Donde hasta la comida es mágica: en busca de los sabores del Caribe colombiano

Un recorrido para observar aves en el mar caribeño cerca de Rincón del Mar, Colombia, el 29 de enero de 2023. (Federico Rios/The New York Times)
Un recorrido para observar aves en el mar caribeño cerca de Rincón del Mar, Colombia, el 29 de enero de 2023. (Federico Rios/The New York Times)

En un pequeño poblado costero de Colombia, una chef mundialmente aclamada hacía un poema para describir una pasta untable.

Leonor Espinosa —quien no solo ha sido reconocida como la Mejor Chef del 2022 por World’s 50 Best, un influyente grupo de clasificación propiedad de un gigante británico de los medios de comunicación— sugirió que la pasta de ajonjolí era una de las muchas delicias de la zona que trascienden el sabor y pronto descubriría por qué.

Acudí a Rincón del Mar, a tres horas en auto al suroeste de Cartagena, para conocer a Espinosa en su tierra natal. Es cierto, Espinosa vive ahora en Bogotá, donde se encuentra su muy elogiado restaurante Leo. Pero sus raíces se remontan a la región caribeña del país, donde pasó la mayor parte de su infancia.

Ahora regresa con frecuencia para dirigir laboratorios: talleres patrocinados por su fundación, FUNLEO, que reúnen a cocineros de comunidades muchas veces olvidadas y con pocos recursos para preparar platos locales, mientras catalogan y preservan todos los ingredientes, las recetas y las técnicas tradicionales que puedan

No iba como participante (los talleres solo están abiertos a los chefs invitados de la comunidad), sino a que Espinosa me diera algunos consejos. Desde su tan sonado ascenso al trono gastronómico, me di cuenta de lo poco que sabía sobre su lugar de origen: una zona del Caribe apartada del conocido corredor Cartagena-Barranquilla. Así que me puse en contacto con la fundación y, tras charlar con su directora, ideé un plan: reunirme con la chef durante un taller en la zona, obtener sus conocimientos locales y utilizarlos para pasar unos días explorando y comiendo.

De nuestras conversaciones surgió un mapa del tesoro culinario que me llevaría de las parrillas junto a la playa a un islote con palmeras y a una casa con tejado de paja, todo ello aderezado con coco, ajo, yuca, queso y, por supuesto, ajonjolí.

Ceviche de camarón con patacones pisaos en El Canto de la Caracola, un restaurante en Rincón del Mar, Colombia, el 29 de enero de 2023. (Federico Rios/The New York Times)
Ceviche de camarón con patacones pisaos en El Canto de la Caracola, un restaurante en Rincón del Mar, Colombia, el 29 de enero de 2023. (Federico Rios/The New York Times)

Respeta al pulpo

Cuando el olor de la comida a la parrilla y el carraspeo característico de la voz de Espinosa llegaron desde la playa, supe que había llegado justo a tiempo para su taller en el Hostal Arrecife de Rincón del Mar.

“Fíjense que el pulpo parece completo”, decía en español a varios curiosos en una extensión de arena sombreada que se había convertido en su cocina de demostración junto al mar. Reconocí su voz por los videos, aunque nunca la había visto en persona. Un momento después, estaba junto a ella y el pulpo. “Si le quitan los tentáculos”, continuó, “lo masacran”.

Considerando que era evidente que el animal ya estaba muerto, me pregunté si me había perdido algo, pero no pasó mucho para desentrañar el misterio. Haciendo una reverencia al pulpo y predicando un profundo respeto por los ingredientes que usa, dijo: “Tenemos que rendirles homenaje. No podemos masacrarlos quitándoles su sabor”. Su fervor rayaba en lo religioso.

Así que durante nuestra primera conversación en persona, cuando el grupo estaba en un receso, no me sorprendió oír a Espinosa recordar los sabores de su juventud con el tipo de veneración y cadencia propio de los mantras. “Ají dulce... yuca... ñame”, entonó. Se veía casi monástica con su conjunto de colores blanco y crema contra la hamaca verde limón que la envolvía.

