Chloë Sevigny, la diosa 'cool' que nunca quiso serlo, acaba de cumplir 50 años
Lo suyo no es normal. Nunca lo ha sido. Una rara avis. Perdón, rectificamos, una inclasificable, incontestable, admirada, controvertida, adictiva e imitadarara avis. Si Truman Capote levantara la cabeza —y volviera a reeditar su legendaria fiesta Black and White en el Hotel Palace, todo sea dicho— ella y solo ella podría ser la digna heredera de los que fueron sus cisnes. Un cisne negro, atípico, pero igualmente enigmático y sofisticado. Y tiene gracia, porque Chloë Sevigny era esa secundaria de lujo, con la que te terminas quedando en los Swans de Ryan Murphy… Ella era CZGuest, una de las muchas princesas en Park Avenue cuando, esta rubia pajiza o platino, según le viene en gana, es más que eso: es reina. Absoluta y absolutista de Manhattan. Y no solo. Ya lo dijo The New Yorker hace 30 años. "Chlöe es lo que está pasando en las calles”. Y tampoco es que sea una soberana cualquiera: ella es una reina rota —kintsugi, como la porcelana japonesa—, incómoda y tan impredecible que sería capaz de dejar el glamour a un lado para abandonarse, como su mirada evanescente, al caos. Un caos, eso sí, atractivo y arrollador. No en vano, esta actriz que acaba de cumplir de 50 años es la única it girl que ha logrado sobrevivir al sambenito de serlo. Chlöe no solo ha logrado superar barrera del tiempo sino que también ha subvertido la definición de icono sin pretender ser nada de eso. Es la quintaesencia de lo cool cuando con 50 años eres invisible para las pantallas de cristal líquido. Hasta para definir su propia identidad, Chloë Sevigny ha sido un verso libre.
Por eso, Sevigny nunca fue la musa que Hollywood esperaba, ni tampoco lo que la alta sociedad fashionista quería tener en el front row de las pasarelas. Chloe siempre fue el antídoto a todo eso. Fuera de las convenciones o, mejor dicho, sin saber qué son. Como un revulsivo a un sistema demasiado perfecto, demasiado controlado y su respuesta fue siempre más interesante. De hecho, volviendo al mítico fiestón el siglo del de Desayuno con diamantes, con ella al frente, el apelativo más apropiado habría sido Rough and Raw, en vez de en blanco y negro. Eso sí, igualmente apoteósico y único en la centuria. La venta privé con la que ha celebrado su onomástia también ha sido calificada así, “del siglo”. Un mercadillo con el que, rodeada de amigos, esta mujer de la cosecha del 74 daba por cerrada una etapa para emprender un nuevo comienzo. Se despedía de gran parte de su archivo personal de ropa, de su colección de prêt-à-porter y second hand e incluso, Alta Costura. Y, al igual que en la mascarada del Hotel Palace, ese acto trivial como el de revender su ropa revelaba mucho más de lo que parecía a bote pronto: un gesto artístico y a la vez práctico, donde la historia personal y la estética se encuentran en un punto de inflexión.
Desde que irrumpió en el cine independiente a mediados de los 90, su estilo ha sido tan rompedor como su carrera. Chlöe Sevigny era el rostro de una subcultura, la de la Generación X. Pero no como algo abstracto. Ella era la adolescente que merodeaba las calles de St. Mark’s Place. Una más, no el prototipo. Fue Kids (1995), su debut de Larry Clark, donde mostró al mundo que la adolescencia no era la versión idealizada de la vida suburbana, según Hollywood. La juventud de Chloë era más oscura, más sórdida y, sobre todo, más real. Y ese papel la catapultó al estrellato. No solo del celuloide, también del imaginario colectivo. ¿Por su manera de vestir? Puede. Su singularísimo 'anti-estilo' la convirtió en mito antes que en actriz. Porque aquella camiseta azul con ribetes blancos capturó el zeitgeist de toda una generación. Transmitía más con lo que no decía que con lo que mostraba. Y esa forma de habitar el mundo con irreverencia nunca la ha abandonado.
Después llegaría Gummo (1997), de Harmony Korine, en donde Chloë Sevigny fue parte de una película que se presentaba como un collage de imágenes desoladoras y crudas. Pero no se trataba de un ejercicio vacío, sino de una reflexión brutal sobre la alienación y la belleza en el abismo. Su personaje, una mezcla entre la vulnerabilidad y la dureza, confirmaba que ella era la estética de los 90: una mezcla entre el grunge, el desecho y la opulencia.
Pero aún tenía que meterse al mainstream en el bolsillo. Eso lo hizo con Boys Don’t Cry (1999), y con ella, se abría la puerta de entrada a un mundo en el que Chloë ya solo podía ser una actriz de culto. Con su interpretación de Lana, la joven que se enfrenta a la tragedia del amor no correspondido, Sevigny no solo se ganó una nominación al Oscar, sino que consolidó su figura como un referente de la cultura indie. Y si bien Hillary Swank se llevó el premio por su interpretación de Brandon Teena, Chloë ganaba todo lo demás. Esa mirada transversal se comía la pantalla. La película, que abordaba el tema de la identidad de género sin pedir permiso ni perdón, consolidaba su estatus de actriz valiente y capaz de enfrentarse a roles complejos. Como a Dorothy, se abría ante ella una senda de baldosas amarillas con destino al éxito… Si no fuera porque Sevigny eligió otro camino: la pura irreverencia.
