Cine y atracciones de feria: un matrimonio no consumado que resulta atravesado por el inexorable paso del tiempo
El mito fundador del cine es el ride. Se trataba de conservar y reproducir la experiencia, “sumergirnos” en algo que realmente había sucedido. El ride, es decir la atracción de feria, el tren fantasma o la montaña rusa temática, son la experiencia -en general de lo fantástico o lo imposible- por medio de tecnología de punta y control absoluto de un mínimo espacio en un breve tiempo. Quien haya ido a un parque temático lo sabe: podemos “entrar” en una película, por ejemplo. Pero las películas, en su primer origen no estético, buscaban eso mismo. Vale la pena subrayar, de paso, que el cine en los Estados Unidos nació como atracción de feria, un aparatito individual donde -como dijo en 1905 González Tuñón- se metían veinte centavos en la ranura para ver la vida color de rosa, o de blanco y negro, una “inmersión” momentánea en otro mundo.
Así que el hecho de que existan películas que se basen en “rides” es un poco cerrar el círculo original. Esta semana, por ejemplo, hay una: Mansión embrujada, que es el segundo intento de llevar a la pantalla (el primero, moderadamente exitoso y protagonizado por Eddie Murphy, fue en 2003) una de las atracciones más conocidas de los parques Disney. El experimento de trasladar esas atracciones al formato de un cuento cinematográfico tuvo un éxito rotundo con Piratas del Caribe, serie que lleva cinco películas aunque, digamos todo, lo que queríamos era ver a ese enorme payaso llamado Johnny Depp. Porque luego hubo otros con los que, literalmente, no pasó nada: The Country Bears (sobre unos osos animatrónicos, en 2002), Tomorrowland (gran película de Brad Bird en 2009, pero sin consecuencias), y Jungle Cruise (2021, con Dwayne Johnson a lo Indiana Jones, pero sin el éxito esperado, quizás por el momento en que se estrenó y su paso rápido a Disney+). La pregunta de por qué se hacen es simple: aprovechar una propiedad intelectual muy conocida. El IP (Intellectual Property por sus siglas en inglés) es el objeto dorado que todo estudio busca porque es carísimo instalar una marca. Y los “rides” son famosos... localmente, claro. Hay además un ida y vuelta: los parques de atracciones están poblados con rides basados en películas. Harry Potter, Star Wars, Avatar, Volver al futuro, el Universo Cinematográfico Marvel y hasta Los Simpson tienen su propio “ride”. El cine provee el mundo, la tecnología provee la atracción mecánico-electrónico-virtual. Pero resulta mucho más exitoso subirse a una montaña rusa donde se recorre Springfield que ver una película que intenta reproducir la escenografía de una montaña rusa. Al menos, por ahora.
Porque el cine grandote, el de gran espectáculo, ya es en sí mismo un “ride”. Las cámaras se meten en la acción, optan por efectos visuales y de sonido (sin contar anteojitos 3D) que introducen al espectador directamente en el mundo. Ese cine ya no es la ventana a otro universo, sino la puerta. Una puerta aún un poco precaria, por cierto, toda vez que solo en algunos casos y con asientos especiales las “sensaciones” físicas que puede producir que nos muevan el cuerpo pueden reproducirse de un modo más o menos fiel. Pero hay algo que es absolutamente distinto, que separa definitivamente ambas clases de experiencia: el paso del tiempo. En efecto: una película dura un rato largo e implica, al menos en su vertiente tradicional, personajes. El cine es siempre, incluso el experimental más radical, narrativo en la medida en que el espectador, consciente o no, establece para cada imagen una relación de causa y efecto. ¿Por qué esto que veo, cómo llegamos a esto, qué consecuencia tiene? Aun cuando no haya un “cuento” en una película, esa pregunta por el sentido de las imágenes nos obliga a “contarnos” algo. En el cine narrativo tradicional, esta búsqueda está plasmada en la pantalla. Sin embargo, gran parte de ese cine se ha transformado en un soporte para la ingeniería de efectos especiales, las escenas de gigantomaquia que producen, como el ride, una sensación física gigante. No es épica lo que se plasma, sino su efecto. Pero la duración, la necesidad de que cada escena se relacione con las demás y que las cosas le pasen a alguien por quien sentimos alguna clase de identificación (o alguien a quien identificamos como existente, al menos en ese mundo que observamos) termina diluyendo el efecto con el paso del tiempo. Ya sabemos lo que ha pasado, y para que la sensación regrese es necesario replicar las condiciones del primer encuentro. En el caso del ride, no. Incluso si sabemos cómo continúa el paseo, el piso volverá a moverse y nuestro equilibrio físico volverá a bascular y causarnos una impresión idéntica. Por eso fuimos tantas veces a la montaña rusa.
Y por eso, el cine-ride, que es casi todo lo que consideramos “blockbuster” hoy, cuando se aproxima a las atracciones de parque, se vuelven insatisfactorias. Si Piratas del Caribe fue un éxito, fue por su cuento y su tono, no por las secuencias de acción. O, si se quiere, porque esas secuencias de acción implicaban algo para Jack Sparrow y sus amigos. Mansión embrujada tiene, por ejemplo, la pequeña sabiduría de jugar con la idea de que en el ride en el que se basa entramos a asustarnos voluntariamente para reírnos después, y por eso opta por ser una comedia (lo mismo sucedía con la versión 2003). El matrimonio entre ambas especies del entretenimiento tecnológico no termina de consumarse, toda vez que el cine y el ride tienen diferencias de origen y naturaleza. Pero es evidente que no dejan de inspirarse el uno al otro. De esa mutua inspiración está naciendo, poco a poco y en la medida en que aparecen desarrollos digitales, un híbrido que, por ahora, es incipiente. Si será el futuro del cine o una cosa diferente que se sume al entretenimiento audiovisual, es algo aún indecidible. Mientras tanto, el cine seguirá siendo grandote y los parques, llenos de filas para disfrutar un breve vértigo.