La ciudad ausente: una muy lograda reinterpretación “poshumana” de la ópera de Gerardo Gandini

La ciudad ausente, de Gerardo Gandini, en el Teatro Colón
La ciudad ausente, de Gerardo Gandini, en el Teatro Colón

La ciudad ausente, ópera de Gerardo Gandini y Ricardo Piglia. Dirección musical: Christian Baldini. Dirección de escena: Valentina Carrasco. Escenografía: Carles Berga. Reparto: Oriana Favaro (Elena), Sebastián Sorarrain (Macedonio); Gustavo Gibert (Russo), Alejandro Spies (Junior), Andrés Cofré (Fuyita), Mairin Rodríguez (Ana), Lucía Joyce (María Castillo De Lima), Mujer Pájaro (Constanza Díaz Falú), Sebastián Martínez (Doctor Jung). Orquesta Estable del Teatro Colón. En el Teatro Colón. La función de mañana, jueves, tendrá transmisión por streaming. Nuestra opinión: muy buena

Para quienes hayan vivido en estas últimas décadas con La ciudad ausente -es decir, vivido con su evocación creciente-, el reencuentro con la ópera en el Teatro Colón, una década después de la muerte de Gerardo Gandini, podría haber tenido un punto de nostalgia. No lo tuvo. Y si no lo tuvo fue porque, por un lado, al hacer de la muerte y de la vida después de la muerte su tema, la ópera misma disipa la nostalgia (como si dijéramos: la mejor estrategia para liberarse de la tristeza consiste en examinar los mecanismos propios de ella); por el otro, porque la música de Gandini, por melancólica que pueda ser (y lo es en grado sumo), retiene una vitalidad tan inusitada que hace imposible otra conjugación que la del presente.

La producción con la que el Colón coronó Foco Gandini -el ciclo de conciertos para conmemorar y celebrar al maestro argentino- es la tercera de la ópera, tras el estreno en 1995 y la del Teatro Argentino de La Plata de 2011. Sería un error comparar esta nueva puesta de Valentina Carrasco con las dos anteriores, pero es un error que resulta ineludible y, aunque la comparatística sea una comodidad crítica, habilita en su aproximación indirecta y mediada la posibilidad alumbrar esta nueva versión. Allí donde la puesta de Pablo Maritano para el Argentino optaba por una estilización porteña (con el cartel del Hotel Majestic de Av. de Mayo y Piedras), la de Carrasco se inclina por una ruina posindustrial (y acaso poshumana) sin inflexiones localistas. Es como si todo transcurriera en otro planeta, o en este mismo planeta, aunque ya extinto. Hay incluso un astronauta silente que recorre con curiosidad las ruinas, y que, considerado escénicamente, es él mismo otra incrustación trash. Casi que uno podría concluir que la frase que canta Russo, “Las posibilidades de convertir en otra cosa lo que ya existe son infinitas”, se refiere también a La ciudad ausente. Las posibilidades son infinitas, pero todas traen consigo consecuencias.

Un pasaje de la puesta de Valentina Carrasco para La ciudad ausente
Un pasaje de la puesta de Valentina Carrasco para La ciudad ausente - Créditos: @Arnaldo Colombaroli

Esta puesta de Carrasco saca la luz -involuntariamente o no- la afinidad que la trama de La ciudad ausente mantiene con la de Locus Solus, la novela de Raymond Roussel: Fuyita es, como el ingeniero Martial Canterel, el guía por una exposición de invenciones mecánicas. Cada invención tiene su correlato en cada una de las micro-óperas, y pasa entonces que la resaltar la recorrida de feria -una caminata incesante, una peregrinación sin otra meta que la contemplación Elena muerta en la vida de máquina- también la perspectiva de la dirección musical se volvió más fluida. La tarea de Cristian Baldini con la Estable fue el punto más alto de la versión, y lo fue no solamente por este, digámoslo así, dinamismo, sino porque tuvo un perspicacia tímbrica fuera de serie que iluminó la orquestación excepcional de Gandini, y porque, además, no pasó por alto ningún detalle temático, aun las innumerables citas de la pieza.

Las voces no tuvieron desniveles. Oriana Favaro dejó una huella propia en la tradición de Elenas (Graciela Oddone, María Bugallo, Marisú Pavón); la suya fue más concentrada, con la interioridad de quien no se sintió nunca de este mundo. Será difícil olvidar a Favaro en la muerte de Elena, en esa tristanesca Liebestod de Elena. El barítono Sebastián Sorarrain había sido ya Macedonio en la versión del Argentino de La Plata, y volvió aquí a lucirse como entonces, aunque aún más dramático y de mayor contundencia vocal. Como la Mujer Pájaro, Constanza Díaz Falú añadió al dominio de las coloraturas la tenebrosidad del personaje (escapado de un cuento de Hoffmann); María Castillo de Lima se extralimitó en la dosificación de su poderío vocal, pero hizo una Lucía Joyce su notable teatralidad. Y tanto el barítono Alejandro Spies (Junior) como el tenor Andrés Cofré (Fuyita) fueron el hilo de acero vocal que enhebró toda la ópera.

La puesta de Carrasco le sustrae al espectador la imagen de Elena sola en el final y deja lo mismo que al principio, la luz en la que se ha convertido su alma cautiva, una luz que comparte con el sonido la dudosa materialidad. Con Gandini ahora ausente y con Elena invisible, quien cantaba en el final bien podría haber sido la música misma del querido compositor. Pero a diferencia de Elena, él no se quedó solo.