Charles Spencer, el hermano de lady Di, consigue que se cierren las puertas del colegio que destrozó su infancia
Hace un año, el conde Spencer hacía unas sorprendentes revelaciones, sobre su infancia, que provocaron un gran revuelo en el Reino Unido. El hermano de Diana de Gales confesaba en su libro A Very Private School, que arrastraba un trauma, desde su infancia, tras haberse visto forzado a protagonizar unas escenas extremadamente inapropiadas bajo el techo de su internado, Maidwell Hall, un colegio privado, ubicado en Northamptonshire (al norte de Londres). Según reveló el aristócrata, el director de la escuela, Jack Porch, lo golpeaba y, para más inri, una asistente, de veinte años, abusaba sexualmente de él. Tras la confesión pública de Charles Spencer, apareció otra presunta víctima revelando los mismos horrores. La policía británica concluyó, tras iniciar una investigación, que sí hubo más niños que recibieron un trato vejatorio.
En junio del pasado año, una mujer de sesenta y siete años fue detenida por su relación con el escalofriante asunto. La policía manifestó, en ese momento, que la mujer estaba siendo interrogada por las acusaciones de los abusos sexuales sucedidos en la década de los setenta. Poco después, la mujer fue puesta en libertad bajo fianza, hasta que los investigadores vieran más claro el panorama de todo lo ocurrido. Después de esta información, se hizo de nuevo el silencio y nada se supo de los avances en tan lacerante caso. Sin embargo, las palabras de Charles Spencer y el revuelo inicial suscitado provocaron que Maidwell Hall School se situara en el ojo del huracán. A tenor de la fama que precedía el centro educativo, muchos padres decidieron que esta no era la escuela que deseaban para sus hijos. Por eso, el pasado 7 de enero, en la web del colegio, Barbara Matthews, presidente del patronato, anunció “con profundo pesar” que el centro cerrará sus puertas tan pronto como finalice este curso escolar: “La escuela se ha visto afectada negativamente por factores externos que han hecho imposible que la escuela continúe”. No cabe duda de que entre esos factores externos se encuentra la mala fama que la precede y que alguien con tanto tirón mediático como Charles Spencer se ocupó justamente de difundir.
El horror de un niño
Según contó en su libro biográfico, Charles Spencer había tratado por todos los medios de olvidar esos capítulos de su infancia rota en mil pedazos, pero cuando cumplió cuarenta años, acudió a una terapia psicológica, y pudo recordar claramente el terror vivido. De hecho, el aristócrata escribió una frase que sintetiza, en pocas palabras, la desesperación y pavor de un pequeño ante una situación tan oscura: llegó a plantearse “pegarse un tiro en el pie al final de las vacaciones para no tener que regresar a la escuela”.
La siguiente pregunta es: ¿cómo es posible que nadie en el círculo íntimo de Althorp House, la residencia de los Spencer, nadie se percatara de la terrible situación que vivía el niño? Y una más: ¿qué diantres motivaba a tantas familias a dejar a sus pequeños entre los muros de una institución, conocida por su férrea disciplina, sin tratar de saber más sobre los métodos coercitivos que se empleaban? Cabe recordar, que la disciplina de los colegios británicos, y de las institutrices de este país, eran ampliamente valoradas por la flor y nata de la sociedad. La máxima, que comenzó nada más y nada menos que en las escuelas sumerias, de que “la letra con sangre entra”, se llevaba hasta a la última expresión. Muchos padres consideraban que sus hijos habían nacido en un ambiente extremadamente privilegiado y que, si no se les acostumbraba desde niños a que la vida es también dolor, acabarían siendo personas débiles y poco aptas para ostentar el poder y desenvolverse con majestad por la vida. Basta con recordar el lema de los Windsor (“Never Complain, Never Explain”) para calibrar la mentalidad que regía los destinos de muchos niños británicos.
Sin embargo, en el caso particular de Charles Spencer, hay que recordar someramente las dificultades por las que atravesaron los hijos de John Spencer y Frances Roche en su infancia para comprender la situación, y el carácter, no solo de Charles Spencer, sino también de la siempre recordada Diana de Gales.