Casualmente, acababa de probar yuca de la región en una tarta de queso y coco, una revelación salada y dulce. Sin embargo, cuanto más me contaba Espinosa sobre sus comidas locales más queridas, menos familiares me sonaban, y la mayoría me parecían mágicas, pero ninguna tanto como el ajonjolí. El nombre por sí solo me atrajo, así como la idea de semillas de sésamo tostadas impregnadas de un embriagador y rico terruño tropical y molidas a mano hasta formar una pasta, de acuerdo con una “tradición culinaria que se está perdiendo en las ciudades, pero que todavía se puede sentir en las zonas rurales”, dijo Espinosa.

Unas horas más tarde, en el Dos Aguas Lodge, el hotel ecológico junto a la playa donde había reservado mi alojamiento y las excursiones locales, pude disfrutar de un adelanto inesperado. Después de una doble experiencia alucinante —observación de aves al atardecer junto a una isla sumergida, a excepción de algunas copas de árboles que sobresalían, y un baño en una laguna bioluminiscente— regresé hambrienta. Y ahí en la pizarra de la cocina figuraba el legendario ajonjolí, en forma de helado casero, acompañado de un brownie de cacao colombiano.

Aunque era evidente que no se trataba de la pasta de ajonjolí pura, sin adulterar que figuraba entre los alimentos de degustación obligada, fue perfecto como tentempié antes de dormir, además de un interesante tema de conversación con la cofundadora de Dos Aguas, Dania Bianuni, a quien había preguntado por el platillo. Me explicó que, dado que hacía relativamente poco que habían llegado a Rincón del Mar y con la esperanza de no perjudicar a los restaurantes tradicionales de la comunidad, el personal del hotel solía ceñirse a preparaciones poco ortodoxas de los alimentos básicos locales.

La isla de las arepas crepitantes

Al día siguiente, mi mapa culinario me llevó a las playas sombreadas por las palmeras de la isla Tintipán —a unos 40 minutos de la costa— en busca de arepas de huevo, masa frita rellena de huevo que se podría decir que representa la cocina caribeña colombiana.

Me aseguraron que todos los lancheros conocen el restaurante Rocío, incluso los que aún se referían a él por los nombres de los antepasados del propietario, porque había pertenecido a la familia durante generaciones, aunque en la diminuta isla vecina de Santa Cruz del Islote.

Aunque la belleza de Tintipán me distraía —con su mar azul turquesa y sus playas de arena blanca, así como sus exuberantes manglares navegables que se abren paso tierra adentro— traté de mantenerme concentrada en mi búsqueda del ideal platónico de una arepa de huevo. Mi almuerzo, recién salido del aceite, esponjoso y rechoncho, desafió las palabras del mesero cuando lo puso en la mesa: “¡Su arepita!” (lo aderecé con un poco de sal de mar y suero, un condimento a base de suero de leche, parecido al labneh, pero más fino y picante) y comí como si nadie me viera, porque nadie me veía. Había cosas mucho más interesantes que ver en la playa, donde una multitud de excursionistas colombianos bailaban al son de ritmos que resonaban en bocinas portátiles.

Para terminar, probé un dulce de coco, un postre del tamaño de un bocado, rico y masticable pero no empalagoso, y regresé a tierra firme, donde de repente deseé poder apuntarme a la clase de elaboración de arepas que Dos Aguas ofrecía en casa de un experto local. Pero la carretera me llamaba, al igual que mi chófer, para confirmar la cita que teníamos a primera hora la mañana siguiente.

