piscina, sus acosadoras se ceban con ella, casi la ahogan y le roban la ropa ante la atenta mirada de un hombre siniestro observando todo. Sara debe caminar a casa en bikini, llorando y sufriendo el acoso y burlas de un grupo de hombres que se cruza en su camino. Es entonces cuando se topa con la furgoneta. El conductor le arroja una toalla como símbolo de ayuda y protección, demostrando que está de su lado, mientras se marcha con las acosadoras en la parte trasera. Sara regresa a casa sin decirle a nadie lo que pasó, dejando que la historia lidie con su culpa, o falta de ella, mientras el pueblo busca a las chicas desaparecidas.
De esta manera, si bien la película plantea el horror injusto del bullying y la gordofobia como comentario social evidente, exponiendo a la actriz, su cuerpo y emociones crudas al servicio de la conciencia pública Cerdita es mucho más que eso. Es una película compleja, tan moral como psicológica que huye de la catarsis fácil a través de elementos reales y tangibles. Y aquí es donde entra en juego su inteligente uso del terror costumbrista.
Porque las secuencias de terror más sutiles pero intensas, así como los momentos de alivio, parten de la actitud del pueblo en torno a Sara. Nadie se inmuta ni levanta un dedo ante el acoso que padece, nadie reacciona para ayudarla o en su presencia, pero sí son conscientes de su existencia y del bullying. Las chicas publican fotos de Sara en Instagram, se burlan de ella y la llaman ‘cerda’ públicamente, pero nadie las frena. Ni la ex amiga de Sara que ahora se codea con ellas, ni un chico guapo que es testigo de lo que sucede. Sara es tan invisible como par social del lugar que nadie presta atención a su ausencia, ni tampoco reaccionan cuando ella grita públicamente el bullying al que es sometida. El pueblo entero la rodea y nadie hace siquiera un gesto, sirviendo como símbolo de la indiferencia consciente del lugar, mientras ni siquiera sus padres se enteran de su sufrimiento. Es más, cuando le cuenta a su madre que la llaman 'cerda', su progenitora prácticamente la culpa poniéndola a dieta. Como si lo que importa, en realidad, fuera el qué dirán.
De esta manera se termina aplicando ese refrán que dice “pueblo chico, infierno grande”. Vemos marcadas características del mini universo social que engloba un lugar pequeño y que forman parte del humor o la oscuridad de la historia. Como el afán de chismorreo local y el señalamiento altanero como si cada uno estuviera por encima del otro. Y, en este caso, y más que nada, sobre una mujer gorda.
Pero el dolor de Sara es palpable y profundo. Se nota que lleva tiempo sufriendo sin ayuda de nadie. Y cuando finalmente libera su sufrimiento arrinconado en la presión de las miradas e indiferencia de un lugar tan pequeño, su angustia atraviesa la pantalla como parte del horror más visceral de la trama. Se trata de una película honesta que se niega a darle al espectador las fórmulas clásicas del género slasher, sino que sorprende con su tensión in crescendo y la tangibilidad de un escenario tan costumbrista.