El cielo en una habitación plantea un feroz fin del mundo, a puertas cerradas

El cielo en una habitación, con Nelson Rueda y Eduardo Leyrado
El cielo en una habitación, con Nelson Rueda y Eduardo Leyrado

El cielo en una habitación. Autor: Jan Vilanova Claudin. Intérpretes: Nelson Rueda, Eduardo Leyrado. Escenografía: Alejandro Goldstein. Iluminación: Eduardo Safigueroa. Vestuario: Jam Monti. Asistente de dirección: Débora Torres. Dirección: Franco Verdoia. Sala: Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Funciones: los sábados, a las 22. Duración: 60 minutos. Nuestra opinión: muy buena

El dramaturgo y cineasta catalán Jan Vilanova Claudin se inspira para concebir esta pieza, cuyo título original es Oscuridad, en un hecho real. En 2012, el calendario maya indicaba que se produciría el fin del mundo, algo que provocó una profunda conmoción en una pequeña porción de la población mundial, sobre todo en aquella acostumbrada por seguir muy de cerca este tipo de creencias relacionadas con ciertos fenómenos sobrenaturales.

En Buenos Aires, Oscuridad se presenta como El cielo en una habitación, un título que propone una variante interesante. El cielo como un lugar de posible escape que ayude a los protagonistas de la pieza a encontrar el ámbito de descanso que necesitan después de padecer tanta confusión.

En un pequeño y recóndito pueblito del país, un supuesto reconocido periodista televisivo, investigador de acontecimientos extraños, llega al lugar para observar qué sucede con los pocos pobladores de ese paraje si verdaderamente ese anunciado fin del mundo se produjera. Su auto se descompone y esto lo obliga a ingresar a una oficina municipal que atiende un empleado apático, a quien su rutinario trabajo parecería haberle quitado toda posibilidad de creer en algo. Ni siquiera tiene capacidad para relacionarse con este forastero que necesita de su ayuda.

Ambos iniciarán una relación tremendamente extraña. Mientras el periodista (Nelson Rueda) trata por todos los medios de entablar una comunicación cordial para lograr resolver su situación personal, encontrará en su interlocutor (Eduardo Leyrado) a un ser extremadamente desafiante a quien nada le importa y hasta está dispuesto a llevar al extremo cada una de las situaciones que se van dando entre ellos, con la intención de demostrarle a ese periodista que su vida está acabada.

El director Franco Verdoia construye, dentro de ese ámbito escenográfico asfixiante que diseña Alejandro Goldstein, un verdadero duelo entre dos hombres con convicciones y necesidades muy opuestas. Afuera de la habitación quizás se produzca el fin de la existencia, pero dentro de ella la furia del periodista parecería ni siquiera rozar el cuerpo de ese empleado que es capaz de destruir cada uno de los planteos del visitante. Por otro lado, en algún momento, ambos quedan encerrados en la oficina, ni siquiera tienen la posibilidad de escapar de esa ardiente discusión que mantienen.

Resulta atractivo el juego que logra construir el trío Verdoia/Rueda/Leyrado. Los parlamentos de la obra son breves, aunque siempre inquietantes a la hora de definir como deberá accionar cada uno de los personajes. Y aquello que las palabras no expresan lo harán los cuerpos de ambos intérpretes que, desde la intensidad que expone Rueda hasta la quietud y el desprecio que dominan la conducta de Leyrado, hacen que la tensión que va sosteniendo la acción de El cielo en una habitación progrese de manera muy elocuente.

El texto, que encaja muy bien dentro de la corriente absurdista, propone no solo unos momentos donde se imponen fuertes reflexiones existencialistas sino que, además, hay unas pinceladas de humor que posibilitan que algo del aire enrarecido de esa habitación distienda cierta ferocidad que domina esa relación entre unos hombres que no logran establecer un contacto verdadero. Por el contrario, en algunos instantes parecen dos seres salvajes peleando por definir el territorio que cada uno debe ocupar y así fortalecerse. Pero no lo logarán. El universo que los contiene está extremadamente descompuesto.

El cielo en una habitación permite comprender que algo de esa destrucción prefigurada ya está instalada entre los seres humanos. Como bien escribió en su momento Eugene Ionesco, “separado de sus raíces metafísicas y religiosas, la existencia del hombre se torna absurda”.