En 2003, aceptó participar en The Brown Bunny, dirigida por Vincent Gallo. En esta película, Sevigny protagoniza una de las escenas sexuales más controvertidas de la historia del cine comercial en donde los límites entre el arte y la pornografía se diluyen tanto como el gin en una tónica. Sevigny nunca se arrepintió de su decisión, aunque años después ha admitido que, con el tiempo, ha tenido que aprender a digerir la experiencia. “Creo que necesitaría una terapia para procesar todo eso”, confesó. Los enfant terribles siempre han defendido la importancia de asumir riesgos como parte de su proceso artístico y la industria les compra el argumento, pero… aquello era pasarse de la raya… Esta actitud desafiante le costó, por un lado, la pérdida de su agencia de representación y varios años en dique seco pero, por otro, fortaleció su reputación de actriz fuera de etiquetas. Así que, lo que para muchos fue un ejercicio de autodestrucción, para ella supuso subir un peldaño más en eso de no aceptar que nadie la domestique.
Pero Woody Allen llamó a su puerta. Y David Fincher. Y Jim Jarmusch… Sin embargo, curiosamente, fue en la televisión, paradójicamente más conservadora y familiar, donde encontró un nuevo espacio donde desarrollarse más libremente. Especialmente con Big Love, la serie de HBO sobre una familia mormona polígama, que le valió un Globo de Oro dando vida a Nicolette Grant y que la condujo directamente a las manos del rey Midas de la pequeña pantalla, que la maleó como lo hace un orfebre con el oro. Ryan Murphy la ha convertido en musa, extraña, diferente y de alma distraída, en las sagas de American Horror Story, American Crime Story y Feud. De este mismo año es por ejemplo, Monstruos: La historia de Lyle y Erik Menendez en donde da vida a la madre los famosos hermanos parricidas, con Javier Bardem de partenaire, y, a comienzos del próximo, regresa a la grande de con otro de sus creadores fetiche, Luca Guadagnino. Con el de Call me by your name ya compartió set de rodaje en We are who we are, pero ahora vuelve a ser epitome de su universo como protagonista de After the Hunt, otra oda estética del director italiano.
Porque si hablamos de estética, Chloë no solo ha impuesto su mirada iconoclasta en el celuloide, también lo ha hecho en la moda. Desde sus primeros años como musa indie, Chloë se convirtió en un referente de estilo, pero uno completamente diferente. No se trataba solo de los vestidos de gala ni de las apariciones estelaras en las alfombras rojas, ella utiliza las calles para reivindicar un chic europeo sin complejos, en donde el punk, lo vintage y las piezas exquisitas se conjugan de manera natural. Más que sin pedir permiso, sus outfits exigen ser vistos. Y admirados. Porque, en lugar de seguir las normas de la Alta Costura, ella marcó su propio camino. Prada, Marc Jacobs, Miu Miu, Alexander McQueen, Vivianne Westwood, Dior… han sido siempre un flirt, nunca un compromiso. Casarse lo hizo consigo misma.
En 2009, cuando dio un paso decisivo en su carrera como fashion idol y lanzaba su propia colección de ropa con Opening Ceremony. Y sus diseños seguían su misma filosofía vital: eran transgresores, atrevidos, a menudo incómodos, pero siempre inconfundibles. La chica alternativa, la que caminaba entre el lujo y la suciedad y no necesitaba encajar, encontraba su espacio en cada prenda.
En su vida personal, esa ferocidad independiente la ha convertido en una madre aconvecional y, a la vez, profundamente conectada a su familia. En 2020, Sevigny se casó con el galerista croata Sinisa Mackovic, y tuvo a su hijo Vanja, que nació en plena pandemia. Tenía 44 años. Y si bien la maternidad es uno de los papeles más desafiantes que ha asumido, Sevigny se ha encontrado en la misma encrucijanda que otras muchísimas madres: “Lo más duro es estar lejos de él y no sentirte culpable”, ha admitió recientemente para después, denunciar ese desafío al que se enfrentan las mujeres con hijos: equilibrar éxito y carrera con la responsabilidad de ser madre.
Con el medio siglo recién cumplido y divirtiéndose todavía con cameos en videoclips como el último de Charli XCX, Sevigny sigue desafiando las convenciones, abrazando la madurez con la misma irreverencia con la que vivió su juventud. Para ella, envejecer puede ser difícil, pero también una liberación: “Creo que envejecer es una de las peores cosas de todos los tiempos”, confesó en una entrevista, “pero tal vez sea más fácil cuando ya has superado la etapa más difícil y te asumes como una ‘elegante mujer mayor’”. Y aunque haya habido días difíciles, mejor no recordar sus experiencias sentimentales antes de dar con el señor de los Balcanes, como ella lo llama, no cabe duda de que para Chloë, ser una “mujer mayor” es una forma de reafirmar que sigue siendo la más joven de todos.