En busca de una ‘buena mano’

Recorrimos un ondulado camino que nos adentraba en la sabana caribeña, unas tres horas al sureste de Rincón del Mar, hasta San Luis de Sincé, un pequeño pueblo con al menos cuatro grandes amores: Espinosa, cuya familia es de allí; el escritor Gabriel García Márquez, que pasó parte de su infancia allí; el clarinetista y compositor Juan Madera Castro, que nació allí; y el ajonjolí, no necesariamente en ese orden.

La casa familiar de Espinosa sigue ocupando un lugar de honor en la plaza central, al igual que una casa de la infancia de García Márquez, cuyos devotos afirman a veces que San Luis de Sincé inspiró el pueblo ficticio de Macondo en la novela “Cien años de soledad”. La Casa de Cultura de Sincé cuenta con una fascinante instalación sobre el autor, así como sobre Madera, cuya composición más famosa, “La pollera colorá”, es básicamente el himno nacional no oficial. Pero por mucho que disfrutara de mi inmersión en la tradición local, tenía que comer algo.

Espinosa me había indicado que buscara ajonjolí en casas particulares, una experiencia que me recordó cuando compraba chicha, la bebida de maíz fermentado, en los Andes peruanos, en casas con banderitas delatoras. Pero en Sincé, los grandes y luminosos carteles de “¡Ajonjolí aquí!” en las calles me hicieron la búsqueda mucho más sencilla.

La casa con techo de paja que elegí tenía paredes de color verde perico, por dentro y por fuera. Tal vez me dejé llevar por García Márquez, pero las vibraciones de realismo mágico eran difíciles de ignorar, sobre todo cuando recordé algo que había oído sobre los vendedores de ajonjolí: solo los que habían sido bendecidos con una “buena mano” podían moler el ajonjolí hasta convertirlo en una buena pasta. La mujer de la puerta principal me aseguró que descendía de una larga estirpe de buenas manos y bastó sostener un tarro de café instantáneo reutilizado para convencerme.

Un tazón de dicha pura

Por suerte, tuve tiempo de digerirlo en el viaje a Galeras, un arbolado pueblo ganadero situado a unos 24 kilómetros al sureste, pero a 45 minutos de distancia por las lodosas carreteras de la sabana. La siguiente escala en el mapa era el Restaurante Donde Mingo, del que me dijeron que no me perdiera el mote de la casa, una sopa de ñame y queso que por sí sola habría merecido el viaje. El chef, Domingo “Mingo” Ramos, utilizó una crema de varios camotes caribeños como base, a la que añadió abundante queso, suero, hortalizas locales y un sofrito de ajo y cebolla inspirado por los dioses.

A medio plato, me tomé un respiro con la esperanza de poder comer más, y me dirigí a un extremo del comedor abierto con techo de paja, donde un gaitero tradicional, tres percusionistas y un apasionado de los maracones (imagínese unas maracas enormes) habían puesto a cantar a los comensales.

Bailé hasta que sentí que había hecho suficiente espacio para continuar con los siguientes platos: berenjena al ajillo, arroz con coco y aguardiente herbáceo (traducción: aguardiente, pero más parecido a un brandy rústico). Por desgracia, no había sitio para el postre, pero me consoló saber que volvería algún día para asistir a dos fiestas de enero que se celebran al mismo tiempo en la ciudad: una, una celebración de todos los productos hechos de algarrobo, y la otra, los Cuadros Vivos, inscritos en la lista de la UNESCO, en los que los lugareños se disfrazan, maquillan y forman parte de instalaciones artísticas al aire libre.

Mientras contemplaba mi tarro de ajonjolí y el resto de los dulces de Sincé que mi chófer y yo saborearíamos cuando nuestro viaje llegara a su fin, mis pensamientos volvieron a aquel primer encuentro con Espinosa en Rincón del Mar: hay que respetar los ingredientes, me había dicho. Mi breve estancia en el lugar que había nutrido su renombrada cocina había estado repleta de sabores, pero me di cuenta de que para poder honrar plenamente todos esos ingredientes, tendría que volver con mucho más tiempo.

c.2023 The New York Times Company