La huida de una madre
A pesar de los oropeles, Charles Spencer se ha sentido muchas veces en su vida habitando en jaulas con barrotes de oro. Y esta misma sensación siente que la han experimentado sus sobrinos, los príncipes Guillermo y Harry. Antes de echar la vista atrás, a los inquietantes días en que los padres del conde peleaban un día sí y otro también, sería interesante recordar un capítulo de la vida de los Windsor y los Spencer, realmente desgarrador para un niño. En 2017, Charles Spencer –quien, a veces, se ha convertido en una presencia molesta para la Casa Real británica por sus declaraciones públicas– recordó el triste día del funeral de su hermana Diana, cuando caminó tras el féretro de su querida hermana con sus dos sobrinos, unos niños: “Fue grotesco y cruel”. Según comentó, le pareció muy duro “caminar detrás del cuerpo de mi hermana con dos niños que obviamente estaban extremadamente acongojados por su madre". “Never Complain. Never Explain”, los príncipes no tuvieron más remedio que cumplir con el protocolo real, aunque tuvieran el alma rota por dentro.
En este sentido, Charles Spencer también supo de niño qué significaba estar destruido interiormente, pero, aún así, ser obligado a dar una imagen de aparente tranquilidad, un estoicismo exacerbado y especialmente doloroso para quienes nacieron más sensibles.
Diana de Gales era tres años mayor que su querido hermano Charles. Ella fue más consciente del gran escándalo que supuso en la sociedad inglesa la ruptura del matrimonio de sus padres. Porque su madre Frances no soportó más los desaires, y el carácter endemoniadamente fuerte de su esposo, el VIII Conde de Spencer, y huyó del hogar familiar. John y Frances se casaron cuando ella apenas tenía dieciocho años. El matrimonio duró trece años, tuvieron tres hijas y un hijo, pero ese amor inicial hacía aguas por todos lados. Frances, ante el hundimiento de su historia, tomó una resolución sorprendente para la época: huyó de casa, y se fugó con el empresario australiano Peter Shand Kydd. Dejó el que había sido su hogar, a sus hijos, y el amor de su madre, lady Fermoy, quien claramente se posicionó junto al conde de Spencer y afeó públicamente la decisión de su hija.
Si Diana de Gales tenía seis años cuando la decisión de su madre “revolucionó” Althorp House, Charles apenas tenía tres años y cientos de miles de dudas. En un primer momento, tras el abandono materno, los niños se educaron entre niñeras e internados, pero también bajo la mirada protectora de su abuela paterna, Chyntia Spencer, quien falleció en 1972. Charles Spencer, nacido en 1964, arrastraba demasiadas pérdidas cuando ni siquiera había cumplido los ocho años. Después llegó a sus vidas la figura enormemente compleja de Raine de Darmouth, la mujer que acabó casándose con el conde de Spencer, en 1976, aunque ni Diana ni Charles acudieron al enlace. No querían a su madrasta, “Acid Rain”, la llamaban.
A los ocho años, precisamente, y con este ambiente familiar tan complicado, John Spencer deja a su hijo Charles en el internado: “Si me quisieras, no me dejarías aquí”, dijo el niño, pero la decisión ya estaba tomaba. Entonces, ocurrieron todas las terribles circunstancias que el IX Conde de Spencer narró en su libro: la brutalidad de un profesor y la arbitrariedad para golpearle. Según se lee en A Very Private School, una de las primeras palizas las recibió cuando un cruel profesor le preguntó por los generales que participaron en la batalla de Blenheim, en 1704. Cuando el pequeño Spencer nombró hasta a veinticuatro generales, y además corrigió al maestro cuando este confundió a Charles Churchill con John Churchill, la ira del profesor alcanzó tal dimensión que propinó una brutal paliza al niño. “Era un matón espantoso y sin sentido del humor”, recordó muchos años después el hermano de Diana de Gales. Pero el horror continuaba. A los once años comenzaron los abusos sexuales por parte de una trabajadora de la escuela, quien ofrecía dulces a los niños a cambio de compañía nocturna. “Hace tiempo –escribió el aristócrata– que dejé de intentar comprender qué había detrás de sus acciones. Está más allá de mi comprensión… Todo lo que puedo hacer es decir lo que pasó”. Sin embargo, puntualizó que todo aquello trajo duras consecuencias a su vida posterior y culpa a la mujer, de la que no dio el nombre en el libro por estar viva, y para eludir las leyes británicas contra la difamación, de “despertar en mí deseos básicos que no tenían cabida en alguien tan joven”. Si el conde de Spencer contó estas atrocidades fue para impedir que otros pequeños sufrieran lo que él sufrió. Su batalla era más que lícita.